miércoles, octubre 31, 2007

Uno de tres

De los tres, siempre fue el más hábil, el más diestro, pero se le recriminaría siempre el hecho de ser el distinto, el otro, el guapo, el fuerte, el joven y el que la tenía más grande y gorda de ellos.
Sus dos compañeros de trabajo nunca le aceptaron como ser humano, digno de respeto. Para él, todo el trabajo duro. Para ellos, la gloria en forma de gratuitos vasos de leche y copas de coñac.
Pero a él no le importaba: se sabía el preferido de los niños, el ojito derecho de los tímidos y de las adolescentes que comenzaban a soñar con horizontes de ébano.
Lo que más le jodía, lo que realmente le indignaba era el ultraje que suponía el ver indignas copias suyas en cada pueblo. ¿Es que no hay negros suficientes como para tener que tiznarle la cara al concejal de turno?
La condena de llamarse Baltasar, pensaba.
Cayetano Gea Martín

jueves, octubre 25, 2007

La despedida


-Hola, ¿puedo pasar? -Claro,- dijo él franqueándole la puerta. Maribel cruzó veloz, al ritmo constante de sus caderas embutidas en los vaqueros, rumbo a poniente, hacia la esquina más discreta del salón, donde se sentó, con sus lindas manos entrelazadas, formando una perpendicular con sus largas piernas. La superficie blanca y tersa de las pantorrillas se encontraba cubierta con el vello rubio tan propio de ella como sus ojos azules de envidiable herencia materna. Sin embargo, y a pesar de estar más que acostumbrado a la visión de Maribel, todas aquellas peculiaridades físicas y estéticas le provocaron a Fidel en el estómago una extraña sensación de entropía gástrica, de abandono sistémico, de lejanía. Se encontraba en el puerto, en el viejo puerto del pueblo de su niñez, viendo a la persona que más quería en el mundo subirse a un barco que se alejaría, poco a poco, de su orilla.

-Bueno, ¿qué tal estás? -Bien-, respondió él, sin demasiadas ganas de hablar, de comunicarse. No hubiera sabido tampoco a ciencia cierta qué decir, cómo encarar las cosas en aquella situación horrible, fea y viscosa. Rememoraba años ha, cuando todo parecía nuevo, que él era el primero que descubría las maravillas y las miserias de la vida. Conoció el amor y el dolor, sobre todo este último, y siempre le dio mucho miedo. Además, descubrió que el dolor nunca desaparecía, comprobó con desilusión infinita que por muy viejo que te hagas o que tus hábitos te vuelvan, el dolor siempre estará ahí, para recordarte que estás vivo y que, a lo mejor, quién sabe, estarías mejor muerto.

-Me enteré de lo de Carlos... lo lamento profundamente. -Gracias-, contestó él, cuya mente se encontraba en cualquier parte, en todas partes, sobrevolando cual Dios omnipresente sobre los demás, pobres mortales, incluso sobre el feo y gris hospital donde el mejor amigo de Fidel reposaba en paz, en un coma del cual podría ser que no saliera jamás. La vida puede ser tan cojonuda, pensó con amargura. Qué bien, yupi, saltemos de alegría, cantemos al Señor, olé. Si tuviera más valor, pensó, si tuviera las pelotas necesarias para hacerlo, le ponía fin a todo esto.

Oh, pero no, pensó, en vez de eso, prefiero quedarme en esta casa oscura, deprimente, demasiado grande y fría, como un laberinto sin puertas ni paredes, un laberinto como una pista de hielo, desolador; demasiado fácil me resulta aquí llorarle a la soledad, dedicarle versos oscuros desde esta atalaya destemplada y triste, perdido en ella, como un perro solo en medio de un parque de un barrio de una ciudad de un país extraño.

Y además, viejo amigo, continuó pensando, tendrás que aguantarte las lágrimas que a buen seguro querrán escapar de tus cansados ojos en cuanto ella comience a decir lo que ha venido a decir. Un nido de ratas se pondrán de acuerdo para empezar a roer tus tripas dentro de seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno, cero.

-He venido, -comenzó Maribel, -a despedirme. Lamento que no sea ni el mejor momento ni las mejores circunstancias para ello. Pero, sinceramente, no creo que nunca lo sean, papá.


Cayetano Gea Martín

miércoles, octubre 24, 2007

4.El (fatal) deseo divino.


Apartemos las consideraciones previas acerca de la existencia de Dios y supongamos por un instante, pues no podemos afirmar rotundamente su inexistencia, que existe y que es rector único de todo lo que ocurre en el universo. Supongamos también que es el causante de la finitud de los hombres, que fue Él quien decidió el momento de la concepción del señor apuesto con traje Versace y será Él quien decida cuándo ha de morir. Supongamos además, lo cual ya es empezar a suponer en exceso (aunque de otro modo no podríamos continuar con este argumento) que el hombre goza de libre albedrío mientras vive en la Tierra y que sus actos apenas se ven condicionados por la existencia de Dios, salvo si el sujeto acepta de forma consciente los condicionantes que tal aceptación religiosa supone. En estas condiciones es lógico pensar, y piensa el señor que ha escrito su primera novela, que habrá un momento en el que Dios desee la muerte de un determinado hombre para concedérsela al instante. Es posible que la determinación de la fecha de nacimiento y fallecimiento acaezca al mismo tiempo, pero esto no exime a Dios de tener un deseo y ejecutarlo. El problema con Dios, piensa este señor, es que apenas hay opciones tras ese deseo, pues hemos de pensar que si Dios desea algo, ese algo no puede ser malo y por tanto no puede haber marcha atrás en su deseo, por lo que el paso lógico ulterior será la afirmación de ese deseo en la realidad. Es posible, sin embargo, que Dios no desee algo, sino que ejecute sin dilación aquello que sea necesario para el Universo. Es posible que Dios no desee, sino que se vea obligado a actuar sin desear, pues de otro modo quedaría un cierto resquicio, un leve instante en el que todo podría cambiar, en el que su voluntad podría flaquear, algo impensable en un Dios omnipotente.
Este deseo de muerte de Dios para el señor apuesto que viste traje de Versace es tan sólo una probabilidad para cuya existencia deberían darse previamente unos supuestos que ya han sido planteados en el párrafo previo. Consignamos por tanto esta posibilidad de deseo de muerte como un deseo de muerte en el convencimiento de que una leve posibilidad entraña siempre más probabilidades, y esto es una perogrullada, que la inexistencia de la posibilidad.

El señor que ha escrito su primera novela plasma aquí un íntimo pensamiento: escrbir es de algún modo imitar a Dios. Sin embargo, este señor se considera, en cierto modo, más clemente que Dios, pues en ningún momento ha deseado la muerte del protagonista de su novela, y el hecho de consignar tan sólo los deseos de muerte que se le han dirigido a lo largo de su vida es un modo de mostrar que aún sigue vivo a pesar de esos deseos. Este señor se considera con el poder suficiente (el cetro es su pluma) como para dar muerte a su protagonista, pero no lo hará, le permitirá una vida eterna, o le dará pie a ella, pues la única oportunidad que su protagonista tendrá de seguir formando parte de la vida será persistir en la memoria de los hombres, a pesar de los deseos de muerte y otras desgracias que se narrarán en capítulos sucesivos.
Por supuesto, el deseo de muerte de Dios es el más temible y tan sólo podrá consignarse en tanto no se haya ejecutado, pues no se conoce aún de nadie que se haya visto librado de tal deseo (pero la esperanza es lo último que se pierde). No sabemos si su deseo ha sido ya emitido o queda aún mucho tiempo para ello. No sabemos si tal deseo va dirigido hacia el señor que ha escrito su primera novela o hacia alguno de sus protagonistas, aunque el señor que ha escrito esta novela ya ha sentenciado a alguno de ellos sintiéndose un Dios extremadamente cruel, pues sabe que al otro lado del papel no hay sino un frío y eterno espacio en blanco.
P.G.V.

domingo, octubre 21, 2007

3.Desde la distancia.

El caso es excepcional debido a que el fantasma que nos ocupa y que no hace más de tres meses se encontraba preso en el cuerpo de un varón de setenta y tres años ha contado con una valoración favorable de sus evaluadores y no ha sido condenado, como suele ocurrir en la mayor parte de los sujetos evaluados, a vagar por toda la eternidad en su domicilio familiar, en el que cohabitó con su esposa durante cincuenta y dos años y del que no guarda en absoluto malos recuerdos. No tiene pues la obligación de asustar hasta el infarto a tres personas para deshacerse de penitencia alguna, por lo que ha quedado a su elección tal tarea. El fantasma que nos ocupa no está interesado, sin embargo, en esa inquina natural que dedican los fantasmas a aquellos que están encerrados en un cuerpo. Su decisión ha sido la de permanecer en su domicilio, pero por motivos de índole muy diferente de las expuestas hasta ahora. Este fantasma presenta una excepcional característica que le diferencia, con mucho, del resto de fantasmas: no guarda rencor a nadie, ni fue asesinado en extrañas circunstancias, tampoco sacrificó niños baptistas haciéndose pasar por un chamán, ni recurrió a la magia negra u otros artificios esotéricos. Tal vez el problema de este fantasma es que aún ama a su mujer y desea tenerla cerca aunque ella no advierta su presencia. Él se queda mirándola (si se puede decir que un fantasma mira, o se mueve, o besa) mientras ella realiza las tareas de la casa, un tanto abstraída en otros pensamientos que nada tienen que ver con la actividad que en esos momentos la ocupa. Ella mira sin cesar las fotografías del cuerpo que habitó el fantasma y llora durante horas sosteniéndolo entre sus manos. Él desea ayudar a la que fue su esposa pero se ve impedido para hacerlo. Tampoco cree que cuando ella muera ambos puedan volver a estar juntos. A cada alma le resta una eternidad en absoluta soledad. Por eso, el fantasma que nos ocupa decide engañarse a sí mismo y estudia con minuciosidad, como si nunca antes la hubiese visto, a su mujer. La estudia mientras duerme, mientras cocina, mientras acude al supermercado para realizar la compra semanal. El fantasma estudia todos sus movimientos y aprende a anticiparse a ellos y, mientras, se ve a sí mismo junto a ella, tumbado junto a su cuerpo, sus piernas enrolladas entre las de ella, mientras duerme; se ve besándola mientras ella observa su fotografía; se ve sonriéndola desde el otro extremo del pasillo del hipermercado señalándole algún producto que deben comprar. Desde fuera, todo aquello podría verse como La invención de Morel, pero sólo nosotros sabemos que es al revés y que es el fantasma el que se cree real, el que quiere ser real, y comienza ya a sentirse real, y tan sorprendentemente eficaz es su engaño que ya casi puede sentir el cuerpo de su esposa junto al suyo, o sus labios, o la humedad de sus lágrimas depositadas en su dedo índice, que las recoge con toda la ternura que un fantasma puede mostrar por su esposa viva.
Todo esto sucede seis días a la semana, porque uno de ellos la señora se encuentra con un apuesto señor vestido con un elegante traje Versace y unos Martinelli de excelente aspecto y comparte con él alguno momentos de sexo y caricias, días en los que el fantasma, consciente de que nada puede hacer, se retira a un rincón y repite sin cesar, ojalá se muera. Unos días el deseo es para él; otros, para ella, por motivos simples y bien diferenciados.
Nota: publicado previamente, con ligeras modificaciones.

P.G.V.

jueves, octubre 18, 2007

Tres edades


Mi infancia fue un trotar en lomos de la imaginación
Una caricia materna de rostro moreno
Los pasos perdidos y la ilusión de lo nuevo
De un mundo por estrenar, inmaculado
El navegante que acaba de zarpar
El primer beso para el hombre
Y la primera caricia de la mujer

Mi adolescencia era un lamento de comedón
Una angustia vital de negra alma
Los pasos empezados, el terror de lo desconocido
De este mundo gris, inalcanzable
La continuidad en los parques
El primer polvo del hombre
El primer orgasmo de la mujer

Mi juventud es un estigma bienamado
Una falsa sensación de seguridad
Los pasos hallados, el camino aparentemente libre
De esta senda incierta que ha dejado de importar
La tranquilidad de las transiciones
El esperma continuo del hombre
La mujer por el mero hecho de ser mujer

Cayetano Gea Martín

martes, octubre 16, 2007

Discurso


Acostumbrados a yacer entre la mierda, el simple hecho de poder probar algo nuevo, un sueño, una esperanza, os parece casi deleznable, troncos. Sois hijos del ruido, hermanos del Apocalipsis y cuñados de lo cutre.
No hay solución para el que espera, salvo dejar de hacerlo, claro está, pero es tan obvio que no merece la pena comentarlo siquiera, ¿verdad? ¿Por qué entonces os empeñáis en creer en paraísos artificiales, en tomar vuestra dosis diaria de soma para vencer los miedos y aplacar las furias? Quizás es que no deberían ser aplacadas. Quizá necesitan que las dejéis surgir y que os rodeéis con sus cantos de sirena proletaria.

Pero, oye, que ante el orgullo del tercer mundo se encuentra el del primero, el de las clases medias insostenibles que sois, en esta cuenta atrás hacia la destrucción de la Madre Tierra. Porque ¿cuánto más os pensáis que vais a aguantar? Sois una quimera de días contados, y no me creéis, maldita sea.

En fin, que sois libres, claro, y que nadie os toque vuestro albedrío, ¿no? Claro que no es cierto, lo sabéis o lo sospecháis. En el fondo de vuestras podridas almas os sentís como los indios a los que compraron la isla de Manhattan por un dólar, ¿eh? Estafados habéis nacido, pero tranquilos, que a dos pasos de vosotros se encuentra el abismo de vuestras propias tumbas, donde podréis conocer la verdad: que no hay Dios, pringaos, que os han vuelto a engañar.

Joder, si es que parece que os gusta: os habéis tirado toda la vida currando como gilipollas, almacenando libros, películas y discos; y hasta os permitís ideologías, ja, pero de socialismo utópico, eso sí, no me jodas con nada más rebelde, que aquí la diatriba es votar a los de aquí o a los de allá, que no hay más opciones, no se descuajaringue todo el tinglado y no quepamos en la foto. Democracia y esas cosas, ya sabe usted de lo que le hablo. Poder pal pueblo y todo eso.

Pero es que el pueblo ha delegado en mí, ¡qué bien!
Cayetano Gea Martín

lunes, octubre 15, 2007

Nosotros mismos

¿Quién os ha dicho que queremos ser como vosotros?
¿Quién?
¿Acaso nosotros mismos?
¿Seremos nuestros peores enemigos?
En esta era de las utopías muertas, la voz del pueblo tiene pólipos en la garganta.

Cayetano Gea Martín

sábado, octubre 13, 2007

Disfrutando a Jarry.

Cuenta Marcel Schwob en Vidas imaginarias que Petronio decidió vivir, junto al esclavo Siro, las aventuras que había escrito y a partir de entonces dejó de escribir.
Jarry supo compaginar ambas ocupaciones, vivir y escribir o escribir y vivir (¿cuál es la primera, acaso son ocupaciones diferentes?). Leyendo estos días la estupenda Antología del humor negro de André Breton, me topé con esta, para mí, hilarante descripción de las costumbres de Jarry (el vividor):
Como él mismo ha dicho: Redon-“aquel que es un misterio” o Lautrec- “aquel que anuncia”, debería decirse: Jarry, aquel que revólver. “Es una gran alegría de...propietario escribe a Mademoiselle Rachilde el año de su muerte, poder disparar un revólver en el propio dormitorio”. Una noche que acompañado de Guillaume Apollinaire asiste a una representación del circo Bostock, aterroriza a sus vecinos a quienes pretende convencer de sus hazañas como domador agitando un revólver. “Jarry, explica Apollinaire, no me ocultó la satisfacción que había sentido asustando a los filisteos y, revólver en mano, subió a la imperial del ómnibus que debía llevarle a Saint-Germain-des-Prés. Desde lo alto, para decirme adiós, seguía agitando su juguete”. En otra ocasión, en un jardín, se divierte descorchando el champagne a tiros de revólver. Algunas balas se pierden más allá de la cerca, provocando la irrupción de una dama cuyos hijos jugaban en el jardín vecino. “Figúrese que llega a darles” “¡Bueno! Dice Jarry, no se preocupe, señora, le haríamos otros”. Otro día en una cena dispara contra el escultor Manolo, culpable, afirma, de haberle hecho proposiciones deshonestas y, dirigiéndose a los amigos que se lo llevan: “¿Verdad que era bonito como literatura?...Pero, he olvidado pagar las consumiciones”. Armado de dos revólveres más un bastón cargado de plomo, con un gorro de piel y pantuflas, se dirigirá todas las noches, hacia el fin de su vida, a casa del doctor Saltas (el mismo a quien, al preguntarle la víspera de su muerte qué podía darle mayor satisfacción, pidió un monadientes).

Más sobre Jarry en:
Wikipedia.
Faustroll site.

martes, octubre 09, 2007

Fratis


-¿Da usted su permiso, padre?
-Ah, sí, hijo mío. Entra, por favor. Y ten la amabilidad de cerrar la puerta detrás de ti. Eso es. Muchas gracias.

-De nada, padre.
-Bueno ¿Qué tal todo? ¿Cómo te va entre nosotros?

-La verdad es que no me puedo quejar, padre. Todos los hermanos han sido de lo más amable y cariñosos conmigo.

-Vamos, vamos. Habrá algo que no te guste. ¿Acaso no echas de menos el mundo exterior, con sus ruidos y sus tentaciones?

-Bueno... Supongo que algo sí... Pero más que nada añoro el poder sentir la luz del sol sobre mi rostro, o pasear al aire libre.

-Ah... Es normal, no te preocupes en demasía por ello. La clausura siempre es algo difícil de sobrellevar al principio, hermano.

-Pero no es que no me guste el encierro, entiéndame, padre. Amo y respeto la vida monacal, su sencillez perfecta, completa. Los rituales crean una paz en mi ser como nunca pensé que podría llegar a alcanzar.
-¿Y qué es lo que más te gusta de nuestra estancia con nosotros?

-Oh, padre, ¡todo! Adoro el estar sentado en mi escritorio, afanándome en la lectura de los manuscritos, o bien dibujando y escribiendo yo el mío propio. Las horas de las comidas son de lo más distendidas. ¡Qué humor tan tierno poseen los hermanos! Uno se siente bien, que forma parte de algo más grande que uno mismo, algo que conecta directamente con Él. Mi vida posee ahora trascendencia y significado. Me siento feliz, completo. Por primera vez.

-¡Oh, hermano! ¡Cómo se alegra mi alma al oírte hablar con tanta sinceridad y convicción sobre tus sentimientos! Pero debo hacerte una pregunta más, lamentablemente... ¿Tienes tentaciones de... incumplir tu voto de castidad?
-No, padre. Debo admitir que los primeros días añoré a las mujeres impías y concupiscentes que arrastran con su lujuria demoníaca a los incautos hacia las llamas del infierno. Pero ya no. Eso quedó atrás de manera sorprendentemente fácil, cuando fue sustituido por un amor eterno hacia mis semejantes, hacia el Señor y hacia su obra. Donde antes hubo pasión, ahora hay piedad. Donde hubo lujuria, ahora hay iluminación.

-Entonces, hermano, ¡ponte de pie y responde al juramento que te convertirá en uno de los nuestros de pleno derecho!

-De voluntad propia y con mi corazón levantado espero sus preguntas, padre.

-¿Rechazas, pues, a Satanás y sus tentaciones de lujuria y de deseos carnales?

-Sí, oh, padre. Abjuro de Belcebú y de todas sus malas artes. Y que sea condenado al fuego eterno si alguna vez falto a mi palabra.
-¿Aceptas en tu corazón a Dios nuestro Señor, único y verdadero creador del universo?

-Acepto con alegría, padre, a Dios en mi alma mortal.

-¿Aceptas sus colores?

-Acepto el azul y el blanco que Él me brinda.

-¿Aceptas vivir de ahora y para siempre entre nosotros, tus hermanos, tus únicos semejantes en todo el orbe?

-Acepto por voluntad propia. Con amor fraternal abrazo a mis fratis.

-Firma, pues, hermano. Y que tu sangre sobre el papel sea como una saeta de fuego que ilumine tu rostro con la pureza de Dios.

-Firmo, padre.

-Ya está, entonces. Ya eres uno de nosotros de pleno derecho. ¡Alabado sea el Señor!

-¡Alabado sea!

-¡Bien hallado entre nosotros seas!

-Gracias eternas, padre.

-Por favor, puedes apearme del tratamiento. Ahora tú, yo y el resto de tus compañeros somos todos iguales. Ya no eres ni serás nunca más un simple becario. Ahora eres... ¡analista!

-¡Sí, oh, Señor, sí!

-¡Bienvenido al BBVA, hermano!

-¡Gloria eterna a las finanzas corporativas!

-¡Amén!


Cayetano Gea Martín, desde el BBVA de Alcalá 16

viernes, octubre 05, 2007

2.El cambio

Un señor que pierde cada mañana más de una hora en acicalarse y de la cual invierte treinta minutos en observarse frente al espejo, se levanta una mañana y al exponerse ante él descubre que ya no es el mismo que se acostó la noche anterior. Algo que en principio le llena de espanto pero a lo que pronto se acostumbrará. Lo primero de todo será descubrir en quién se ha convertido, si es otro señor que ya existe y con el cual ha intercambiado su alma o si se trata de un cuerpo nuevo en el que ejercitar su alma. Este señor se encuentra más cómodo en su nuevo cuerpo, que le parece hecho a la medida de sus necesidades y aspiraciones. Se observa con cuidado de no perder detalle de su nuevo chasis. Se aproxima al espejo y se aleja, da media vuelta y se mira por encima del hombro. No hay duda, este señor se siente mucho más cómodo en este cuerpo nuevo. Pero su alegría comienza a verse enturbiada cuando piensa que ya no podrá acudir al trabajo porque nadie le reconocerá, todos verán en él a un extraño. Su alegría termina por difuminarse cuando recuerda que la mujer a la que ama tampoco le reconocerá y que le tomará por un pretendiente que se toma demasiadas libertades con ella. Podría, sin embargo, tratar de hacer ver a los demás que él es él y no lo que hay fuera. Podría mostrar una serie de señas y recuerdos que sólo él guarda conjuntamente con otras personas. A la mujer a la que ama podría recordarle el beso en el café de la esquina o el viaje a Roma y a los compañeros de trabajo el problema con la empresa alemana o el apaño en las cuentas del año anterior. Pero le atemoriza pensar que sólo vean en él a un impostor que trata de suplantar al verdadero señor, que probablemente esté de vacaciones o tenga algún problema familiar. Se dirige hacia el armario y descubre un traje que no es suyo (y unos excelentes Martinelli de piel), pero que le viene perfecto a este nuevo cuerpo en el que se ha incorporado. En el bolsillo interior de la chaqueta hay una tarjeta en la que figura un nombre y apellidos de un señor al que no conoce y el nombre de una empresa que tampoco conoce. Comprende este señor que se encuentra en el cuerpo de un ejecutivo y que, probablemente ese mismo señor se encuentre en su antiguo cuerpo, un cuerpo de secretario. La sonrisa que en principio mostró este señor al contemplarse en el espejo ha desaparecido ya por completo y ahora sus pensamientos se orientan tan sólo a la misión de regresar a su antiguo estado, al del cuerpo enclenque y torpe, pero su cuerpo a fin de cuentas, sin el que ahora no comprende la vida. No le será posible enfrentarse a ella. Al salir a la calle, indeciso, temeroso por si se cruza con alguien que pueda reconocerle por su aspecto externo (sería harto más sorprendente que lo hicieran por el interno), percibe decenas de miradas sobre él, sobre todo de mujeres que parecen insinuarse a través de sus ojos, sus caderas y sus labios. En un café cercano a su oficina toma un café mientras lee la prensa. Una mujer se acerca a él y le pide fuego. Ella sostiene un cigarrillo entre sus dedos índice y medio mientras él busca, con gesto torpe y apresurado, en los bolsillos de la chaqueta. Tiende hacia ella una mano temblorosa que ofrece un mechero de plata con una iniciales grabadas. Ella le pregunta si puede sentarse en la mesa. Él accede. La mujer es hermosa. Conversación intrascendente en la que él se imbuye poco a poco. Se dirigen a un hotel. Comienza de nuevo a creer en su suerte y en la imposibilidad de que el universo esté regido por el azar. Hay algo más, piensa. No es azar la compañía de esta mujer que se desnuda lentamente, que le desnuda lentamente. No es azar el beso en la boca y en el pecho, ni la caricia en el vientre que se sumerge a territorios más cálidos. No es azar tampoco que se dirija hacia una mesa donde dejó su bolso y coja unas esposas y le encadene a la cama y le deje allí tirado, no sin antes soltarle una arenga feminista y resentida. No es azar que él no crea en el azar. No es azar que le desee la muerte al que estuvo antes en este cuerpo de un apuesto señor.
P.G.V.

jueves, octubre 04, 2007

La historia y su maldita esfericidad.

No ha mucho que por estos lares, desconocidos para el lector y que no será este erudito el que su santo y seña desvelare, aconteció que un hombre de esos que llaman ratones de biblioteca leyó sin saltar una coma y durante dos años seguidos cierta obra cervantina de renombre universal, sin parar en mientes que tal hazaña donárale una pérdida absoluta de la cordura y un celebro seco como pasa, que todo fue uno y al mismo tiempo. Este caballero al que todos llamaban Alfonso Quiñónez o Quiñonas, que de eso no podemos confirmar su veracidad, era oriundo de Alcalá de Henares, cuna del insigne escritor. Vivía en un estrecho piso, con poco más que un mendrugo de pan candeal y unas habas, todo rociado, eso sí con un vino que bebía a chorro de un cuero que guardaba desde tiempos inmemoriales. Este tal Alfonso Quiñónez, de tanto que leyó la obra cervantina quedose convencido de ser escritor de renombre universal y comenzose a llamar Jorge Luis Cortázar. Tan convencido estaba de esa su nueva identidad que Jorge Luis Cortázar escrebió libros de imposible factura intitulados El aleph en el ojo del axolotl o Rayuelas en caminos que se bifurcan. No tardaron los viles críticos en allanar su obra hasta reducilla a la altura del mismo suelo, recebiendo el pobre Jorge Luis Cortázar toda suerte de vilipendios y mala prensa por sus cuentos. Sintiose agraviado, encomendose a su amada enemiga Lucía Echevarría y dirigiose raudo a entablar debates literarios en buena lid con sus crueles enemigos los críticos de Lengua Larga. Vencioles en el árido terreno televisivo pero trújole esta victoria la desgracia de no publicar jamás nueva obra. Falleció entre los suyos, habiendo recibido los santos sacramentos y no sin antes despreciar la literatura por inmoral y ficticia. Tanto como mi muerte, dicen que suspiró, antes de expirar.
P.G.V.
PD: Y mañana, amigos y amigas, una nueva entrega de la novela por entregas.

martes, octubre 02, 2007

El escritor y sus fantasmas

Caía ya la noche cuando José decidió levantarse de su escritorio para picar algo. Siempre pasaba lo mismo cuando se ponía a escribir: perdía la noción del tiempo. Las horas se apresuraban a desaparecer una detrás de la otra a golpe de palabras escritas. Y cada gesto, cada interpretación de la realidad, se veía volcada sobre las resmas de papel en blanco. Nunca le tuvo miedo a enfrentarse al vacío: Sencillamente, comenzaba a escribir con mano firme, sin saber casi nunca qué era sobre lo que iba a escribir.
Era la elegancia del gesto lo que más le atraía, el orden casi monacal que desprendía su rutina de escritor, la posición de los objetos que desfilaban en orden concreto y exacto por su escritorio. Nada desentonaba en aquella atmósfera de paz y sosiego. El tiempo se convertía en una quimera, detenido, laxo, incapaz de frenar su mano, salvo cuando las obvias y humanas necesidades fisiológicas aparecían. Y así, soltando la bella pluma estilográfica que su padre le regaló por su vigésimo cumpleaños, salió del estudio. Bajo la luz de la lámpara de mesa, la inscripción grabada en la cabeza de oro de la pluma refulgía letras de fuego, “Para mi primogénito José, con todo el amor del mundo, de parte de su padre”.
Llegó a la cocina y abrió la nevera para descubrir, como siempre, que se encontraba poco provista. Él, famoso explorador de refrigeradores, se sintió tentado de aparcar temporalmente el relato largo que estaba escribiendo y componer una oda a aquel espacio frío, vacío y blanco que le iluminaba la cara. Sacó de la nevera una lata a medias de maíz natural y el cartón de leche. Ésta no parecía haberse agriado aún, así que se sirvió un buen vaso y decidió que no merecía la pena ensuciar un plato o un tenedor, volcando el contenido de la lata de maíz directamente sobre su boca. Aliviado así parcial y rápidamente su apetito, se encaminó de nuevo hacia el estudio.
El fantasma de su padre estaba sentado encima del escritorio, como solía hacer cuando su primogénito abandonaba la estancia.
-Papá, -dijo él algo enfadado y hastiado de aquella situación, la cual llevaba repitiéndose ya demasiado tiempo.- Papá, levanta, por favor, quiero seguir escribiendo.
-Ah, hola, hijo, no te había oído. Eres silencioso como un...
-¿Como un fantasma?
-¡Exactamente!- El rostro del espíritu que antaño fuera su padre sonreía.- ¡Exactamente! Siempre dije que habías heredado la agudeza e inteligencia de tu difunta madre, que en paz descanse.
-Ella descansa en paz, papá,- replicó José. -Ella descansa en paz y no se aparece ante mí como haces tú. O al menos, no con tanta frecuencia,- dijo, algo dubitativo, acordándose de aquella noche en la que le pareció ver el fantasma de su madre en el salón, hojeando el manual de puericultura que no pudo terminar en vida.
-Ya te dije que no me paseo por gusto, hijo,- comentó su padre algo ofendido. -Creo que tiene que ver todo con las muertes que se producen con violencia,- dijo, señalándose con un índice translúcido el agujero de bala que atravesaba limpiamente su cabeza.
-Curiosa teoría,- concedió él.
-Aunque hay que reconocer que lo hiciste bien, desde luego,- sonrió con sincera admiración su padre. -Nadie ha sospechado aún de ti, y supongo que el testimonio de un muerto no debe contar mucho en juicio, ¿no? Buen trabajo, hijo.
-Gracias, padre.
-De nada, de nada. Un hijo debe ser independiente de sus padres, ¿y qué mejor manera de conseguirlo que mediante el parricidio?
-La emancipación puede adquirir muchas formas, supongo,- aventuró el joven escritor.
-Claro que tu madre y yo también teníamos planes...- Suspiró su padre.
-Obviamente. Aún erais razonablemente jóvenes.
-No, no; me refiero a planes... contra ti. Hacía mucho tiempo que no podíamos disfrutar de nuestras respectivas vidas, o de progresar como pareja. Tu presencia enturbiaba nuestra relación, me temo.
-Oh,- dijo José.
-¿Sabes lo más curioso de ser un espectro?,- preguntó retóricamente su padre, con un destello de vida en sus muertos ojos.
-No, padre, no lo sé.
-Que todo eso que sale en las películas es mentira. Sobre todo lo de que los muertos no podemos manejar objetos...
Y agarrando la hermosa pluma estilográfica, saltó de la mesa con velocidad sobrenatural en dirección a su hijo. La punta de oro de la pluma, con el grabado que su padre le dedicó en ella, parecía apuntar peligrosamente a la garganta de José.
Cayetano Gea Martín