jueves, abril 28, 2005

El holandés errante, Capítulo Seis

Dichosos aquellos ojos que jamás tuvieron que contemplar lo que los desafortunados míos vieron aquel día eterno en mi destrozada memoria.

Como queda dicho, Manuel encaró en final de su conversación con el demonio con el fin de procurarse una muerte definitiva, eterna y atemporal. Con esto en mente, continuó su plática:

AZAZEL.- ¿Y qué me quería usted pedir, si puede saberse?

MANUEL.- Bien. Llegamos al momento de la praxis. Escuche atentamente…

AZAZEL.- Le escucho.

MANUEL.- Lo que yo quiero pedirle es realmente simple e irrisorio para alguien de su potencial mefistofélico, para alguien de su grandeza demoníaca…

AZAZEL.- Empieza a agotar mi de por si poca paciencia, amigo mío. ¿Qué me quería pedir? ¡Pare quieto de una vez y dígamelo!

MANUEL.- Está bien, ahí va: Quiero que haga naufragar el barco mercante que, años ha, trajo a mi abuelo a las costas de esta ciudad.

AZAZEL.- Pero, entonces…

MANUEL.- Exacto. Si mi abuelo no llega a Barcelona, no conoce a mi abuela y por consiguiente, yo no nazco.

AZAZEL.- Querido amigo, ¡usted busca su completa y absoluta destrucción! ¡Busca una no-existencia en tiempo y espacio!

MANUEL.- Correcto. Será como si nunca hubiera existido, que es lo que quiero: el no haber existido jamás.

AZAZEL.- Eso es imposible e irrealizable. Si yo lo hago y consigo que usted no haya existido nunca, ¿cómo habré tenido entonces esta conversación con usted? Nunca la hubiera tenido y por lo tanto, usted no me hubiera pedido nada, porque no existiría, con lo cual se crearía un bucle espacio-temporal que haría peligrar los cimientos mismos de la realidad.

MANUEL.- No estoy de acuerdo. Si yo no existo, esta conversación y todo lo relativo a mi persona desaparecerá, se borrará de las mentes de todos, como de mis amigos aquí presentes. Nunca podrán afirmar que me conocieron, porque nunca habré existido. Éso es lo que quiero. Éso es lo que le exijo.

AZAZEL.- Es algo muy peligroso, señor VanHerden, jugar así con el tiempo. Las implicaciones se elevan siempre al infinito y rompen la cohesión temporal. No sólo le atañe a usted, sino a todo el universo. Si yo le hago desaparecer del plano de la existencia, usted desaparecería de la mente de sus amigos, con lo que éstas se verían modificadas también. A su vez, aquellas personas que no le conocen pero que han oído hablar de usted por terceros también sufrirían cambios. Y así se va agrandando el círculo hasta sacudir a toda la creación. Es como tirar una piedra en el estanque del universo. ¡No estoy autorizado a realizar algo tan atroz!

__________

Lamento la interrupción en la narración. Las drogas que me han dado hace un rato comienzan a favorecer tanto al sueño como a la producción de saliva, y me resultaría desagradable que este cartón en el que escribo se convirtiera en un charco de babas, por lo que continuaré cuando pueda. Eso sí, intentaré escribir lo que me queda de un tirón.

Añado ahora una cita de un libro que me leí hace poco… Siempre queda bien fardar de entendido.

Buenas noches.


Pues a través del frágil cristal de mi ojo, el universo entero estaba en mí, y todos sus astros brillaban en mí como si yo hubiera sido el infinito.
Leopoldo Lugones, “Ensayo de una cosmogonía en diez lecciones”.
Cayetano Gea Martín

domingo, abril 24, 2005

Acaso nada, segundo intento

Escrito en diez malos minutos de resaca dominguera...
Con Babilonia destruida a sus pies, la risotada del Dios hebreo se podía oír por toda La Creación. Los Dioses Paganos temblaron en sus jaulas de oro y se abrazaban asustados. Conocían que su momento había pasado y que ya, salvo algún panteísta que otro, El Hombre sólo conocería a Uno, sólo amaría a Uno. Horrorizados, se resignaron no obstante a su destino de monos de feria para turistas en lugar de regidores de El Cosmos y de El Hombre. Pero que me condenen si les hizo puñetera gracia.

Te miro y te siento bajo mis brazos, bajo mi pecho, bajo mi sudor en movimiento, bajo mi pene que entona un cántico lunar.

Aquél hombre era malvado y disfrutaba contemplando el dolor ajeno. Cuando alguien le recriminaba, siempre decía: “Eh, ¿y quién no?”.

Y te perdí. Te perdí envuelta por tu sonrisa descocada de felina. Allá te vas, en busca de otros brazos, de otro hombre. ¿Lástima por mí? No, mi amor, por tí. Tu eterna búsqueda no tiene fin, pobre condenada a vagar por el mar, pero a no atracar en ningún puerto.

Sufro y no hay forma de parar ni de controlar el daño que anido en mí. Te odio, vida mía. Si no te odiara tanto te seguiría amando.

Arrodillarme ante ti es lo que me produce mayor placer en la vida. Besar tu espuma, beber de tu fuente, jugar con mi lengua en ti mientras culebreas de placer, mientras oscilas tus caderas, tus caderas que, aunque disfrutan, se cimbrean deseosas de más.

Abomino de tí. No me sirves, no estás bajo el dominio de mi inteligencia ni me aportas nada, apenas un destello fugaz más allá de Orión. Resultas perjudicial para mí. Tu encumbrada ignorancia convencerá a otros vanos, a otros simples, a otros capaces de confundir un prospecto médico con literatura. Abomino de ti, Código Da Vinci de los cojones.

Gracias al influjo de un mal amigo, me veo poseído por el mal de las espirales. En mis sueños, el humo de las cenizas de mis ancestros se eleva hacia el cielo formando espirales eternas. ¡Misteriosas espirales! Me provoca dolor de cabeza y malestar no hallar nunca su centro, su final.
Cayetano Gea Martín

jueves, abril 21, 2005

El holandés errante, Capítulo Cinco - Interludio

Debo comenzar lamentando profundamente que el capítulo anterior fuera cortado así, justo cuando llegaba el momento del clímax. Desgraciadamente, mis carceleros me quitaron cualquier herramienta que permitiera escribir antes de que pudiera continuar. Hoy, un mes después, retomo esta extraña crónica con la esperanza de terminar en breve. Y aunque nos vamos acercando ya por fin a la parte final del relato, a lo que verdaderamente importa, hoy debo efectuar un receso en la historia, antes de relatar la desafortunada conclusión de la odisea demoníaca de Manuel VanHerden.

Antes del final, pues, creo necesarias unas palabras a modo de interludio que aclaren algo más determinados aspectos de la personalidad de VanHerden que considero necesarios tratar.

Como queda dicho, Manuel era inventor. Un inventor dipsómano, además, que sólo conseguía avanzar en la consecución de sus inventos mediante el consumo de alcohol en cantidades no masivas pero constantes. También comenté que cuando estaba solo no recordaba quién era. Este curioso defecto mental suyo fue tratado durante años por médicos y psicólogos, sin llegar ningún especialista a una conclusión acertada. Eso sí, le enseñaron a vivir con ello, intentando transformar su inconsciencia de ego en la consciencia de otro. De tal forma que Manuel, cuando la soledad lo envolvía, acabó creyéndose que era otra persona, hasta que algún amigo le sacaba de su error. Pasó, pues, de una no consciencia a una ajena.

Pero lo más importante de la personalidad de VanHerden era lo siguiente: Manuel era por completo infeliz. Jamás conocí a una persona que se despreciara tanto a sí mismo, que se odiara tanto. Su odio por la vida y por su persona era inconmensurable. Me comentó una vez que siempre que se miraba en el espejo vomitaba del asco que sentía de su imagen, de su piel joven, del calor de su propio cuerpo, del hálito de la vida. Era tan infeliz y desdichado que su mayor deseo era morir, morir de la más espantosa manera imaginable. Pero no se contentaba sólo con eso, sino que además quería asegurarse la completa extinción de su alma, para que cualquier teoría metafísica no pudiera jamás cumplirse. No quería que nada sobreviviera a él, ni alma ni karma. No quería ir al paraíso, ni al infierno, ni reencarnarse, ni ninguna de las múltiples posibilidades que, sabía él, se abrían para el espíritu de los humanos una vez cruzamos el umbral de la muerte.

Empero, ésa era la razón por la que no cejaba de inventar, y por eso invocó al demonio: para asegurarse no ya su muerte, sino su no existencia en ningún plano del espacio o del tiempo.

Ahora podemos ya encarar el final de esta aberrante historia, a la que, creo, le quedan aún un par de capítulos más. Si consigo que las drogas no me atonten más de lo común, aquí estaré.
Cayetano Gea Martín

lunes, abril 18, 2005

Canción de cuna

Cierto es que nunca te he escrito nada. Cierto es que eres la persona sobre la que más tendría que escribir, puesto que eres la persona más importante que tengo en mi vida, junto con los otros dos integrantes de la Trinidad que amo.

¿Por qué siempre olvidamos o no queremos hablar de vosotros? ¿Por qué, a pesar de que somos conscientes de que sois parte esencial de nuestro ser y de que vuestra presencia siempre nos guía y nos acompaña, por qué nos esforzamos en cortar riendas y en volar en soledad o con otras personas que nunca nos amarán con ese amor incondicional con el que amáis, con el que tú me amas? Quizá, la certeza de saber que siempre estarás para recogerme cuando me estrelle hace que no valore lo que me das como se merece.

Has gastado tu juventud en mí, para que yo pudiera gozar de la mía en la libertad que siempre me brindaste, sin más ataduras que las del corazón, la única retribución que pedías.

Ahora que se acerca el día en el que abandonaré el nido, debería hacer una valoración silenciosa de lo dado y lo recibido.

Me has dado tanto, me has enseñado tanto, que ni en mil años podría compensarte, ni en cien vidas más que viviera. Lo único posible es reconocerte como dueña, señora y primera guía de mis pasos. Sólo puedo quererte y amarte con la misma pasión que tu siempre me mostraste. Disfrutar de tu presencia antes del fatídico día, que espero sin esperanzas no llegue jamás, en que te vayas y sea media persona durante lo que me reste de vida.

Sólo puedo quererte como tú a mí y darte las gracias. Gracias, mamá.


Cayetano Gea Martín

viernes, abril 15, 2005

El holandés errante, Capítulo Cuatro

Qué extraño mundo ha de ser éste, si los secretos más grandes de la mente y del alma aún no han podido ser descifrados por la ciencia. Empero, algún día, cabe la esperanza de que desentrañemos completamente los misterios insondables del cosmos. Quizá entonces, lo que pasó aquella, en principio, apacible tarde en Barcelona tenga sentido.

Me encontraba, como queda dicho hasta la saciedad, dentro de un cuadro de El Bosco que surgió cuando Manuel VanHerden invocó a aquel pequeño demonio. El hecho de estar en el infierno, me hizo pensar que tal vez fuera el diablillo quien hubiera invocado a Manuel, y no al revés.

Sea como fuere, y a pesar de mi destrozada mente, pude oír el peculiar diálogo que Manuel y el demonio mantuvieron, el cual reproduzco aquí para solaz y entretenimiento de las personas que lean estas líneas:

MANUEL.- Entonces, si bien le he entendido, no cabe dentro del concepto real de infierno las teorías filosóficas francesas…

DIABLILLO.- Ni las alemanas tampoco, amigo mío. Ni prácticamente ningún pensamiento promulgado por el hombre, salvo, quizá el de Dante y las imágenes de El Bosco. Pero éste último no tiene mérito, ya que también consiguió invocar a un diablo y éste le mostró, como yo a usted, la magnitud real del infierno.

MANUEL.- Lo cual me hace pensar en el motivo por el cual me mostráis una porción del tártaro, mi querido diablo…

DIABLILLO.- Es muy sencillo, realmente… Se llama defensa propia, señor VanHerden. Soy su prisionero, eso es obvio, pero mientras usted me pide lo que me tenga que pedir, yo les llevo a usted y a sus aterrorizados amigos de tour por el infierno… Y llámeme Azazel, hágame el favor…

MANUEL.- Como deseé usted. Comprendo sus motivos más de lo que cree, señor Azazel. Y me parece un precio mínimo a pagar por lo que le quiero pedir a cambio.

AZAZEL.- ¿Está pues, de acuerdo con las condiciones prefijadas?

MANUEL.- ¿Prefijadas? ¿Y dónde se reflejan dichas condiciones?

AZAZEL.- Aquí. (Extrae un documento de su espalda) Artículo 13/666 del Reglamento Demoníaco en cuyo Apartado VI, referente a las Relaciones con los Mortales…

MANUEL.- De acuerdo, de acuerdo. Era solamente curiosidad. Al fin de cuentas, estoy de acuerdo con usted…

AZAZEL.- Perfecto. Aún así, debe firmar este documento con su propia sangre. Aquí tiene. (Le entrega el documento) Es el típico documento administrativo, no tiene por qué leerlo entero. Básicamente, se me exime a mí, como funcionario infernal, de cualquier tipo de responsabilidad en caso de etc., etc.

MANUEL.- Ya le he dicho que estoy completamente de acuerdo con las condiciones. Sé que siempre que se pacta con un demonio se sale perdiendo en el trato, pero considerando las implicaciones de lo que le quiero pedir, cualquier precio a pagar por mi parte me resultaría modesto.

AZAZEL.- ¿Y qué me quería usted pedir, si puede saberse?

MANUEL.- Bien. Llegamos al momento de la praxis. Escuche atentamente…


Cayetano Gea Martín

martes, abril 12, 2005

Conmoción, por Juan José Millás

Llevabas razón, madre, si te significas demasiado, al final te quedas más solo que la una. No volveré a hacerlo. Ahí van, como muestra de mi arrepentimiento, estas líneas hondamente sentidas sobre el Papa: ha muerto un campeón de la libertad, un hombre que llevó a la Iglesia a cotas increíbles de democracia interna y que reconoció los derechos de los colectivos tradicionalmente perseguidos u olvidados, fueran pobres, mujeres, homosexuales o filatélicos (en caso de que la filatelia sea una opción venérea, que ahora no caigo). Su odio a las tiranías fue tal que administró la eucaristía a Pinochet, también conocido como el libertador del Cono Sur, con el que la Iglesia de Juan Pablo II colaboró activamente y sin complejos. Y hablamos de Pinochet por no mencionar a héroes menores como Videla, que llevó a cabo su misión redentora gracias a la eficaz ayuda de los obispos argentinos.

Ojalá que la Iglesia no aproveche este óbito para relegar de nuevo a la mujer a la condición servil de la que Wojtyla la rescató. Ojalá que el Vaticano continúe apostando por las comunidades de base, por los desheredados de la Tierra, como hizo Juan Pablo II al apoyar a los teólogos más comprometidos con la difusión del mensaje de Cristo entre los pobres. Pido a Dios que ilumine a los cardenales para que elijan un sucesor capaz de continuar la revuelta que este hombre llevó a una institución ya de por sí avanzada. ¿O acaso podremos olvidar los españoles la complicidad, dicho sea en el mejor sentido de la palabra, de la jerarquía eclesiástica con Franco, cuyas torturas aplaudió hasta quedarse sin manos? Y es que también Franco, como ha demostrado la historia, era otro campeón de la libertad. ¿Para cuándo su beatificación?

No volveré a quedarme solo. En el futuro repetiré lo que ordene la tele, aunque contradiga mi experiencia. Escribo estas líneas al sol de abril, en la terraza de una cafetería. Nadie, a mi alrededor, da muestras de haber sufrido una gran pérdida, pero deber ser un efecto óptico porque los telediarios hablan de un duelo universal, que afecta a todos y cada uno de los habitantes del planeta. Me rindo, mamá, y en este acto abomino del condón y me adhiero al discurso único.
Juan José Millás

viernes, abril 08, 2005

Tentaciones II

Calor, siento calor, siento mucho calor mientras recorro las calles pecaminosas de esta ciudad impía camino de el monasterio de Nuestra Señora de la Iluminación, mientras me dirijo con decisión a aliviar mis burbujeantes instintos animales.

El fuego que anida en mi pecho y en mis ingles dista mucho de desaparecer. Al contrario, parece como si comenzara a extralimitarse de mi propio organismo, como si fuera a desbordarse, a romper todas las barreras y a inundar todas las calles con su torrente cálido, rojo, infernal. Casi espero, mientras sigo caminando con pasos trémulos hacia mi destino, que la gente me observe y reparen en hebras rojizas o en llamas emanando de mis poros.

Me detengo delante del monasterio mientras procuro tranquilizar al potro desbocado que galopa por mis venas. Con increíble esfuerzo, consigo tirar lo suficiente de las riendas como para reprimirlo, para que espere agazapado el momento de saltar sobre la desafortunada víctima. Intento componer mi semblante en la postura más seria y fría posible, y golpeo a la puerta.

La hermana de guardia, al reconocerme, me franquea la entrada. No puedo evitar pensar que, a pesar de lo asquerosamente fea que resulta su cara y de sus orondas formas, la tomaría ahí mismo y en ese preciso instante. Simulando el infierno que se revuelve en mí, lanzo un suspiro que la monja interpreta, afortunadamente, como una muestra de cansancio.

-Necesitáis descansar, padre, se os nota en la forma de andar- me comenta con compasión la hermana de guardia –Si me lo permitís, os habilitaré la celda de los invitados para que os tumbéis un rato-. Asiento con la cabeza y sigo a la monja a través de la galería principal, tambaleándome y encorvado, para que la presencia de mi falo enhiesto pase desapercibida. Al final llegamos a una pequeña celda compuesta de un simple jergón y una sencilla mesilla de noche. –Avisaré a algunas de las novicias para que os traigan algo de agua, padre- me anuncia la piadosa mujer. Al oír la palabra novicia casi no consigo impedir que mi bestia interior se abra camino a través de mi mente y tome el control total y absoluto de mi ser. Con prometedoras palabras, la insto a tranquilizarse hasta que la desdichada novicia aparezca. No puedo, a pesar del calor que me consume, evitar compadecer a la pobre alma virginal que venga caritativamente a apagar mi sed y descubra que ésta no es de agua…
Cayetano Gea Martín

martes, abril 05, 2005

El holandés errante, Capítulo Tres

Retomo estas crónicas infernales después de dos semanas de permanecer en la sala de aislamiento por agredir con un lápiz a un enfermero. Al final, y gracias a un imperdible, creo que podré continuar escribiendo un poco más, aunque para ello me veo obligado a utilizar mi propia sangre mezclada con ceniza. Pido disculpas, pues, si la letra resulta no todo lo legible que sería menester.

Como empecé a comentar antes, tres fueron los factores iniciantes de mi demencia. El primero, como queda dicho, fue contemplar cómo, aparte de Manuel, sus amigos y yo, el resto de los parroquianos, incluida la rolliza dueña del local, se encontraban muertos y secos como si el tiempo hubiera transcurrido mil años sólo para ellos. Lo segundo que pude constatar fue que el local entero parecía sangrar. Las paredes latían y habían adquirido una tonalidad translúcida que permitía observar riachuelos de sangre subiendo y bajando, y derramándose por el suelo. Grotescos racimos de enormes costillares, calaveras no del todo humanas, extrañas formaciones coralinas purpúreas y grandes porciones de intestinos servían de demoníaca decoración.

Aquel segundo factor, por sí solo, ya hubiera bastado para convertirme en la criatura babeante y de esfínteres sueltos que soy ahora, pero lo tercero que mis malditos ojos vieron impedirá que vuelva a caminar entre los hombres en algún lejano día.

Debido a la imagen grotesca de cuadro de El Bosco que se desarrollaba ante mí, decidí fijar mi atención en algo cotidiano, en algo sencillo. Por ello, contemplé esperanzado el paisaje que, supuse, se desarrollaría en el exterior del bar, en el trabajador barrio del Poble Sec, donde, según mi madre (biógrafa no oficial), había transcurrido la juventud de Joan Manuel Serrat. Dudo que dicho cantautor hubiera reconocido lo que se veía desde la ventana.

Me resulta imposible describir en todo su horror y magnificencia lo que se extendía ante mis ojos. Cualquier intento sería en vano, no obstante, y para el buen entendimiento de la historia (aunque está claro que el narrador de la misma, es decir, yo, hace tiempo que perdió el hilo de la misma), puedo decir que fuera del bar se extendía una zona infinita de tierras baldías rugientes de fuego, fuego que surgía por las numerosas grietas de aquel paisaje desolado, llenando el cielo de rojo fulgor y de negra y espesa humareda. Por aquella superficie, reptaban las más horribles criaturas fruto de la mente más depravada. Ni Lovecraft, en toda su horrenda imaginación, hubiera concebido tamaño tabernáculo del caos: gigantescos escarabajos corináceos de más de siete metros de altura creaban su redondo alimento a base de putrefactos fragmentos humanos; ejércitos de rojos diablos alados combatían contra translúcidos dragones; espantosas figuras semihumanas se arrastraban por el suelo, dejando tras de sí nauseabundos regueros de baba blanca cubierta de inmundos gusanos de doble cabeza; criaturas reptilianas de todo tamaño y composición corrían desaforadamente de un lado a otro, cazándose, devorándose, penetrándose; rostros de gente que antaño conocí flotaban en el aire y proferían a gritos mil y un reproches contra mi persona; y, por debajo y por encima de todo y de todos, una sensación, un pensamiento, una inteligencia maligna traspasaba mi alma y me llevaba a la desesperación más absoluta que jamás conociera hombre alguno.

Ahora debo detenerme… Imposible continuar por hoy… Mañana quizá…

Cayetano Gea Martín

viernes, abril 01, 2005

Un juego

A la memoria de Macedonio Fernández, el Primer Motor…

Hoy no me apetece escribir… Hoy, mis ojos se van detrás de las mujeres que comienzan a florecer en primavera, y mis narices se inundan de polen de gramíneas, de terribles gramíneas, que me atacan como un ejército invisible.

Hoy he decidido que seas tú, amado o amada lector o lectora, el que escriba o la que escriba. Desde aquí soy capaz de sentir tu inteligencia, sí, la cual debes utilizar para caer bien a los demás o para ligar con chicas, o con chicos. ¡Oh, amado o amada lector o lectora! En este odioso u odiosa mundo o munda de perros o perras, lo político o políticamente correcto o correcta nos obliga u obligo a nombrar constantemente a ambos o ambas géneros o géneras, lo cual dificulta o dificulto notablemente la labor comunicativa, no sé si estarás de acuerdo o acuerda. Claro, que dependerá en parte de si eres hombre o mujer o un sofá cama.

¿Qué es lo eterno, me preguntas? Bien. Vayamos por partes: ¿eres lector o lectora? Si eres lector, te daré la respuesta rápida. Si eres lectora (y además atractiva, aunque en ese sentido soy de amplio espectro), te daré la respuesta larga a la sombra de un café o infusión, mientras me explayo en pensamientos filosóficos de mercadillo de ocasión.

Para los lectoras (las damas primero, que ante todo soy educado y clásico), podría decirse que la eternidad es {dejando aparte los imposibles soliloquios [de esos que intentan desmigajar el cosmos como si de un pastel se tratase (y no un pastel demasiado digestivo, además), dividiéndolo en pequeños fragmentos inteligibles (lo cual no hace que sea menos tragable el conjunto de la monumental tarta)] de los pensadores alemanes [que además eran todos unos señores muy serios con barbas muy largas (y yo nunca me fío de la gente con barba, que parece que ocultan algo)]} ir de compras con mi madre.

Para los lectores. La eternidad es ir de compras con vuestras respectivas madres, novias o amigas. Lo de la novia o amiga lo puedo entender: al fin de cuentas, los varones somos poco kantianos y obramos siempre para obtener un beneficio. Si vas de compras con la novia, lo obtendrás seguro y a corto plazo. Si vas con una amiga, puede que lo obtengas en un futuro cercano. Pero ir de compras con mamá, como voy yo, aparte de masoquista es infructuoso, ya que tu madre (esa santa mujer) va a quererte aunque abandones la carrera y te apuntes a la cienciología.

Me ha gustado hablar mucho contigo, querido lector o lectora. Siempre te había escrito desde mi sitio y tú me habías leído desde el tuyo. Más que una comunicación, era un toma ésto y me lo comentas, que para eso el que piensa aquí soy yo… Aunque Pedro es aún más engreído que yo, pero es que los genios somos así. Bromas aparte, (en el caso de que esté hablando en broma) ha sido hermoso el haber quedado en esta plazoleta común. Tenemos que repetir la experiencia algún día. Prometo dejarte hablar a ti la próxima vez.

Cayetano Gea Martín