viernes, octubre 05, 2007

2.El cambio

Un señor que pierde cada mañana más de una hora en acicalarse y de la cual invierte treinta minutos en observarse frente al espejo, se levanta una mañana y al exponerse ante él descubre que ya no es el mismo que se acostó la noche anterior. Algo que en principio le llena de espanto pero a lo que pronto se acostumbrará. Lo primero de todo será descubrir en quién se ha convertido, si es otro señor que ya existe y con el cual ha intercambiado su alma o si se trata de un cuerpo nuevo en el que ejercitar su alma. Este señor se encuentra más cómodo en su nuevo cuerpo, que le parece hecho a la medida de sus necesidades y aspiraciones. Se observa con cuidado de no perder detalle de su nuevo chasis. Se aproxima al espejo y se aleja, da media vuelta y se mira por encima del hombro. No hay duda, este señor se siente mucho más cómodo en este cuerpo nuevo. Pero su alegría comienza a verse enturbiada cuando piensa que ya no podrá acudir al trabajo porque nadie le reconocerá, todos verán en él a un extraño. Su alegría termina por difuminarse cuando recuerda que la mujer a la que ama tampoco le reconocerá y que le tomará por un pretendiente que se toma demasiadas libertades con ella. Podría, sin embargo, tratar de hacer ver a los demás que él es él y no lo que hay fuera. Podría mostrar una serie de señas y recuerdos que sólo él guarda conjuntamente con otras personas. A la mujer a la que ama podría recordarle el beso en el café de la esquina o el viaje a Roma y a los compañeros de trabajo el problema con la empresa alemana o el apaño en las cuentas del año anterior. Pero le atemoriza pensar que sólo vean en él a un impostor que trata de suplantar al verdadero señor, que probablemente esté de vacaciones o tenga algún problema familiar. Se dirige hacia el armario y descubre un traje que no es suyo (y unos excelentes Martinelli de piel), pero que le viene perfecto a este nuevo cuerpo en el que se ha incorporado. En el bolsillo interior de la chaqueta hay una tarjeta en la que figura un nombre y apellidos de un señor al que no conoce y el nombre de una empresa que tampoco conoce. Comprende este señor que se encuentra en el cuerpo de un ejecutivo y que, probablemente ese mismo señor se encuentre en su antiguo cuerpo, un cuerpo de secretario. La sonrisa que en principio mostró este señor al contemplarse en el espejo ha desaparecido ya por completo y ahora sus pensamientos se orientan tan sólo a la misión de regresar a su antiguo estado, al del cuerpo enclenque y torpe, pero su cuerpo a fin de cuentas, sin el que ahora no comprende la vida. No le será posible enfrentarse a ella. Al salir a la calle, indeciso, temeroso por si se cruza con alguien que pueda reconocerle por su aspecto externo (sería harto más sorprendente que lo hicieran por el interno), percibe decenas de miradas sobre él, sobre todo de mujeres que parecen insinuarse a través de sus ojos, sus caderas y sus labios. En un café cercano a su oficina toma un café mientras lee la prensa. Una mujer se acerca a él y le pide fuego. Ella sostiene un cigarrillo entre sus dedos índice y medio mientras él busca, con gesto torpe y apresurado, en los bolsillos de la chaqueta. Tiende hacia ella una mano temblorosa que ofrece un mechero de plata con una iniciales grabadas. Ella le pregunta si puede sentarse en la mesa. Él accede. La mujer es hermosa. Conversación intrascendente en la que él se imbuye poco a poco. Se dirigen a un hotel. Comienza de nuevo a creer en su suerte y en la imposibilidad de que el universo esté regido por el azar. Hay algo más, piensa. No es azar la compañía de esta mujer que se desnuda lentamente, que le desnuda lentamente. No es azar el beso en la boca y en el pecho, ni la caricia en el vientre que se sumerge a territorios más cálidos. No es azar tampoco que se dirija hacia una mesa donde dejó su bolso y coja unas esposas y le encadene a la cama y le deje allí tirado, no sin antes soltarle una arenga feminista y resentida. No es azar que él no crea en el azar. No es azar que le desee la muerte al que estuvo antes en este cuerpo de un apuesto señor.
P.G.V.

3 comentarios:

Germánico dijo...

Es interesante observar cómo nuestro cuerpo está indisolublemente unido a nuestra identidad. Lo está realmente hasta tal punto que la fantasía de este relato es inconcebible, como bien sabes, y una mente no puede ocupar el cerebro de otro; pero además lo está de piel afuera, en un ser social como es el hombre en el que la identidad está trabada en una intrincada red de relaciones.

Pedro Garrido dijo...

Como habrás comprobado, germánico, tengo personalidad múltiple y ciertas situaciones que a una de mis personalidades le parecen inconcebibles a la otra le parecen buenos materiales para construir una historia. Construir ficciones puede ser una enriquecedora experiencia, siempre que no lleguemos a creérnoslas del todo.
Nuestra identidad (¿qué es eso?) está ligada tantyo a esa noción falsa del yo como a nuestra exterioridad, como bien dices y eso determina, queramos o no, nuestra red de relaciones con los demás y con nosotros mismos. Yo, por ejemplo me debato ahora entre escribir novela o ensayo (¿qué hacer? seguramente termine por hacer ambas cosas para volverme algo más loco).

Un saludo.

Margot dijo...

Chapó, señor Pedro...

El papel de la femi me gustó especialmente... jeje.