Caía ya la noche cuando José decidió levantarse de su escritorio para picar algo. Siempre pasaba lo mismo cuando se ponía a escribir: perdía la noción del tiempo. Las horas se apresuraban a desaparecer una detrás de la otra a golpe de palabras escritas. Y cada gesto, cada interpretación de la realidad, se veía volcada sobre las resmas de papel en blanco. Nunca le tuvo miedo a enfrentarse al vacío: Sencillamente, comenzaba a escribir con mano firme, sin saber casi nunca qué era sobre lo que iba a escribir.
Era la elegancia del gesto lo que más le atraía, el orden casi monacal que desprendía su rutina de escritor, la posición de los objetos que desfilaban en orden concreto y exacto por su escritorio. Nada desentonaba en aquella atmósfera de paz y sosiego. El tiempo se convertía en una quimera, detenido, laxo, incapaz de frenar su mano, salvo cuando las obvias y humanas necesidades fisiológicas aparecían. Y así, soltando la bella pluma estilográfica que su padre le regaló por su vigésimo cumpleaños, salió del estudio. Bajo la luz de la lámpara de mesa, la inscripción grabada en la cabeza de oro de la pluma refulgía letras de fuego, “Para mi primogénito José, con todo el amor del mundo, de parte de su padre”.
Llegó a la cocina y abrió la nevera para descubrir, como siempre, que se encontraba poco provista. Él, famoso explorador de refrigeradores, se sintió tentado de aparcar temporalmente el relato largo que estaba escribiendo y componer una oda a aquel espacio frío, vacío y blanco que le iluminaba la cara. Sacó de la nevera una lata a medias de maíz natural y el cartón de leche. Ésta no parecía haberse agriado aún, así que se sirvió un buen vaso y decidió que no merecía la pena ensuciar un plato o un tenedor, volcando el contenido de la lata de maíz directamente sobre su boca. Aliviado así parcial y rápidamente su apetito, se encaminó de nuevo hacia el estudio.
El fantasma de su padre estaba sentado encima del escritorio, como solía hacer cuando su primogénito abandonaba la estancia.
-Papá, -dijo él algo enfadado y hastiado de aquella situación, la cual llevaba repitiéndose ya demasiado tiempo.- Papá, levanta, por favor, quiero seguir escribiendo.
-Ah, hola, hijo, no te había oído. Eres silencioso como un...
-¿Como un fantasma?
-¡Exactamente!- El rostro del espíritu que antaño fuera su padre sonreía.- ¡Exactamente! Siempre dije que habías heredado la agudeza e inteligencia de tu difunta madre, que en paz descanse.
-Ella descansa en paz, papá,- replicó José. -Ella descansa en paz y no se aparece ante mí como haces tú. O al menos, no con tanta frecuencia,- dijo, algo dubitativo, acordándose de aquella noche en la que le pareció ver el fantasma de su madre en el salón, hojeando el manual de puericultura que no pudo terminar en vida.
-Ya te dije que no me paseo por gusto, hijo,- comentó su padre algo ofendido. -Creo que tiene que ver todo con las muertes que se producen con violencia,- dijo, señalándose con un índice translúcido el agujero de bala que atravesaba limpiamente su cabeza.
-Curiosa teoría,- concedió él.
-Aunque hay que reconocer que lo hiciste bien, desde luego,- sonrió con sincera admiración su padre. -Nadie ha sospechado aún de ti, y supongo que el testimonio de un muerto no debe contar mucho en juicio, ¿no? Buen trabajo, hijo.
-Gracias, padre.
-De nada, de nada. Un hijo debe ser independiente de sus padres, ¿y qué mejor manera de conseguirlo que mediante el parricidio?
-La emancipación puede adquirir muchas formas, supongo,- aventuró el joven escritor.
-Claro que tu madre y yo también teníamos planes...- Suspiró su padre.
-Obviamente. Aún erais razonablemente jóvenes.
-No, no; me refiero a planes... contra ti. Hacía mucho tiempo que no podíamos disfrutar de nuestras respectivas vidas, o de progresar como pareja. Tu presencia enturbiaba nuestra relación, me temo.
-Oh,- dijo José.
-¿Sabes lo más curioso de ser un espectro?,- preguntó retóricamente su padre, con un destello de vida en sus muertos ojos.
-No, padre, no lo sé.
-Que todo eso que sale en las películas es mentira. Sobre todo lo de que los muertos no podemos manejar objetos...
Y agarrando la hermosa pluma estilográfica, saltó de la mesa con velocidad sobrenatural en dirección a su hijo. La punta de oro de la pluma, con el grabado que su padre le dedicó en ella, parecía apuntar peligrosamente a la garganta de José.
Cayetano Gea Martín