Lo que me terminó de desconcertar fueron los extraños aerolitos de fuego que caían del cielo a gran velocidad y que destrozaban lo que tocaban dejando unos agujeros en el suelo no muy profundos pero sí de diámetro considerable, cerca de tres metros.
Más asombrado me quedé cuando me acerqué a uno de ellos que había disuelto a dos miembros de la Tuna en una masa viscosa, informe y grasienta. Es decir, que no se apreciaba en demasía la acción de la ardiente roca sideral, salvo porque no respiraban. Pero lo raro fue que el meteoro presentaba una especie de abertura que lo rodeaba del todo. En menos de lo que hubiera cantado uno de los dos desafortunados mancebos de la Tuna al pasar por una residencia femenina, el aerolito se cascó en dos como un huevo (Kinder), y de su interior surgió, chapoteando en rojo líquido amniótico, un esqueleto de enano de circo con cráneo y óseas alas de dragón, y con un hacha más grande que él mismo que blandía hacía mí a saber con qué intenciones. Por cierto, he dicho que se trataba de un enano de circo porque llevaba por única prenda tres o cuatro jirones de una camiseta que rezaba “Circo Popov”, por lo que deduje cuál era la profesión de dicha criatura cuando estaba viva.
En efecto, al mirar a mi alrededor, y siempre vigilante al armatoste de doble filo que el cadavérico enano alado cimbreaba delante de mis narices, observé que de todos los aerolitos habían surgido más esqueletos, todos con alas y cráneo de dragón, y reconocí a muchos de ellos por lo que portaban (me pareció ver a mi dulce abuelito con su hermoso bastón de cedro que gustaba de recorrer por mis costillas cuando me negaba a vaciarle la cuña).
Desperté de mi ensimismamiento y salí corriendo todo lo rápido que el terreno viscoso y pululante de gusanos me permitía, mientras era seguido de cerca por el maldito enano, que parecía tener ojeriza conmigo. No sé cómo, pero me dirigía de nuevo sobre mis pasos, acabando otra vez en la rotonda donde la estatua del Ángel Caído se enseñoreaba sobre toda la ciudad, ya que su rostro, antaño dolorido por el desprecio y el despido involuntario, improcedente y sin finiquito de Dios hacia él, se mostraba plenamente sonriente, con esa sonrisa que sólo los psicópatas y los mormones que te venden la salvación en panfletos son capaces de esgrimir. Lucifer se alzaba cual David de Miguel Ángel, majestuoso, con las alas desplegadas y con una mano extendida hacia delante, mano cuyo puño permanecía cerrado y vuelto hacia delante, salvo por el dedo corazón, extendido, formando cierto gesto internacionalmente obsceno que todos conocemos.
Más asombrado me quedé cuando me acerqué a uno de ellos que había disuelto a dos miembros de la Tuna en una masa viscosa, informe y grasienta. Es decir, que no se apreciaba en demasía la acción de la ardiente roca sideral, salvo porque no respiraban. Pero lo raro fue que el meteoro presentaba una especie de abertura que lo rodeaba del todo. En menos de lo que hubiera cantado uno de los dos desafortunados mancebos de la Tuna al pasar por una residencia femenina, el aerolito se cascó en dos como un huevo (Kinder), y de su interior surgió, chapoteando en rojo líquido amniótico, un esqueleto de enano de circo con cráneo y óseas alas de dragón, y con un hacha más grande que él mismo que blandía hacía mí a saber con qué intenciones. Por cierto, he dicho que se trataba de un enano de circo porque llevaba por única prenda tres o cuatro jirones de una camiseta que rezaba “Circo Popov”, por lo que deduje cuál era la profesión de dicha criatura cuando estaba viva.
En efecto, al mirar a mi alrededor, y siempre vigilante al armatoste de doble filo que el cadavérico enano alado cimbreaba delante de mis narices, observé que de todos los aerolitos habían surgido más esqueletos, todos con alas y cráneo de dragón, y reconocí a muchos de ellos por lo que portaban (me pareció ver a mi dulce abuelito con su hermoso bastón de cedro que gustaba de recorrer por mis costillas cuando me negaba a vaciarle la cuña).
Desperté de mi ensimismamiento y salí corriendo todo lo rápido que el terreno viscoso y pululante de gusanos me permitía, mientras era seguido de cerca por el maldito enano, que parecía tener ojeriza conmigo. No sé cómo, pero me dirigía de nuevo sobre mis pasos, acabando otra vez en la rotonda donde la estatua del Ángel Caído se enseñoreaba sobre toda la ciudad, ya que su rostro, antaño dolorido por el desprecio y el despido involuntario, improcedente y sin finiquito de Dios hacia él, se mostraba plenamente sonriente, con esa sonrisa que sólo los psicópatas y los mormones que te venden la salvación en panfletos son capaces de esgrimir. Lucifer se alzaba cual David de Miguel Ángel, majestuoso, con las alas desplegadas y con una mano extendida hacia delante, mano cuyo puño permanecía cerrado y vuelto hacia delante, salvo por el dedo corazón, extendido, formando cierto gesto internacionalmente obsceno que todos conocemos.
Cayetano Gea