Manuel era una criatura de viva imaginación, y gustaba de beber, de hablar y de crear inventos en los bares, no en los apartados estudios que suelen emplear los genios para poner en funcionamiento sus cerebros. Manuel, no. Manuel pensaba a la vez que hablaba y bebía. Era incapaz casi de recordar quién era cuando estaba solo. Afortunadamente, un hombre tan extrovertido como él sólo disfrutaba de la soledad cuando iba al baño. De allí salía con cara de perro extraviado, y los parroquianos, si estaba en algún bar, o su familia, si estaba en casa, le lanzaban cualquier pregunta al azar. Él la atrapaba en el aire, febril de conocimientos, y recuperaba su intermitente memoria.
Tuve el placer de conocerle en una visita azarosa que hice años ha a Barcelona. Entré a pedir permiso para orinar en el primer bar que pude ver que tenía dueña y no dueño (las mujeres nunca niegan a nadie una necesidad fisiológica primaria, no como los despiadados hombres), cerca del Poble Sec. Allí, un coro de fieles rodeaba a Manuel, al que todos llamaban el Holandés Errante, en honor de aquel abuelo suyo que desembarcó en el puerto.
Mis oídos, hasta entonces concentrados en la melodiosa voz de la dueña del bar, se dirigieron hacia las palabras que aquel pequeño joven vestido por entero de blanco iba soltando por una boca de afilados labios… una maravillosa retahíla de sandeces. Manuel juraba delante de sus compañeros de tequila y ron que la clave para viajar en el tiempo residía en capturar, mediante un invento suyo que sostenía en esos momentos entre sus manos, algún pequeño diablillo, porque, como bien sabe todo el mundo, los demonios, incluso los de menor pedigrí, son capaces de trasladarse de una edad a otra, y así llevan a cabo las mayores travesuras que se pueda uno imaginar.
Tamaña estulticia no dejó, sin embargo, de sorprenderme, así como las febriles miradas de aprobación de sus compañeros. Me acerqué al grupo y el nieto de aquel original VanHerden me dedicó una mirada de complicidad y me alargó una banqueta para que me sentara a su lado. Hechas las presentaciones pertinentes, Manuel extrajo de su chaqueta blanca una especie de pequeña jaula de madera con la que, imaginé. se proponía capturar algún diablo menor. Depositó con ceremoniosa parsimonia la cajita en el centro de la mesa y accionó una pequeña palanca que llevaba adosada el curioso artilugio. Una luz ambarina nació en el interior de la jaula. Se extendió hasta llenarla por completo y comenzó a girar dentro de la caja, cada vez más deprisa, hasta irse tornando poco a poco de color rojo. Cuando ya poseía la tonalidad más magenta que imaginarse pueda, un fogonazo blanco nos cegó a todos. Cuando la luz desapareció, observamos que una pequeña y acurrucada figura rojiza temblaba dentro de la jaula. El diablillo nos observaba con amarillentos ojos, difícil era precisar si con miedo o curiosidad, mientras se iba incorporando hasta ponerse de pié en su inesperada prisión.
Creo que es complicado transmitir la sensación de estupor que nos produjo a todos, menos a Manuel, la presencia de aquel ser rojo que apestaba a azufre. Tampoco tuvimos tiempo de maravillarnos en exceso, o de replantearnos nuestro ateísmo, ya que los acontecimientos posteriores superan, en mucho, nuestra sorpresa inicial. Pero eso habrá de tener que ser contado otro día, ya que la enfermera jefe me acaba de sedar, por lo que pasaré las próximas doce horas durmiendo plácidamente. Continuaré esta disparatada historia, pues, más tarde.
Cayetano Gea Martín
3 comentarios:
A ver si sigues inspirado cuando despiertes :P
1beso!
Ja, ja, ja...
Estoy en ello, estoy en ello...
Me esta gustando mucho, has conseguido dejarme con la intriga... Que hara el duendecillo? A ver si continuas pronto la hitoria. Un besito cuenquil
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