lunes, agosto 29, 2005

EL DÍA D, Tercera Parte

Lo que me terminó de desconcertar fueron los extraños aerolitos de fuego que caían del cielo a gran velocidad y que destrozaban lo que tocaban dejando unos agujeros en el suelo no muy profundos pero sí de diámetro considerable, cerca de tres metros.

Más asombrado me quedé cuando me acerqué a uno de ellos que había disuelto a dos miembros de la Tuna en una masa viscosa, informe y grasienta. Es decir, que no se apreciaba en demasía la acción de la ardiente roca sideral, salvo porque no respiraban. Pero lo raro fue que el meteoro presentaba una especie de abertura que lo rodeaba del todo. En menos de lo que hubiera cantado uno de los dos desafortunados mancebos de la Tuna al pasar por una residencia femenina, el aerolito se cascó en dos como un huevo (Kinder), y de su interior surgió, chapoteando en rojo líquido amniótico, un esqueleto de enano de circo con cráneo y óseas alas de dragón, y con un hacha más grande que él mismo que blandía hacía mí a saber con qué intenciones. Por cierto, he dicho que se trataba de un enano de circo porque llevaba por única prenda tres o cuatro jirones de una camiseta que rezaba “Circo Popov”, por lo que deduje cuál era la profesión de dicha criatura cuando estaba viva.

En efecto, al mirar a mi alrededor, y siempre vigilante al armatoste de doble filo que el cadavérico enano alado cimbreaba delante de mis narices, observé que de todos los aerolitos habían surgido más esqueletos, todos con alas y cráneo de dragón, y reconocí a muchos de ellos por lo que portaban (me pareció ver a mi dulce abuelito con su hermoso bastón de cedro que gustaba de recorrer por mis costillas cuando me negaba a vaciarle la cuña).

Desperté de mi ensimismamiento y salí corriendo todo lo rápido que el terreno viscoso y pululante de gusanos me permitía, mientras era seguido de cerca por el maldito enano, que parecía tener ojeriza conmigo. No sé cómo, pero me dirigía de nuevo sobre mis pasos, acabando otra vez en la rotonda donde la estatua del Ángel Caído se enseñoreaba sobre toda la ciudad, ya que su rostro, antaño dolorido por el desprecio y el despido involuntario, improcedente y sin finiquito de Dios hacia él, se mostraba plenamente sonriente, con esa sonrisa que sólo los psicópatas y los mormones que te venden la salvación en panfletos son capaces de esgrimir. Lucifer se alzaba cual David de Miguel Ángel, majestuoso, con las alas desplegadas y con una mano extendida hacia delante, mano cuyo puño permanecía cerrado y vuelto hacia delante, salvo por el dedo corazón, extendido, formando cierto gesto internacionalmente obsceno que todos conocemos.
Cayetano Gea

viernes, agosto 26, 2005

EL DÍA D, Segunda Parte

El Parque del Retiro, ante cuyos comienzos me hallaba, concretamente, como queda dicho, cerca de la Puerta del Ángel Caído, había cambiado su familiar tonalidad y gama de colores radicalmente, como si un malvado Dios estuviera jugando con un Photoshop universal.

Con paso cansado y lento, ya que, al fin de cuentas (y de eso se trataba, del final de todas las cuentas, de la hora de cerrar caja), prisa no tenía, al ser dueño y señor de ese maravilloso y fugaz momento de eternidad que poseen todos los que saben que van a morir, con paso lento, pues, me dirigí hasta el lago del Retiro, para poder apreciar una dantesca imagen no cargada de cierto encanto a lo Industrial Light & Magic. El estanque era un enorme depósito de sangre hirviendo, tan caliente que hacía estallar como palomitas de maíz a las desafortunadas parejas y familias que montaban en las barcas en ese instante. Lo curioso es que no estallaban en una furiosa tormenta roja, como era de esperar, sino en un silencioso puf y en una, casi hermosa, nube de humo que conservaba la forma de su portador antes de difuminarse.

Por lo demás, el resto era espectacular, pero obvio. Por ejemplo, los árboles ardían envueltos en maliciosas llamas de extravagantes colores (digo maliciosas porque me parecía verlas sonreír con temibles bocas de fuego). El cielo (de color rojo oscuro, no creo necesario mencionarlo) rugía con pavorosos truenos que recordaban vagamente a Stone Cold Crazy tocada, en vez de por Queen, por un grupo de peludos y atronadores demonios borrachos. Es decir, sonaba como la versión de Metallica.

Agradecí sobremanera, aunque de forma un tanto insana, lo reconozco, observar los rostros de completo estupor de las decenas de futurólogos y adivinadoras, que no habían sido capaces ni por lo más remoto de prever esta situación. Supongo que, los que sobrevivieran diez minutos más a la catástrofe proclamarían que ya lo sabían, claro, que era obvio, con Marte en la casa de Urano y Paco en la de Lucía, pues normal, coño, el fin del mundo, si es de cajón.

Total, que allí me encontraba, contemplando el lago del Parque del Retiro como ni en mis mayores sueños de borracho hubiera sido capaz de imaginar. Claro que, quién sabe si era la primera vez que el parque se comportaba así. Tampoco soy un visitante asiduo del mismo. Generalmente, no paso de una visita al año (para darme una vuelta por esa feria del merchandising llamada “del Libro”) o de dos (en las contadas ocasiones que encontraba a una desafortunada a la que llamar novia o algo así), por lo que no puedo garantizar que no sea una reacción primaveral común. Aunque me parecía que no.
Cayetano Gea Martín

miércoles, agosto 24, 2005

EL DÍA D, Primera Parte

Esa tarde, al pisar el asfalto empapado de la ciudad, me di cuenta de que iba a morir. No fue tanto una premonición como una corazonada; algo que me susurraba la vieja bomba de sangre al oído, como acostumbra a hacer, aunque tendamos a ignorarla, ya que el sonido de nuestro propio corazón nos recuerda a todos que, por muy sabios que seamos, por muchos mundos que visitemos y muchos seres que amemos, nuestra existencia depende de un pedazo de carne no mayor que un puño cerrado.

Esa tarde lluviosa de noviembre (¿de qué mes si no?), frente a la estatua en honor al ángel caído, lo supe. Y lo que tomé por lo que era, una corazonada, se fue convirtiendo poco a poco en certeza según declinaban las restantes horas del día, de aquel día triste en el que todo parecía tender a morir, a dejarse marchitar por su propia vejez existencial, ya que toda la creación se me antojaba muy anciana, con más infinito en el pasado que en el porvenir; y me preguntaba curioso si no estaríamos ya llegando a esos días finales que, según qué cultura, suponen el final del camino y el comienzo de una nueva era, o bien el retorno de nuevo al kilómetro cero, donde el universo se pliega sobre sí mismo y se da la mano con una mano y un pie.

Con un gesto perentorio, detuve a un niño que cruzó a mi lado, y le pregunté: “Dime, muchacho, ¿sabes acaso que día es hoy?” “Claro que sí, señor, ¿en qué planeta vive? ¡Hoy es el día!”, comentó radiante y triunfal. Debí advertir antes que el infante era de color rojo y que una hermosa, larga y fina cola terminada en punta asomaba por el trasero de sus pantalones. No sé por qué, pero aquél detalle me desconcertó bastante. Aunque, al fin y al cabo, se encontraba cerca de la única estatua de todo el mundo en la que se podía reunir culto a su papá.

Así pues, hoy iba a ser el día en el que mi garganta clamaría su canto del cisne. Ah, siempre recordaré aquella situación cómica de Les Luthiers en la que cierto reportero le preguntaba al gran y ficticio compositor Johann Sebastián Mastropiero si era cierto que los cisnes cantaban antes de morir. “Por supuesto”, respondió el maestro, “¡no van a cantar después!”. La diferencia radicaba en que, por lo que parecía, hoy era el día final, la hora del cisne, para todos, no sólo para mí, lo que simplificaba sobremanera el adivinar mi muerte. No, no podíamos, pues, hablar de adivinación o de premonición ya, sino de lógica aplastante.
Cayetano Gea Martín

lunes, agosto 22, 2005

Noviembre

Comienza a otoñarse el verano, aunque el calor de esta odiosa ciudad que abandoné temporalmente, pero a la que estoy unido por una suerte de triple cordón (umbilical, espiritual y carnal), me susurre lo contrario al oído izquierdo (el derecho aún guarda el poso del rumor de las olas de dos océanos) , atemperado por el latido de tu corazón austral.

Comienza el otoño, cierto, pero es el otoño mío, el otoño melancólico del retorno del hijo pródigo. En esta nueva singladura, reviso los viejos planes y el exceso de equipaje, y decido vivir algo más de los sueños inconclusos que de la realidad pétrea.

Para mi karma, sólo existen dos estaciones, una de frío pero de promesa de vida y otra de calor pero de certeza mortal, las llamaré por su mes más representativo: noviembre y agosto. La primera dura doscientos veintisiete días, desde el uno de septiembre (que marca el verdadero comienzo del año) hasta el quince de abril; y la segunda, de ciento treinta y ocho días, va del dieciséis de abril al treinta y uno de octubre.

Empieza ya, pues, la estación de noviembre, siempre bajo el influjo central de ese mes azul, hermoso y frío, que nos habla directamente a la cara y nos embadurna el rostro de hibernante escarcha.

En este noviembre que comienza en septiembre, tu blanco rostro comienza a reflejárseme en el agua, en las esquinas ciegas de la noche insomne, entre dos puertas correderas de un armario reflejado en el espejo.

En este largo noviembre de doscientos veintisiete días guardo el deseo y la esperanza de verte al final de él. Si esta estación no tiñe de frío azul mi pelo y de gris indiferencia el tuyo, prometo cortarme la coleta y regalártela allí, en el confín del mundo, donde el destino sigue trazando sus versos orgánicos de eucalipto.
Cayetano Gea Martín

jueves, agosto 04, 2005

El descanso del guerrero

Fatigado, con los miembros laxos de tanto patearme esta ciudad impía, y a la vez gloriosa, a la que tanto amo y odio, me despido de los cuatro amables gatos siameses que leen estas páteticas líneas de vez en cuando...

Hasta los vagos de espíritu necesitamos descansar de vez en cuando, por ello me voy de vacaciones. Lamentablemente, no indefinidas, ya que volveré por mis fueros en dos semanas.

Quien me necesite irremediablemente, quien no pueda vivir sin mí, me encontrará primero en las rías Baixas y después en Málaga, espantando guiris y babeando por ellas en plan lamentable por las discotecas playeras.

Al resto, os veo, leo u oigo a la vuelta.

Consejo de verano: sed buenos y pecad todo lo que podáis. La única inmoralidad contra natura que existe es la castidad.

Un abrazo

Cayetano Gea Martín

martes, agosto 02, 2005

Y de nuevo

Y de nuevo en mis brazos te hiciste un nido donde poder enterrar tu cabecita loca contra mi pecho anhelante. Así volviste a mí, o contra mí, atravesando las nubes y los espejos cuajados de tigres para aterrizar en mi abrazo esperanzado, calentito, lujuriante.

Y de nuevo llegó la música, la danza, la lengua foránea y el sexo eterno, pero esta vez mejor, más íntimo y hermoso, más juguetón.

¿Y de nuevo las dudas? Esta vez no.

Y de nuevo te veré, unos días cálidos de Agosto, en los que te enseñaré Andalucía y el noble legado de mi tierra madre.
Cayetano Gea Martín