Debo comenzar lamentando profundamente que el capítulo anterior fuera cortado así, justo cuando llegaba el momento del clímax. Desgraciadamente, mis carceleros me quitaron cualquier herramienta que permitiera escribir antes de que pudiera continuar. Hoy, un mes después, retomo esta extraña crónica con la esperanza de terminar en breve. Y aunque nos vamos acercando ya por fin a la parte final del relato, a lo que verdaderamente importa, hoy debo efectuar un receso en la historia, antes de relatar la desafortunada conclusión de la odisea demoníaca de Manuel VanHerden.
Antes del final, pues, creo necesarias unas palabras a modo de interludio que aclaren algo más determinados aspectos de la personalidad de VanHerden que considero necesarios tratar.
Como queda dicho, Manuel era inventor. Un inventor dipsómano, además, que sólo conseguía avanzar en la consecución de sus inventos mediante el consumo de alcohol en cantidades no masivas pero constantes. También comenté que cuando estaba solo no recordaba quién era. Este curioso defecto mental suyo fue tratado durante años por médicos y psicólogos, sin llegar ningún especialista a una conclusión acertada. Eso sí, le enseñaron a vivir con ello, intentando transformar su inconsciencia de ego en la consciencia de otro. De tal forma que Manuel, cuando la soledad lo envolvía, acabó creyéndose que era otra persona, hasta que algún amigo le sacaba de su error. Pasó, pues, de una no consciencia a una ajena.
Pero lo más importante de la personalidad de VanHerden era lo siguiente: Manuel era por completo infeliz. Jamás conocí a una persona que se despreciara tanto a sí mismo, que se odiara tanto. Su odio por la vida y por su persona era inconmensurable. Me comentó una vez que siempre que se miraba en el espejo vomitaba del asco que sentía de su imagen, de su piel joven, del calor de su propio cuerpo, del hálito de la vida. Era tan infeliz y desdichado que su mayor deseo era morir, morir de la más espantosa manera imaginable. Pero no se contentaba sólo con eso, sino que además quería asegurarse la completa extinción de su alma, para que cualquier teoría metafísica no pudiera jamás cumplirse. No quería que nada sobreviviera a él, ni alma ni karma. No quería ir al paraíso, ni al infierno, ni reencarnarse, ni ninguna de las múltiples posibilidades que, sabía él, se abrían para el espíritu de los humanos una vez cruzamos el umbral de la muerte.
Empero, ésa era la razón por la que no cejaba de inventar, y por eso invocó al demonio: para asegurarse no ya su muerte, sino su no existencia en ningún plano del espacio o del tiempo.
Ahora podemos ya encarar el final de esta aberrante historia, a la que, creo, le quedan aún un par de capítulos más. Si consigo que las drogas no me atonten más de lo común, aquí estaré.
Antes del final, pues, creo necesarias unas palabras a modo de interludio que aclaren algo más determinados aspectos de la personalidad de VanHerden que considero necesarios tratar.
Como queda dicho, Manuel era inventor. Un inventor dipsómano, además, que sólo conseguía avanzar en la consecución de sus inventos mediante el consumo de alcohol en cantidades no masivas pero constantes. También comenté que cuando estaba solo no recordaba quién era. Este curioso defecto mental suyo fue tratado durante años por médicos y psicólogos, sin llegar ningún especialista a una conclusión acertada. Eso sí, le enseñaron a vivir con ello, intentando transformar su inconsciencia de ego en la consciencia de otro. De tal forma que Manuel, cuando la soledad lo envolvía, acabó creyéndose que era otra persona, hasta que algún amigo le sacaba de su error. Pasó, pues, de una no consciencia a una ajena.
Pero lo más importante de la personalidad de VanHerden era lo siguiente: Manuel era por completo infeliz. Jamás conocí a una persona que se despreciara tanto a sí mismo, que se odiara tanto. Su odio por la vida y por su persona era inconmensurable. Me comentó una vez que siempre que se miraba en el espejo vomitaba del asco que sentía de su imagen, de su piel joven, del calor de su propio cuerpo, del hálito de la vida. Era tan infeliz y desdichado que su mayor deseo era morir, morir de la más espantosa manera imaginable. Pero no se contentaba sólo con eso, sino que además quería asegurarse la completa extinción de su alma, para que cualquier teoría metafísica no pudiera jamás cumplirse. No quería que nada sobreviviera a él, ni alma ni karma. No quería ir al paraíso, ni al infierno, ni reencarnarse, ni ninguna de las múltiples posibilidades que, sabía él, se abrían para el espíritu de los humanos una vez cruzamos el umbral de la muerte.
Empero, ésa era la razón por la que no cejaba de inventar, y por eso invocó al demonio: para asegurarse no ya su muerte, sino su no existencia en ningún plano del espacio o del tiempo.
Ahora podemos ya encarar el final de esta aberrante historia, a la que, creo, le quedan aún un par de capítulos más. Si consigo que las drogas no me atonten más de lo común, aquí estaré.
Cayetano Gea Martín
2 comentarios:
"Empero, ésa era la razón por la que no cejaba de inventar, y por eso invocó al demonio: para asegurarse no ya su muerte, sino su no existencia en ningún plano del espacio o del tiempo.
Ahora podemos ya encarar el final de esta aberrante historia, a la que, creo, le quedan aún un par de capítulos más. Si consigo que las drogas no me atonten más de lo común, aquí estaré."
que es todo esto amigo?.. no sabes lo inspirador que es!!! puedo basar mucho.. Mucho!!!
Basa todo lo que quieras, amigo Dannyd... Te devuelvo elogios con respecto a tu página, por la cual me pienso pasar ahora mismo... Mis ocupaciones diarias hacen que sobretodo aproveche los domingos para estar por aquí...
¡Ya verás cómo termina todo! Je, je...
Un abrazao
Publicar un comentario