-Hola, ¿puedo pasar? -Claro,- dijo él franqueándole la puerta. Maribel cruzó veloz, al ritmo constante de sus caderas embutidas en los vaqueros, rumbo a poniente, hacia la esquina más discreta del salón, donde se sentó, con sus lindas manos entrelazadas, formando una perpendicular con sus largas piernas. La superficie blanca y tersa de las pantorrillas se encontraba cubierta con el vello rubio tan propio de ella como sus ojos azules de envidiable herencia materna. Sin embargo, y a pesar de estar más que acostumbrado a la visión de Maribel, todas aquellas peculiaridades físicas y estéticas le provocaron a Fidel en el estómago una extraña sensación de entropía gástrica, de abandono sistémico, de lejanía. Se encontraba en el puerto, en el viejo puerto del pueblo de su niñez, viendo a la persona que más quería en el mundo subirse a un barco que se alejaría, poco a poco, de su orilla.
-Bueno, ¿qué tal estás? -Bien-, respondió él, sin demasiadas ganas de hablar, de comunicarse. No hubiera sabido tampoco a ciencia cierta qué decir, cómo encarar las cosas en aquella situación horrible, fea y viscosa. Rememoraba años ha, cuando todo parecía nuevo, que él era el primero que descubría las maravillas y las miserias de la vida. Conoció el amor y el dolor, sobre todo este último, y siempre le dio mucho miedo. Además, descubrió que el dolor nunca desaparecía, comprobó con desilusión infinita que por muy viejo que te hagas o que tus hábitos te vuelvan, el dolor siempre estará ahí, para recordarte que estás vivo y que, a lo mejor, quién sabe, estarías mejor muerto.
-Me enteré de lo de Carlos... lo lamento profundamente. -Gracias-, contestó él, cuya mente se encontraba en cualquier parte, en todas partes, sobrevolando cual Dios omnipresente sobre los demás, pobres mortales, incluso sobre el feo y gris hospital donde el mejor amigo de Fidel reposaba en paz, en un coma del cual podría ser que no saliera jamás. La vida puede ser tan cojonuda, pensó con amargura. Qué bien, yupi, saltemos de alegría, cantemos al Señor, olé. Si tuviera más valor, pensó, si tuviera las pelotas necesarias para hacerlo, le ponía fin a todo esto.
Oh, pero no, pensó, en vez de eso, prefiero quedarme en esta casa oscura, deprimente, demasiado grande y fría, como un laberinto sin puertas ni paredes, un laberinto como una pista de hielo, desolador; demasiado fácil me resulta aquí llorarle a la soledad, dedicarle versos oscuros desde esta atalaya destemplada y triste, perdido en ella, como un perro solo en medio de un parque de un barrio de una ciudad de un país extraño.
Y además, viejo amigo, continuó pensando, tendrás que aguantarte las lágrimas que a buen seguro querrán escapar de tus cansados ojos en cuanto ella comience a decir lo que ha venido a decir. Un nido de ratas se pondrán de acuerdo para empezar a roer tus tripas dentro de seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno, cero.
-He venido, -comenzó Maribel, -a despedirme. Lamento que no sea ni el mejor momento ni las mejores circunstancias para ello. Pero, sinceramente, no creo que nunca lo sean, papá.
Cayetano Gea Martín
5 comentarios:
Siempre terrible el momento del adios, no importan las circunstancias ni las palabras.
Como de costumbre lo degusté.
Saludos.
Bello y desolado...
Besos melancólicos***
Isa: Gracias por los, como siempre, inmerecidos elogios ;)
Besos
Dalia: graciasgraciasgracias... Besos desde la torre
Ummmm, me encantó. Un nido de ratas, ajá, así son a veces las despedidas o sencillamente la vida.
Na de besos, me debes uno y ya no te ajunto...
Jejeje... Como habrás podido comprobar, tus amenazas son vanas... ¡Ya he respondido tu correo, leñe! Ya no tienes que seguir conteniendo la respiración
Publicar un comentario