Calor, siento calor, siento mucho calor mientras recorro las calles pecaminosas de esta ciudad impía camino de el monasterio de Nuestra Señora de la Iluminación, mientras me dirijo con decisión a aliviar mis burbujeantes instintos animales.
El fuego que anida en mi pecho y en mis ingles dista mucho de desaparecer. Al contrario, parece como si comenzara a extralimitarse de mi propio organismo, como si fuera a desbordarse, a romper todas las barreras y a inundar todas las calles con su torrente cálido, rojo, infernal. Casi espero, mientras sigo caminando con pasos trémulos hacia mi destino, que la gente me observe y reparen en hebras rojizas o en llamas emanando de mis poros.
Me detengo delante del monasterio mientras procuro tranquilizar al potro desbocado que galopa por mis venas. Con increíble esfuerzo, consigo tirar lo suficiente de las riendas como para reprimirlo, para que espere agazapado el momento de saltar sobre la desafortunada víctima. Intento componer mi semblante en la postura más seria y fría posible, y golpeo a la puerta.
La hermana de guardia, al reconocerme, me franquea la entrada. No puedo evitar pensar que, a pesar de lo asquerosamente fea que resulta su cara y de sus orondas formas, la tomaría ahí mismo y en ese preciso instante. Simulando el infierno que se revuelve en mí, lanzo un suspiro que la monja interpreta, afortunadamente, como una muestra de cansancio.
-Necesitáis descansar, padre, se os nota en la forma de andar- me comenta con compasión la hermana de guardia –Si me lo permitís, os habilitaré la celda de los invitados para que os tumbéis un rato-. Asiento con la cabeza y sigo a la monja a través de la galería principal, tambaleándome y encorvado, para que la presencia de mi falo enhiesto pase desapercibida. Al final llegamos a una pequeña celda compuesta de un simple jergón y una sencilla mesilla de noche. –Avisaré a algunas de las novicias para que os traigan algo de agua, padre- me anuncia la piadosa mujer. Al oír la palabra novicia casi no consigo impedir que mi bestia interior se abra camino a través de mi mente y tome el control total y absoluto de mi ser. Con prometedoras palabras, la insto a tranquilizarse hasta que la desdichada novicia aparezca. No puedo, a pesar del calor que me consume, evitar compadecer a la pobre alma virginal que venga caritativamente a apagar mi sed y descubra que ésta no es de agua…
El fuego que anida en mi pecho y en mis ingles dista mucho de desaparecer. Al contrario, parece como si comenzara a extralimitarse de mi propio organismo, como si fuera a desbordarse, a romper todas las barreras y a inundar todas las calles con su torrente cálido, rojo, infernal. Casi espero, mientras sigo caminando con pasos trémulos hacia mi destino, que la gente me observe y reparen en hebras rojizas o en llamas emanando de mis poros.
Me detengo delante del monasterio mientras procuro tranquilizar al potro desbocado que galopa por mis venas. Con increíble esfuerzo, consigo tirar lo suficiente de las riendas como para reprimirlo, para que espere agazapado el momento de saltar sobre la desafortunada víctima. Intento componer mi semblante en la postura más seria y fría posible, y golpeo a la puerta.
La hermana de guardia, al reconocerme, me franquea la entrada. No puedo evitar pensar que, a pesar de lo asquerosamente fea que resulta su cara y de sus orondas formas, la tomaría ahí mismo y en ese preciso instante. Simulando el infierno que se revuelve en mí, lanzo un suspiro que la monja interpreta, afortunadamente, como una muestra de cansancio.
-Necesitáis descansar, padre, se os nota en la forma de andar- me comenta con compasión la hermana de guardia –Si me lo permitís, os habilitaré la celda de los invitados para que os tumbéis un rato-. Asiento con la cabeza y sigo a la monja a través de la galería principal, tambaleándome y encorvado, para que la presencia de mi falo enhiesto pase desapercibida. Al final llegamos a una pequeña celda compuesta de un simple jergón y una sencilla mesilla de noche. –Avisaré a algunas de las novicias para que os traigan algo de agua, padre- me anuncia la piadosa mujer. Al oír la palabra novicia casi no consigo impedir que mi bestia interior se abra camino a través de mi mente y tome el control total y absoluto de mi ser. Con prometedoras palabras, la insto a tranquilizarse hasta que la desdichada novicia aparezca. No puedo, a pesar del calor que me consume, evitar compadecer a la pobre alma virginal que venga caritativamente a apagar mi sed y descubra que ésta no es de agua…
Cayetano Gea Martín
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