Y fue aquella mañana, camino del trabajo, cuando, leyendo el libro “Novecento”, de Alessandro Baricco, se le ocurrió un nuevo cálculo: si tenía veintisiete años le quedaban, más o menos, en torno a cincuenta o sesenta años más de vida por delante. Teniendo en cuenta que su ritmo de lectura era de unos tres libros al mes, pudo calcular rápidamente que desde ahora hasta el día de su muerte le daría tiempo a leer unos dos mil libros. Por causas azarosas, se le antojó que la cantidad exacta de libros sería de dos mil siete. No sabría decir por qué, quizá una corazonada, quizá una coincidencia forjada en su mente a ritmo de calendario, pero estaba totalmente convencido de ello: dos mil siete libros hasta el día de su muerte, a contar desde hoy.
Su mayor preocupación inicial fue el seleccionar muy bien los libros a leer: cuántos serían clásicos, cuántos modernos, cuánto de ficción, de poemas, de teatro, antologías, biografías, científicos, políticos, filosóficos, etc. Por inclinación natural, se decantó, en su mayor parte, por la novela.
Pasaban los años, y el número restante disminuía a mayor velocidad que la media inicial de tres libros/mes. Asustado ante tal vertiginoso descenso, decidió frenar la cadencia a un libro al mes. Después, a uno cada dos. Cada tres. Cada medio año.
Alcanzó el libro dos mil cuatro el día en que cumplió ciento treinta y siete años. Una vejez extrema paralizaba todo su cuerpo. No se movía, no comía. Dicen que, incluso, no respiraba. Solamente permanecía quieto. Sentado. Y muy de vez en cuando, leyendo.
Diez años más tarde, a pesar de alargar hasta lo indecible el penúltimo volumen, se enfrentó cara a cara con el número dos mil siete. Se demoró tres meses en depositarlo en su atril de lectura, abrirlo y leer el año de imprenta. Su intención era no acabar nunca aquel libro: demorarse entre sus páginas, dividir los tiempos de lectura en no ya párrafos, sino en palabras, o incluso en leer una sola letra a la semana, al mes, o no leer más. Nunca más.
El libro que había escogido como largo canto de cisne era la edición británica de la Kalevala, el compendio de mitología finlandesa reunificada en el siglo diecinueve por el filólogo Elias Lönnrot. Su carácter crepuscular y la tristeza de sus versos le parecieron lo más apropiado para terminar sus largas andanzas en este mundo, empero su intención de alargar la lectura hasta el infinito.
Sin embargo, aquel libro le poseyó desde la primera frase:
“In primeval times, a maiden,
Beauteous Daughter of the Ether,
Passed for ages her existence
In the great expanse of heaven”.
Inmediatamente, desapareció dentro de aquellos extraños cantos. Al segundo se sintió identificado con el viejo Väinämöinen, el primer hombre, y lloró con la tragedia de Kullervo.
No podía dejar de leer.
Su mayor preocupación inicial fue el seleccionar muy bien los libros a leer: cuántos serían clásicos, cuántos modernos, cuánto de ficción, de poemas, de teatro, antologías, biografías, científicos, políticos, filosóficos, etc. Por inclinación natural, se decantó, en su mayor parte, por la novela.
Pasaban los años, y el número restante disminuía a mayor velocidad que la media inicial de tres libros/mes. Asustado ante tal vertiginoso descenso, decidió frenar la cadencia a un libro al mes. Después, a uno cada dos. Cada tres. Cada medio año.
Alcanzó el libro dos mil cuatro el día en que cumplió ciento treinta y siete años. Una vejez extrema paralizaba todo su cuerpo. No se movía, no comía. Dicen que, incluso, no respiraba. Solamente permanecía quieto. Sentado. Y muy de vez en cuando, leyendo.
Diez años más tarde, a pesar de alargar hasta lo indecible el penúltimo volumen, se enfrentó cara a cara con el número dos mil siete. Se demoró tres meses en depositarlo en su atril de lectura, abrirlo y leer el año de imprenta. Su intención era no acabar nunca aquel libro: demorarse entre sus páginas, dividir los tiempos de lectura en no ya párrafos, sino en palabras, o incluso en leer una sola letra a la semana, al mes, o no leer más. Nunca más.
El libro que había escogido como largo canto de cisne era la edición británica de la Kalevala, el compendio de mitología finlandesa reunificada en el siglo diecinueve por el filólogo Elias Lönnrot. Su carácter crepuscular y la tristeza de sus versos le parecieron lo más apropiado para terminar sus largas andanzas en este mundo, empero su intención de alargar la lectura hasta el infinito.
Sin embargo, aquel libro le poseyó desde la primera frase:
“In primeval times, a maiden,
Beauteous Daughter of the Ether,
Passed for ages her existence
In the great expanse of heaven”.
Inmediatamente, desapareció dentro de aquellos extraños cantos. Al segundo se sintió identificado con el viejo Väinämöinen, el primer hombre, y lloró con la tragedia de Kullervo.
No podía dejar de leer.
Según avanzaba, aceleraba el ritmo, recordando sus años de juventud lectora. Sin embargo, hacia la cuarta parte del grueso volumen, cayó fulminado al suelo, víctima de un ataque al corazón. El pobre hombre erró en sus cálculos: se le olvidó incluir en la lista a “Novecento”.
Cayetano Gea Martín
3 comentarios:
Jo que angustia me has provocado!!
Voy a incluir Novecento ahora mismo...
No te angusties y léelo, que el signore Barrico es tremendo, tremendo (una vez más, gracias a Pedro, la eterna biblioteca de Babel, por presentármelo)
Beso número dos mil siete y contando...
Me ha gustado el cuento bastante. Muy borgeano (o sea muy bueno, jeje).
Ya quisiera yo ser una biblioteca...unas cuantas vidas como el protagonista del cuento tendría que vivir.
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