jueves, diciembre 28, 2006

See ya soon!

Pues eso, que sus veo (u os leo) pronto... Ahora tocan vacaciones y pasar la Nochevieja y unos días más en Londres, que tiene que estar de un calentito ahora mismo...

Prometo volver de la capital de la pérfida Albión con ideas renovadas y sin nada de espíritu británico...
Fuck the Queen!

En mi ausencia, espero que os dediquéis a pasarlo lo mejor posible.

Take care!



Kay (aka Cayetano)

miércoles, diciembre 27, 2006

Someone like you



If the storm arrives in fear,
I will be there, close to you,
Trying to sale this lake of tears

When my hands lost their goals,
I’ll still be waiting for you,
Hoping to see the wicked souls

If this cold universe collides,
And collides against you,
I’ll be there to recover the pieces,

Would they cut my three-feet children,
But I’m gonna disappear.
And into your heartbeat I’m gonna listen

And if I’ll find you,
all the losing time,
all the forgotten gods,
every single corner of this world,
all the deaf steps
and each and every lonely soul
will be mine forever
Cayetano Gea Martín


Somewhere in time I will find you and haunt you again
Like the wind sweeps the earth
Somewhere in time when no virtues are left to defend
You've fallen deep


The haunting - Thomas Youngblood

viernes, diciembre 22, 2006

Vigilancia, quinta parte


Pero al mes y pico de su tratamiento, como queda dicho, Raquel emergió de su drogada madriguera. Como un conejillo asustado a la espera de un depredador, asomó el hocico a través de la puerta de su casa, husmeando el conocido aroma a descansillo, esa mezcla de polvo, yeso y huellas, que impregnaba el rellano de su planta. Y aunque el miedo seguía tirante, por supuesto, el peso de aquello que llevaba en el bolsillo la tranquilizaba lo suficiente

aquello se movía, oh, sí, parecía dotado de, dotado de

como para atreverse a salir al portal, hasta la puerta cuyos dos cristales rompió hace apenas treinta días. Hace apenas una vida. Y así, valiente, segura, como nunca en todo aquel maldito mes, aferrándose a aquello que era

mi tesoro

frío y punzante, y que despedía un fuerte aroma azulado, consiguió alcanzar la boca de metro y perderse, de nuevo, en la vorágine cotidiana, en la muchedumbre enlatada de siempre, aunque ahora los veía sin máscaras, gracias a aquello, que se retorcía inquieto, guiándola como una brújula hacia Él, hacia el demonio, pues eso era, seguro, Lucifer descontrolado, maldición del hombre y

condena de la mujer expuesta a su falo que eyacula dentro de ella manojos de antidepresivos

perdición de su alma arruinada, triste, vacía, pero, eh, pero con aquello a su lado, sí, marcando la diferencia, oh, qué distinto sería, je, si me lo encontrara ahora, oh, le haría pagar y me quedaría con su poder, je, podría, sí, oh, pensaba mientras observaba a los cuervos grises y a las ratas grises que se movían dentro de los trajes grises, grises

g, gr, gri, gris, grise, grises, grise, gris, gri, gr, g

que no dejaban pasar la luz blanca (y cutre) que proyectaba aquella cosa infernal, aquel tubo de hierro amasado con la saliva de miles de esclavos. Y así, rumiando su enfermedad, atusándose mimosa las dos negras ojeras que devoraban su rostro, llegó hasta la parada de Sol, y se bajó y comenzó a mirar para todos los lados y casi choca con un grupo de turistas, y se perdió entre miles y miles de idiomas, entre cientos de rostros, tratando de verle, de encontrarle, de sentirle de nuevo, de ver que alguien, alguien se fija en ella, que alguien la desnuda con la mirada, Él, el perfecto desconocido, la víctima perfecta de su joven y ajado cerebro, alguien en quien volcar miserias, miedos, frustraciones de esta ciudad que nos hace sentir solos en medio de la multitud, perdidos entre un océano de rostros a la deriva, con desconocidos a los que somos indiferentes y conocidos del montón, artesanos del tedio, del ir, del volver, de los mismos caminos, rutas, olores, el peso de lo cotidiano, las cenas de Navidad con la familia, el novio previsible, los cines, el ajetreo, las tiendas, las copas, los fines de semana en el campo y las vacaciones en la casa de los adorables abuelitos en Santiago de la Rivera.

Entonces, le vio.
Hermoso.
Pecado venial.
Moreno.
Con otro librito bajo el brazo
de un tal Blake sobre la vida de un tal Wes
igual de insignificante para ella, pero Él, oh, Él.
Una tabla en medio del mar a la que aferrarse.
Posó sus ojos en Él.
(Él la reconoció al instante: la loca aquella que hace un mes se dedicó a seguirle por toda la condenada ciudad).
Aquello
pegó un tirón hacia Él.
Se acercó poco a poco a Él, mientras Él trataba de huir. Malo, demasiada gente.
Aquello se retorcía de impaciencia.
Llegó hasta Él.
Aquello saltó y se clavó muy dentro de Él.
El amor duele Dios el amor mata.
Y mientras Él iba dejando de ser, ella volvía a nacer.
Cayetano Gea Martín

miércoles, diciembre 20, 2006

Vigilancia, cuarta parte


Después de cinco días ingresada en El Clínico, el psiquiatra destinado a su diagnóstico y tratamiento le dijo a Raquel que sufría de ataques de ansiedad agudos y de manía persecutoria, la cual, si no se trataba convenientemente, podría degenerar en algo peor. Mucho peor.

Se la impuso un estado de observación preventivo, con un hermoso surtido de drogas para aplacar los vientos que soplaban dentro de ella. Llevo la furia dentro, se dijo, y aún no sé por qué Él me persigue, qué es lo que quiere, qué intenciones tiene, por qué me odia, por qué quiere hacerme daño. Aquel pensamiento, el desconocimiento que tenía ante las intenciones de Él, era lo peor de todo. Si por lo menos lo supiera, oh, me mata no saber, se lamentaba.

Necesitó la ayuda masiva de Tranxilium durante más de un mes para atreverse a pisar de nuevo la calle. Durante ese periodo de tiempo, el abandono al que se entregó con fervor de amante se cobró diferentes tarifas, una de ellas, la ruptura sentimental con Ricardo, el cual, desolado y egoísta al mismo tiempo, no comprendió en ningún momento la situación, o eso pensaba ella. Después de una tormentosa tarde en la cual él intentó por última vez que las cosas volvieran a ser como antes, se dijeron adiós definitivamente. En realidad, solamente él dijo adiós: ella se dedicó a mirarle perdida desde lo más profundo de sus ojos sedados.

También sus padres sufrieron lo indecible con aquel tormento: las visitas al piso compartido de su hija eran más que frecuentes, y siempre tristes y desoladoras. A su madre se le partía el corazón ver a su hija en semejante estado, y lloraba incontenibles lágrimas sobre el regazo de Raquel, acunándola como a la inversa, cuando su hija era pequeña y se despertaba en medio de la noche y corría hacia la cama de sus padres, envuelta en sudor como en una segunda piel, aleteando sus lágrimas a ambos lados de la cara, rumbo hacia los brazos protectores de mamá.

Su padre, sin embargo, se quedaba estático, con la mirada perdida. Su aparente entereza exterior disimulaba el dolor lacerante de su corazón. No durmió en todo el mes y fue despedido, denunciado y encarcelado por negligencia laboral cuando desde lo más alto de la grúa que manejaba se desplomaron cinco toneladas de hormigón sobre la cabeza de un peón, en una mortal y estruendosa caída libre de más de setenta metros. Hasta el médico forense vomitó de la impresión de ver tal cantidad de restos humanos diseminados. Cinco minutos después del fatal accidente, el padre de Raquel seguía roncando con la cabeza apoyada sobre el panel de control.

Raquel fue despedida de su trabajo a los diez días de estar encerrada en casa. Sus padres dudaban siquiera de que tal noticia fuera procesada por su cerebro saturado de ansiolíticos.

Durante aquel tiempo, cuando no se encontraba en un estado letárgico, sufría tales ataques de ansiedad que gritaba pidiendo alternamente ayuda y la muerte. Al final, otra dosis de aquellas maravillosas pastillitas naranjas de clorazepato dipotásico la llevaban de nuevo al País de las Maravillas.
Cayetano Gea Martín

lunes, diciembre 18, 2006

Vigilancia, tercera parte


Dos días más tarde, una aún asustada pero algo más segura Raquel descendía los escalones de su piso compartido rumbo a la odisea que suponía visitar el supermercado más cercano. Claro que desde las últimas cuarenta y ocho horas, cualquier acción que entrañara pisar la calle suponía una odisea para los destrozados nervios de Raquel. Pero la verdadera tormenta estalló cuando a los cinco minutos de entrar en el colmado volvió a cruzarse con Él.

Ella se encontraba en el sector de congelados, indecisa entre tanta variedad de helados, distraía con algo por primera vez en dos días, cuando le vio. Él la reconoció. Ella le reconoció. El mundo se paró. El aire acondicionado compartido se volvió pastoso como la melaza. Paralizada por el miedo, observó cómo la boca de Él se torcía en una espantosa mueca de odio. Dos metros los separaban. Él a un lado del expositor. Ella al otro. Él no llevaba el libro. Venía a por ella, no cabía duda, pero sin el libro. Sólo Él: alto, terrible, mulato, con rastas. Raquel profirió un grito desgarrador que hizo saltar del susto a todo el mundo en un radio de cincuenta metros, incluido Él. Acto seguido, soltó el carro de la compra y salió corriendo con la fuerza de su corazón inundado de adrenalina.

Fue una carrera poco gloriosa, un espectáculo triste, dantesco, como observar una maratón de adolescentes borrachos: aquella joven desgreñada saltando sobre la gente, apartándola a manotazos, con su cuerpo desmanejado como una marioneta con las cuerdas rotas y el rostro crispado del miedo, desquiciado, arrugado en un gesto pétreo de terror infinito, los ojos rojos fuera de las órbitas, la boca contraída en una mueca terrible, profiriendo alaridos entre gorgoteos de saliva.

Sin saber cómo, ciega del miedo, visualizó su portal. Consiguió, entre jadeos, llegar hasta él, totalmente histérica, al borde de un colapso nervioso. Se encontraba éste afortunadamente abierto. Lo cerró de un tremendo empellón que rompió dos cristales de la puerta y sacó a ésta de sus goznes. A zancadas grandes, ridículas y saltarinas llegó hasta el ascensor abierto. Pulsó con la frenética palma derecha el botón que correspondía al piso séptimo. Observó cómo las dos puertas del ascensor se cerraban y se dejó caer en el suelo. Llegó a su planta pero no salió. Permaneció acurrucada en un rincón, llorando y temblando, con la cabeza hundida, los brazos en torno a sus piernas. Un reguero de cálida orina se desparramaba lentamente por el suelo de linóleo del ascensor.

Mientras, en el supermercado, Él seguía parado en el mismo sitio.
Cayetano Gea Martín

miércoles, diciembre 13, 2006

Vigilancia, segunda parte


A la siguiente mañana, Raquel tomó el metro rumbo a su trabajo, muy cercano a Plaza Elíptica, nombre que siempre le pareció críptico o más bien vacío de sentido. Nada de un nombre famoso, altisonante, no. Con decir que es una plaza con forma de elipse, vamos servidos. Las glorietas y calles con nombres de escritores y músicos para los niños pijos. Olé.

Mientras ascendía por el entramado artificial de su estación destino, notó que unos ojos se posaban sobre su nuca. Se dio la vuelta para contemplarlo a Él de nuevo, en toda su maldita gloria. Pocas veces Raquel sintió tanto miedo como aquel día, a las ocho de la mañana, sin nada en el estómago que comenzara a revolverse, pero sí la sensación de estar empachada de ácido clorhídrico.

No seas estúpida, pensó, no te imagines nada malo, ¿vale?, nada malo: es una coincidencia, ¿vale?, eso es lo que es; te ha pasado docena de veces, pasa constantemente: basta con que pienses en alguien que hace mucho no ves, y sobretodo ocurre con aquellos a los que no deseábamos volver a ver, para que se materialicen a las pocas horas o días delante de nuestras sorprendidas narices; pero ya te explicó Susana que se debe a que en ese momento comienzas a prestar atención hacia esa persona; es decir, si yo hoy me encontrara a otro de los que iban ayer conmigo viajando en el vagón de metro, no le hubiera reconocido; y a lo mejor también está por aquí, pero como sólo me fijé en Él, por eso le reconozco; pero no quiere decir nada, ¿vale?, no te está siguiendo: no-tes-tá-si-guien-do; no lo pienses siquiera, deja de pensarlo: oh, no, no lo pienses y deja de mirarle, no lo mires, no vuelvas a girarte, oh, otra vez, niña mala, ¡no te gires más!, acelera el paso y tira hacia la oficina, donde estarás a salvo de Él, de su mirada, de las intenciones que le descubres bajo la aparente calma marina de sus ojos verdes: esta gente es más caliente que nosotros, o eso me dijo Laura, que su chico era negro de los Estados Unidos, afroamericano, creo que dicen, no sé, no lo mires, no te gires, oh, otra vez; no es nada, ¿vale?; lleva su libro bajo el brazo, no ha leído mucho desde ayer, sigue un poco más desde la página cuarenta y dos, que ayer me fijé en ella, y no habrá podido leer porque su parada estaría cercana a donde yo me bajé ayer; o quizá es que estaba nervioso, esperando verme hoy para darme caza, pero eso es absurdo, demasiadas películas: no sabe dónde vivo, es una locura, y una locura estúpida y peligrosa, además; oh, cómo me mira, ay, señor; claro que a lo mejor me siguió anoche y se bajó conmigo y cogió la línea 7 conmigo hasta mi parada, oh.

En aquel estado de tremenda confusión mental, Raquel llegó hasta la puerta de su oficina, entró corriendo y cerró de golpe, no sin antes comprobar que Él estaba ahí fuera y que su rostro denotaba un mal disimulado desconcierto. No cabía, pues, la menor duda: el la seguía con sabe Dios qué intenciones. Raquel reparó en sí misma, jadeante, con la base del cuello y los sobacos húmedos del frío sudor nervioso que proporciona el miedo. Oh, Dios, pensó con terror absoluto, ahora sabe dónde trabajo.

Aquella noche tiritaba de terror en estado puro cuando concluyó su jornada laboral y se dirigió a su casa.
(Continuará)

lunes, diciembre 11, 2006

Vigilancia, primera parte


Al levantar la vista hacia el cielo, pudo comprobar, no sin la desilusión triste de algo que tarde o temprano se repite de nuevo, que éste seguía gris, de ese gris plomizo que manda a nuestros biorritmos a barrer el suelo. Bajo el influjo de semejante estado de ánimo, Raquel no tenía la menor intención de andar un paso más de lo necesario, a pesar de ser de natural montaraz, una enamorada a pasear durante horas no siempre aconsejables por las calles no siempre hermosas de un Madrid no siempre seguro.

Sus pasos se encaminaron hacia la boca de Metro más cercana, que en este caso, correspondía a la estación de Ibiza, por la cual transitaba la, para Raquel, casi desconocida Línea 9. Ni siquiera sabía que esa parada era la más cercana a donde se encontraba, a las puertas de El Retiro. Acababa de despedirse con besos y arrumacos de su novio Ricardo, después de una sesión de dos horas de más besos y arrumacos bajo el abrigo de un manto de árboles que ondeaban sus hojas multicolor bajo el ceniciento cielo de febrero.

La memoria muscular la llevó a no dudar ni un segundo el la secuenciación de acciones correspondientes a: 1 buscar en el bolsillo derecho de sus vaqueros el Abono Transportes; 2 sacar el billete e introducirlo en la ranura del torno; 3 extraerlo al mismo tiempo que hace desplazar/girar la barra del torno con su propio cuerpo; 4 guardar el billete dentro del Abono y éste de nuevo en el bolsillo.

El vagón se encontraba lleno, lo cual no era ninguna novedad en una ciudad que siempre parecía tener gente por todos sus rincones, atascando de carne, olores y pelos multicolores sus medios de transporte, sus calles, sus bares, sus oficinas, sus museos, sus tiendas. Y el vagón en cuestión, como queda dicho, no era ninguna excepción. La marea humana, de la cual nunca casualmente pensamos que nosotros formamos parte, ocupaba las tres cuartas partes del vehículo. La cuarta parte restante correspondía a la distancia que iba desde las cabezas de los usuarios hasta el techo. Personas de todas las razas, edades, aspecto y naciones se extendían ante los ojos de Raquel, los cuales no se abrieron más, acostumbrados a semejante y rutinario espectáculo.

Fue entonces cuando ocurrió. Fue entonces cuando su mirada se vio irresistiblemente atraída hacia Él. Él se encontraba sentado, leyendo un libro titulado ‘Slaughterhouse-five’, de Kurt Vonnegut. La hermosa sonrisa que de vez en cuando acudía al rostro de Él, le hizo suponer a Raquel que posiblemente se tratase de un libro de humor, aunque ella desconocía totalmente al autor. Sus pensamientos, que se habían desviado medio microsegundo, volvieron a centrarse en la contemplación de Él. Era hermoso, no cabía duda, un mulato de rasgos finos, con rastas y fina barba a lo Marley, aunque vestía de impecable traje gris. Sus hermosos ojos verdes, que brillaban con deleite ante la lectura, notaron que otros ojos los estaban observando. Él desvió la mirada hacia Raquel. Esa fue la primera vez que se contemplaron el uno al otro, en medio de aquel traqueteante mar de gentes.

Pero, ah, las miradas que se regalaron mutuamente no fueron del todo placenteras. Ella le miró con la curiosidad sana y normal de quien observa un espécimen digno de exploración ocular meramente científica. Sin embargo, en la mirada de Él Raquel pudo notar un cierto regusto predador, un aire felino en sus ojos verdes, examinadores, a caballo entre el deseo sexual y la caza de presas para consumo propio.

No sin descanso, al cabo de tres paradas seguidas de incesante escrutinio, Raquel se bajó en Avenida de América, dispuesta a cambiarse a la línea 7, rumbo a su casa próxima a la estación de Antonio Machado. No pudo, sin embargo, reprimirse, y girando su hermoso cuello de cisne (surcado, aquella tarde, por tres apasionados chupetones lilas), volvió a mirar el rostro de Él, el cual disimulaba, haciendo que leía su libro. Su sonrisa intranquila mostraba que sabía que ella le estaba observando, pero parecía decidido a no caer en el juego, ¡después de que, con todo el descaro del mundo, se había dedicado más durante más de diez minutos a observar a Raquel!

De pronto, Él alzó los ojos. Se cruzaron con los de ella. Raquel salió corriendo.
Cayetano Gea Martín

martes, diciembre 05, 2006

Manuscrito encontrado en mi imaginación.

Años después Homero contó (pocos lo sabemos, lo sabrán algunos más ahora) que Ulises, sintiendo próxima la llegada de la muerte, emprendió un último viaje con el fin de cumplir su más arrebatado deseo: escuchar el canto de las sirenas. Para ello contó con la ayuda de Telémaco, que construyó una rústica pero resistente barcaza con la que Ulises alcanzaría la tierra de las sirenas. Cuenta Homero que los preparativos del viaje fueron tediosos, que las lágrimas de Penélope no conmovieron a Ulises y que ella sacó una madeja perdida en un cofre y ,maldiciéndose a sí misma y a cierta pretérita y prolongada espera, comenzó a tejer.
Por fin un día, a la salida del sol, partió Ulises en pos de su sueño. Los elementos (agua, aire, fuego y tierra) parecían aliados para permitirle un plácido viaje. Sus sueños también le eran propicios, así como el vuelo de un halcón que rozó apenas con su ala el sol, allá en el horizonte. En este punto, el texto de Homero se torna ilegible y lo único que llegamos a comprender es que Ulises, al llegar a la región donde se encontraban reunidas las sirenas, que sabían de su legada y la esperaban ansiosas, enloqueció, pues las crueles sirenas, ah, las sirenas crueles, callaron la más dulce de las melodías. Penélope, la dulce Penélope, las había degollado una a una.
Pedro Garrido Vega.

viernes, diciembre 01, 2006

Ignorancia

Por no saber, no sabía nada, ni su nombre, ni su rostro, ni su edad, ni su olor.
No sabía, siquiera, si existía, y, por tanto, era eterno.

Pedro Garrido Vega