Llevabas razón, madre, si te significas demasiado, al final te quedas más solo que la una. No volveré a hacerlo. Ahí van, como muestra de mi arrepentimiento, estas líneas hondamente sentidas sobre el Papa: ha muerto un campeón de la libertad, un hombre que llevó a la Iglesia a cotas increíbles de democracia interna y que reconoció los derechos de los colectivos tradicionalmente perseguidos u olvidados, fueran pobres, mujeres, homosexuales o filatélicos (en caso de que la filatelia sea una opción venérea, que ahora no caigo). Su odio a las tiranías fue tal que administró la eucaristía a Pinochet, también conocido como el libertador del Cono Sur, con el que la Iglesia de Juan Pablo II colaboró activamente y sin complejos. Y hablamos de Pinochet por no mencionar a héroes menores como Videla, que llevó a cabo su misión redentora gracias a la eficaz ayuda de los obispos argentinos.
Ojalá que la Iglesia no aproveche este óbito para relegar de nuevo a la mujer a la condición servil de la que Wojtyla la rescató. Ojalá que el Vaticano continúe apostando por las comunidades de base, por los desheredados de la Tierra, como hizo Juan Pablo II al apoyar a los teólogos más comprometidos con la difusión del mensaje de Cristo entre los pobres. Pido a Dios que ilumine a los cardenales para que elijan un sucesor capaz de continuar la revuelta que este hombre llevó a una institución ya de por sí avanzada. ¿O acaso podremos olvidar los españoles la complicidad, dicho sea en el mejor sentido de la palabra, de la jerarquía eclesiástica con Franco, cuyas torturas aplaudió hasta quedarse sin manos? Y es que también Franco, como ha demostrado la historia, era otro campeón de la libertad. ¿Para cuándo su beatificación?
No volveré a quedarme solo. En el futuro repetiré lo que ordene la tele, aunque contradiga mi experiencia. Escribo estas líneas al sol de abril, en la terraza de una cafetería. Nadie, a mi alrededor, da muestras de haber sufrido una gran pérdida, pero deber ser un efecto óptico porque los telediarios hablan de un duelo universal, que afecta a todos y cada uno de los habitantes del planeta. Me rindo, mamá, y en este acto abomino del condón y me adhiero al discurso único.
Ojalá que la Iglesia no aproveche este óbito para relegar de nuevo a la mujer a la condición servil de la que Wojtyla la rescató. Ojalá que el Vaticano continúe apostando por las comunidades de base, por los desheredados de la Tierra, como hizo Juan Pablo II al apoyar a los teólogos más comprometidos con la difusión del mensaje de Cristo entre los pobres. Pido a Dios que ilumine a los cardenales para que elijan un sucesor capaz de continuar la revuelta que este hombre llevó a una institución ya de por sí avanzada. ¿O acaso podremos olvidar los españoles la complicidad, dicho sea en el mejor sentido de la palabra, de la jerarquía eclesiástica con Franco, cuyas torturas aplaudió hasta quedarse sin manos? Y es que también Franco, como ha demostrado la historia, era otro campeón de la libertad. ¿Para cuándo su beatificación?
No volveré a quedarme solo. En el futuro repetiré lo que ordene la tele, aunque contradiga mi experiencia. Escribo estas líneas al sol de abril, en la terraza de una cafetería. Nadie, a mi alrededor, da muestras de haber sufrido una gran pérdida, pero deber ser un efecto óptico porque los telediarios hablan de un duelo universal, que afecta a todos y cada uno de los habitantes del planeta. Me rindo, mamá, y en este acto abomino del condón y me adhiero al discurso único.
Juan José Millás
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