Pero al mes y pico de su tratamiento, como queda dicho, Raquel emergió de su drogada madriguera. Como un conejillo asustado a la espera de un depredador, asomó el hocico a través de la puerta de su casa, husmeando el conocido aroma a descansillo, esa mezcla de polvo, yeso y huellas, que impregnaba el rellano de su planta. Y aunque el
miedo seguía tirante, por supuesto, el peso de
aquello que llevaba en el bolsillo la tranquilizaba lo suficiente
aquello se movía, oh, sí, parecía dotado de, dotado decomo para atreverse a salir al
portal, hasta la puerta cuyos dos cristales rompió hace apenas treinta días. Hace apenas una vida. Y así, valiente, segura, como nunca en todo aquel maldito mes, aferrándose a
aquello que era
mi tesoro
frío y punzante, y que despedía un fuerte aroma azulado, consiguió alcanzar la boca de metro y perderse, de nuevo, en la vorágine cotidiana, en la muchedumbre enlatada de siempre, aunque ahora los veía sin máscaras, gracias a
aquello, que se retorcía inquieto, guiándola como una brújula hacia Él, hacia el
demonio, pues eso era, seguro, Lucifer descontrolado, maldición del hombre y
condena de la mujer expuesta a su falo que eyacula dentro de ella manojos de antidepresivos
perdición de su alma arruinada, triste, vacía, pero, eh, pero con
aquello a su lado, sí, marcando la diferencia, oh, qué distinto sería, je, si me lo encontrara ahora, oh, le haría pagar y me quedaría con su poder, je, podría, sí, oh, pensaba mientras observaba a los cuervos grises y a las ratas grises que se movían dentro de los trajes
grises, grises
g, gr, gri, gris, grise, grises, grise, gris, gri, gr, g
que no dejaban pasar la luz blanca
(y cutre) que proyectaba aquella cosa infernal, aquel tubo de hierro amasado con la saliva de miles de esclavos. Y así, rumiando su enfermedad, atusándose mimosa las dos negras ojeras que devoraban su
rostro, llegó hasta la parada de Sol, y se bajó y comenzó a mirar para todos los lados y casi choca con un grupo de turistas, y se perdió entre miles y miles de idiomas, entre cientos de rostros, tratando de verle, de encontrarle, de sentirle de nuevo, de ver que alguien,
alguien se fija en ella, que alguien la desnuda con la mirada, Él, el perfecto desconocido, la víctima perfecta de su joven y ajado cerebro, alguien en quien volcar miserias, miedos, frustraciones de esta ciudad que nos hace sentir solos en medio de la multitud, perdidos entre un océano de
rostros a la deriva, con desconocidos a los que somos indiferentes y conocidos del montón, artesanos del tedio, del ir, del volver, de los mismos caminos, rutas, olores, el peso de lo cotidiano, las cenas de Navidad con la familia, el novio previsible, los cines, el ajetreo, las tiendas, las copas, los fines de semana en el campo y las vacaciones en la casa de los adorables abuelitos en Santiago de la Rivera.
Entonces, le vio.
Hermoso.
Pecado venial.
Moreno.
Con otro librito bajo el brazo
de un tal Blake sobre la vida de un tal Wes
igual de insignificante para ella, pero Él, oh, Él.
Una tabla en medio del mar a la que aferrarse.
Posó sus ojos en Él.
(Él la reconoció al instante: la loca aquella que hace un mes se dedicó a seguirle por toda la condenada ciudad).
Aquello pegó un tirón hacia Él.
Se acercó poco a poco a Él, mientras Él trataba de huir. Malo, demasiada gente.
Aquello se retorcía de impaciencia.
Llegó hasta Él.
Aquello saltó y se clavó muy dentro de Él.
El amor duele Dios el amor mata.Y mientras Él iba dejando de ser, ella volvía a nacer.