jueves, diciembre 29, 2005

El hombre que no podía dejar de amar

No le cabía el corazón en el pecho, por más que intentara tapárselo para pasar desapercibio entre la multitud de ojos vanos y de promesas huecas de gente demasiado obstusa para entenderle.

sábado, diciembre 24, 2005

Sueño de una noche incierta


Aquel sueño en la que mis manos se abrieron repletas
De trémula carne de mujer bajo la luna de duelo
De una luna en tierra extraña y en lengua ajena
Se tornó en pesadilla cuando el frío viento alborotó mi pelo
Cuando las horas se vuelven días y los segundos cuevas
Cuevas donde seguir enterrando
Donde enterrar y cavar miserias
Profundo, profundo, ahondando
Hasta los confines de la tierra

Sueño que navego a través de ti
And my petrified eyes can’t follow the wind
Y me lamento de la escarcha en mi pelo aún joven
Del paso en mareas ajenas de los años perdidos
Persiguiendo dulces prohibidos
En joyas carnales que no caben en sobres

Soñé que surco tu piel y muerdo allá donde poso mi boca
Que hueles y sabes a pan de leche bajo mis ojos
Mis ojos, que hoy secan las lágrimas de la derrota
Con áspera y negra tintura de yodo

Sueño que sueño de nuevo con mi sueño de siempre
Que despierto en ese sueño eterno
Para no volver a soñar jamás.

Para siempre soñarte
Cayetano Gea Martín

miércoles, diciembre 21, 2005

Carta al Hacedor (con permiso de Mariel)


Hoy alzo esta plegaria hacia ti, Supremo Hacedor. No sé si esta es la dirección correcta, si te llegará la misiva o la destruirás con gracia eterna antes de siquiera leerla. Como bien sabes, tus designios son inescrutables.

No sé por dónde empezar, ya que ni siquiera creo que existas, de ahí las dificultades que hemos tenido siempre para comunicarnos. Sumado al hecho de que nunca contestas mis cartas, las cartas que te he estado mandando estos años con agnóstica esperanza de respuesta.

En fin, quiero decirte que creo que tu existencia (aunque sea en la imaginación de algunos; que cada palo aguante su vela) es una tara para la humanidad, una esclavitud. No te ofendas. No lo digo con esa intención, bien lo sabes Tú. Sólo digo que las personas están acostumbradas a escudarse en ti cuando las cosas se tuercen, cuando sufren ellos u otros, o lo que es peor, cuando necesitan justificar sus malas acciones. Creo que deberías desaparecer del todo, eliminar tu influencia y permitir que la gente valore más esta vida porque, amigo, creo que es la única.

Ahora debo regañarte, aunque sé que no estás acostumbrado a ello. ¿Cómo dejaste que hicieran sufrir a tu chaval durante varios días? Deberían quitarte el carnet de padre, tío. Y lo que es más, si permitiste que le ocurriera eso, ¿qué no harías con nosotros?

Repito, no sé si te llegará esta carta. Creo que te salió tan mal la creación de la raza humana (no hay más que vernos recién levantados) que has tirado la toalla y huido a algún lejano plano existencial. Eso no se puede hacer, macho. Si la cagas, apechugas. Claro que si realmente estamos hechos a tu imagen y semejanza, lógico que fracases y te rindas: serás como nosotros pero omnipotente… Sólo de pensarlo me entra pavor.

Nada más, me despido de ti. No te mandaré más cartas hasta que decidas contestar las mías. Si no lo haces, tendré que dar por hecho que no existes. Creo que es mejor, eso sí, que no aparezcas. Porque si apareces después de todo lo que has hecho (o no hecho), joder, alguien debería pedirte explicaciones.
Cayetano Gea Martín

sábado, diciembre 17, 2005

Sentí

Entonces, lo ví
Inconfundible verde
Hermosa suerte
Posada sobre mí

Entonces, sentí
Flor de coral
Lengua de cristal
Alma de rubí

Entonces, sufrí
Vida para nunca verte
Muerte para siempre
Calvario sin fin

Entonces, creí
Grisáceos reflejos
Lucha de espejos
Mar de alelí

Al final, comprendí
Que el fasto oropel
Que me iluminó
No era si no
El reflejo cruel
De una vida sin ti
Cayetano Gea Martín

domingo, diciembre 11, 2005

Pierradas IV



Sin noticias de Pierre

Los meses siguientes de la partida de Pierre Menard fueron especialmente duros para mí. Acostumbrado a su presencia constante en mi hogar, y a pesar de las amargas quejas de mi esposa ante tan prolongadas estancias, puedo decir sin miedo a equivocarme que jamás gocé de más digno huésped, maestro y amigo. Por tanto, no ha de extrañar a sus lectores, a los cuales me dirijo en esta ocasión, que añorara tanto su presencia, su conversación y sus gloriosas meteduras de pata. Sí, Pierre había transformado en arte el errar en el momento más inoportuno. Te hacía recordar que, por intrascendente que fuera tu vida, siempre había alguien en peor plano existencial.


Pierre está a la vuelta de la esquina

Cierto triste día de otoño, unos ocho meses después de la partida de Monsieur Menard, descubrí una vieja librería oculta entre el mar de callejones de París. Mientras buscaba alguna edición antigua de poemas de Jean Crèveux (en concreto, la limitada edición de 1878 de la Editorial Les Guilmès), contemplé fascinado el rostro del librero. Éste era un calco exacto del de Pierre. El parecido era tal, que no dudé ni un instante en pensar que mi venerado maestro se hallaba frente a mí. Con una sonrisa que delataba su identidad, el presunto librero me tendió una mano que asustaba de lo sucia que estaba (más de lo que es de por sí común entre franceses), tal y como Menard acostumbraba a llevarlas ambas. En aquel momento, y temiendo que mi mano se derritiera dentro de la suya, me dijo: “Sí, soy yo, viejo amigo. Soy Pierre Menard y usted acaba de desbaratarlo todo”.


Madame Flaucart

Como es lógico, mi sorpresa fue mayúscula al descubrir a mi amigo perdido oculto bajo la modesta apariencia de librero. El diálogo que mantuvimos fue largo y tedioso. Baste aquí decir, a modo de praxis, que Pierre había pasado más de doscientos días oculto de aquella guisa para intentar esquivar las temibles garras de Monsieur LeJanò, carnicero por oficio y marido de Madame Flaucart, con la cual mi querido amigo estuvo manteniendo un apasionado affaire durante casi todo el tiempo de su misteriosa desaparición. Sorprendido ante tamaña revelación, le pregunté a Menard cómo era posible que se hubiera dejado enredar en un asunto de faldas (él siempre alardeaba de estar por encima de bajas pasiones y de instintos carnales). “Ah, amigo mío”, me comentó a queda voz “opináis así porque no conocéis a Madame Flaucart”. Le rogué que me aclarara, aunque fuera someramente, qué tenía esa gentil dama de especial. Entonces, con una expresión en su infortunado rostro mezcla de lujuria, miedo y adicción, Pierre me susurró al oído: “Ella es un aleph”...
Cayetano Gea Martín

jueves, diciembre 08, 2005

SOLEDAD


Soledad, crueldad teñida de gris indiferencia
Noche de camas vacías y sepulcros tribales
De sábanas incómodas, sin coherencia
De cuerpos errantes en almas terminales

Soledad, gris compañera de derrotas
Que arrastro con infame voluntad ilusa
¡Alborada de callejuelas rotas!
¡Señuelo de páginas inconclusas!

Soledad, perdida entre fúnebres restos
Que me haces maldecir y jurar a gritos
Contra mi falaz destino auto impuesto
De andar solo, envuelto en solitarios ritos

¡Soledad, malvado y platónico azar!
Este marchito corazón
Que sigue incapaz de amar
Te sigue entregando su amor
Cayetano Gea Martín

martes, diciembre 06, 2005

A propósito de EL DESIERTO DE LOS TÁRTAROS (Dino Buzzati)


Cuando Dino Buzzati (1906-1972) escribió El desierto de los tártaros, poco se podía imaginar que se convertiría en su novela más afamada.

Este inquieto autor italiano, oriundo de Belluno, había publicado dos novelas cortas anteriormente (Bàrnabo delle montagne y Il segreto del Bosco Vecchio), pero sólo a raíz de la publicación en 1940 del presente libro alcanzó su nombre fama y talla mundial.

Autor poco conocido en España por el público general, en Italia y en el resto de Europa es una figura clave de nuestro pasado siglo, siendo sus máximas la calidad literaria de sus textos, los permanentes trasfondos de preocupación (evocados mediante largas esperas y pesimismo), la intachable ética y el lenguaje de prosa poética que desarrolla siempre admirablemente.

Recuerdo que me acerqué a El desierto de los tártaros porque éste aparecía como uno de los libros recomendados en la Biblioteca personal de Borges, donde el genio argentino se deshacía en halagos hacia el autor y su obra. También recuerdo como dicho libro acaparó toda mi atención desde la primera página, desde el primer párrafo:

"Nombrado oficial, Giovanni Drogo partió una mañana de septiembre de la ciudad para dirigirse a la fortaleza Bastiani, su primer destino".

La imagen, pues, no puede ser más impactante: Un joven oficial destinado a una fortaleza fronteriza fea y deprimente, perdida en lo más alto de las montañas. Detrás de ésta y de la cordillera, se extiende el desierto de los tártaros, cuya incierta amenaza paraliza la vida de los habitantes de la fortaleza, siempre a la espera (durante décadas) de que se produzca aquello que daría sentido a su permanencia allí: un ataque por parte de los tártaros, una eterna calma antes de la tormenta.

Desde aquí, contemplaremos fascinados a la larga espera que sumirá a Drogo en una resignación progresiva, en una frustración ante lo abandonado, el tiempo perdido, los inocuos intentos de carpe diem y el incierto porvenir. Mientras, Drogo desplegará para nosotros una serie de terribles enseñanzas sobre la vida, la libertad, la existencia, el paso de los años y el ir aceptando nuestros propios barrotes, nuestros sueños perdidos.


Existen múltiples ediciones del libro. Las dos más conocidas son la que ofrece Gadir (18 €), y la de Alianza Editorial (7 €), en formato bolsillo. La edición de Gadir, aunque bastante más cara, es en formato de tapa dura y cuenta, cómo no, con un imprescindible prólogo de Borges.


Y para terminar, transcribo aquí este fragmento que para mí resume el estilo literario del autor italiano. Leedlo con atención y saboread cada palabra:

"Tendido en el camastro, fuera del halo de la lámpara de petróleo, mientras fantaseaba sobre su propia vida, a Giovanni Drogo le asaltó repentinamente el sueño. Y mientras tanto, precisamente esa noche (oh, si lo hubiera sabido, quizá no habría tenido ganas de dormir), precisamente esa noche comenzaba para él la irreparable fuga del tiempo.
Hasta entonces había avanzado por la despreocupada edad de la primera juventud, un camino que de niño parece infinito, por el que los años transcurren lentos y con paso ligero, de modo que nadie nota su marcha".
Cayetano Gea Martín

sábado, diciembre 03, 2005

El rebelde


No me ha visto.
El detective de policía no me ha visto.
Puedo observarlo a través del telón gris de mis gafas de sol con cara de confusión, de perplejidad, de niño perdido. Puedo ver cómo registra con incredulidad todo el autobús sin dar conmigo, a pesar de que me tiene delante de sus narices.
Creo que me he vuelto invisible. Creo que soy invisible a ellos desde que me escapé, desde que decidí huir. No pueden verme, ¡no pueden verme! Y ahora soy libre, libre para empezar de cero lejos, muy lejos, todo lo lejos que pueda escapar de sus garras…
Una mano. Una mano se posa sobre mi hombro. La mano del detective. Me mira. Me reconoce. Me pide que me levante. Forcejeo. Intento zafarme. Me golpea en la cabeza. Caigo al suelo. Me duele la cabeza. Me desmayo.

Abro los ojos para contemplar el gris interior de un furgón policial. Las calles mojadas se abren para nosotros, qué honor. Los edificios, monótonos como cajas de zapatos, nos saludan desde las grises cornisas.
El furgón para en un portal cualquiera de una calle cualquiera de cualquier ciudad. Creo que voy a vomitar sobre mis zapatos. Me alzan y me resisto con poca convicción. Ni los policías se lo creen. El detective vuelca sobre mí un último vistazo triunfal antes de desaparecer entre bambalinas. No le volveré a ver. No me entristece. Curiosamente, tampoco me alegra en demasía.
Dos policías clónicos me escoltan hasta un apartamento cualquiera.

El apartamento es idéntico a todos: cocina, salita, baño y dormitorio, sin florituras. Las ventanas sin cortinas semejan ojos de pez que restallan contra la tormenta de fuera. El apartamento parece oscilar como un barco a la deriva. Me mareo y vuelven las náuseas. Vomito sobre el suelo de linóleo.
Los policías me desnudan y me embuten en un pantalón corto, una camiseta blanca de tirantes y unas zapatillas de andar por casa.
Me sientan en el confortable sillón de la sala de estar. Encienden la televisión y me alargan el mando a distancia. Mientras un agente me acerca de la nevera una cerveza, el otro deposita sobre mi regazo un cuenco con patatas fritas.
Acto seguido, se van. Y cierran la puerta. Oigo cómo bajan las escaleras, cómo suben en la furgoneta, arrancan y desaparecen de mi vida.

Estoy solo.
Solo.
Puedo volver a huir.
Puedo levantarme y huir.
Sólo tengo que moverme, y huir.
Entre yo y la libertad, sólo tengo doscientos canales vía satélite.
Puedo huir, si quiero.
Y cuando quiera.
Eh, este canal de viajes no está mal.
Puedo huir.
Quizá mañana.
Siempre puedo huir.
Cambio al canal de cocina.
Cayetano Gea Martín

jueves, diciembre 01, 2005

El amor es la respuesta...

…pero, ¿cuál era la pregunta?


Cayetano Gea Martín