Dichosos aquellos ojos que jamás tuvieron que contemplar lo que los desafortunados míos vieron aquel día eterno en mi destrozada memoria.
Como queda dicho, Manuel encaró en final de su conversación con el demonio con el fin de procurarse una muerte definitiva, eterna y atemporal. Con esto en mente, continuó su plática:
AZAZEL.- ¿Y qué me quería usted pedir, si puede saberse?
MANUEL.- Bien. Llegamos al momento de la praxis. Escuche atentamente…
AZAZEL.- Le escucho.
MANUEL.- Lo que yo quiero pedirle es realmente simple e irrisorio para alguien de su potencial mefistofélico, para alguien de su grandeza demoníaca…
AZAZEL.- Empieza a agotar mi de por si poca paciencia, amigo mío. ¿Qué me quería pedir? ¡Pare quieto de una vez y dígamelo!
MANUEL.- Está bien, ahí va: Quiero que haga naufragar el barco mercante que, años ha, trajo a mi abuelo a las costas de esta ciudad.
AZAZEL.- Pero, entonces…
MANUEL.- Exacto. Si mi abuelo no llega a Barcelona, no conoce a mi abuela y por consiguiente, yo no nazco.
AZAZEL.- Querido amigo, ¡usted busca su completa y absoluta destrucción! ¡Busca una no-existencia en tiempo y espacio!
MANUEL.- Correcto. Será como si nunca hubiera existido, que es lo que quiero: el no haber existido jamás.
AZAZEL.- Eso es imposible e irrealizable. Si yo lo hago y consigo que usted no haya existido nunca, ¿cómo habré tenido entonces esta conversación con usted? Nunca la hubiera tenido y por lo tanto, usted no me hubiera pedido nada, porque no existiría, con lo cual se crearía un bucle espacio-temporal que haría peligrar los cimientos mismos de la realidad.
MANUEL.- No estoy de acuerdo. Si yo no existo, esta conversación y todo lo relativo a mi persona desaparecerá, se borrará de las mentes de todos, como de mis amigos aquí presentes. Nunca podrán afirmar que me conocieron, porque nunca habré existido. Éso es lo que quiero. Éso es lo que le exijo.
AZAZEL.- Es algo muy peligroso, señor VanHerden, jugar así con el tiempo. Las implicaciones se elevan siempre al infinito y rompen la cohesión temporal. No sólo le atañe a usted, sino a todo el universo. Si yo le hago desaparecer del plano de la existencia, usted desaparecería de la mente de sus amigos, con lo que éstas se verían modificadas también. A su vez, aquellas personas que no le conocen pero que han oído hablar de usted por terceros también sufrirían cambios. Y así se va agrandando el círculo hasta sacudir a toda la creación. Es como tirar una piedra en el estanque del universo. ¡No estoy autorizado a realizar algo tan atroz!
__________
Lamento la interrupción en la narración. Las drogas que me han dado hace un rato comienzan a favorecer tanto al sueño como a la producción de saliva, y me resultaría desagradable que este cartón en el que escribo se convirtiera en un charco de babas, por lo que continuaré cuando pueda. Eso sí, intentaré escribir lo que me queda de un tirón.
Añado ahora una cita de un libro que me leí hace poco… Siempre queda bien fardar de entendido.
Buenas noches.
Pues a través del frágil cristal de mi ojo, el universo entero estaba en mí, y todos sus astros brillaban en mí como si yo hubiera sido el infinito.
Leopoldo Lugones, “Ensayo de una cosmogonía en diez lecciones”.
Como queda dicho, Manuel encaró en final de su conversación con el demonio con el fin de procurarse una muerte definitiva, eterna y atemporal. Con esto en mente, continuó su plática:
AZAZEL.- ¿Y qué me quería usted pedir, si puede saberse?
MANUEL.- Bien. Llegamos al momento de la praxis. Escuche atentamente…
AZAZEL.- Le escucho.
MANUEL.- Lo que yo quiero pedirle es realmente simple e irrisorio para alguien de su potencial mefistofélico, para alguien de su grandeza demoníaca…
AZAZEL.- Empieza a agotar mi de por si poca paciencia, amigo mío. ¿Qué me quería pedir? ¡Pare quieto de una vez y dígamelo!
MANUEL.- Está bien, ahí va: Quiero que haga naufragar el barco mercante que, años ha, trajo a mi abuelo a las costas de esta ciudad.
AZAZEL.- Pero, entonces…
MANUEL.- Exacto. Si mi abuelo no llega a Barcelona, no conoce a mi abuela y por consiguiente, yo no nazco.
AZAZEL.- Querido amigo, ¡usted busca su completa y absoluta destrucción! ¡Busca una no-existencia en tiempo y espacio!
MANUEL.- Correcto. Será como si nunca hubiera existido, que es lo que quiero: el no haber existido jamás.
AZAZEL.- Eso es imposible e irrealizable. Si yo lo hago y consigo que usted no haya existido nunca, ¿cómo habré tenido entonces esta conversación con usted? Nunca la hubiera tenido y por lo tanto, usted no me hubiera pedido nada, porque no existiría, con lo cual se crearía un bucle espacio-temporal que haría peligrar los cimientos mismos de la realidad.
MANUEL.- No estoy de acuerdo. Si yo no existo, esta conversación y todo lo relativo a mi persona desaparecerá, se borrará de las mentes de todos, como de mis amigos aquí presentes. Nunca podrán afirmar que me conocieron, porque nunca habré existido. Éso es lo que quiero. Éso es lo que le exijo.
AZAZEL.- Es algo muy peligroso, señor VanHerden, jugar así con el tiempo. Las implicaciones se elevan siempre al infinito y rompen la cohesión temporal. No sólo le atañe a usted, sino a todo el universo. Si yo le hago desaparecer del plano de la existencia, usted desaparecería de la mente de sus amigos, con lo que éstas se verían modificadas también. A su vez, aquellas personas que no le conocen pero que han oído hablar de usted por terceros también sufrirían cambios. Y así se va agrandando el círculo hasta sacudir a toda la creación. Es como tirar una piedra en el estanque del universo. ¡No estoy autorizado a realizar algo tan atroz!
__________
Lamento la interrupción en la narración. Las drogas que me han dado hace un rato comienzan a favorecer tanto al sueño como a la producción de saliva, y me resultaría desagradable que este cartón en el que escribo se convirtiera en un charco de babas, por lo que continuaré cuando pueda. Eso sí, intentaré escribir lo que me queda de un tirón.
Añado ahora una cita de un libro que me leí hace poco… Siempre queda bien fardar de entendido.
Buenas noches.
Pues a través del frágil cristal de mi ojo, el universo entero estaba en mí, y todos sus astros brillaban en mí como si yo hubiera sido el infinito.
Leopoldo Lugones, “Ensayo de una cosmogonía en diez lecciones”.
Cayetano Gea Martín