viernes, mayo 20, 2005

Los paraísos perdidos, 2 de 2

Me bajé, pues, en mi parada (Gregorio Marañón, para los puristas de las localizaciones) con mi cuerpo de apenas veintiséis años proyectando la sombra de un anciano sobre aquel anuncio de vuelos a Alemania, Berlín, por 35 euros. Miré para atrás, intentando localizar a esa luz que se me iba para no volver jamás, cuando, oh, sorpresa, atisbé su pelo entre la gente que bajaba del vagón (de nuestro vagón, de la única habitación que compartimos).

¿Cómo describir la felicidad de drogadicto que sentí al volver a ser poseído por su luminosidad? ¿Cómo enumerar los infantiles planes que mi mente elucubraba a toda mecha? Decidí seguirla, sí, seguirla y atreverme a decirle algo. Abrirle la puerta de la salida del metro, esperar ahí, sujetándola e intentando esgrimir mi sonrisa más atractiva, o en su defecto, de niño bueno, de persona en la que se puede confiar.

Allí estaba, por allí se venía. Esplendorosa. Ahora, además, la veía caminar con unos ligeros y decididos saltitos de colegiala. Una diosa, una diosa entre cerdos que nos revolcamos envueltos en nuestros ordenadores, en nuestros libros, en nuestros DVDs. Ella avanzaba hacia mí. Y cada paso era un poema, una oda. Cada zancada podría crear un universo infante dedicado a la contemplación y al estudio de su cuerpo. Si estuviera terminando una carrera de ciencias (o cualquier carrera, ya puestos) tendría seguro sobre qué haría mi tesis. ¡Oh, qué rotundamente hermosa era! Sería su esclavo sin poner pegas. Ahora mismo, ya. ¿Dónde están mis cadenas? Oh, cruel ama…

Un empujón violento y sin paciencia me sacó de mi ensimismamiento adolescente. Indignado, alcé la vista para observar al ejemplar más feo de mujer que jamás he visto. Ante mí se alzaba una mole tocinera y calva de edad indefinida, aunque por las pintas supuse que no sería muy mayor, lo cual me aterraba, ya que no llegaba a concebir a aquella criatura en un estado peor. Lo más terrible fue contemplar la ristra de tatuajes con simbología nazi que recorría su cuerpo. Mi increiblemente deductora mente proyectó ante mis ojos el anglicismo skinhead, por lo que procuré dejar de mirarla con tan descarada cara de asco.

Mejor aún, decidí fijarme sólo en el ángel que tenía delante de mí y que, oh, fortuna, ¿acaso me sonreía? Su boca se iba ensanchando cada vez más, hasta que con los ojitos reverberando en llamas de felicidad, me dijo: “¿Qué pasa, so guarra?”, en una voz ronca, masculina y chabacana. Cuando acto seguido se abrazó a la bulldozer fascista que me empujó, y comenzaron a juguetear sus lenguas, deduje brillantemente que a lo mejor no era a mí a quién sonreía. Abandoné lo más rápido que pude la escena, sin poder evitar escuchar a la antaño diosa y madre de mis hijos proferir las palabras más soeces que jamás se oyeran en este universo.

A pesar de lo que la gente piense, soy un tío positivo y optimista, y decidí, después de años de tratamiento con electroshocks, sacarle partido a la experiencia. Ya que no otra cosa, los hechos narrados me sirvieron para no volver a juzgar, para bien o para mal, a la gente por su aspecto físico. Ah, también aquella mañana fue cuando mi adolescencia murió del todo, en aquel andén de Gregorio Marañón, línea diez, dirección Fuencarral.

Por la noche, una de las señoras de la limpieza barrió mi recién fenecida adolescencia con su enorme escoba y la depositó en un contenedor de color gris, que es donde se separan para su posterior reciclaje (para fabricar relojes, llaves, insomnios y tranquilizantes) las ilusiones perdidas que mueren a los pies de la monotonía.
Cayetano Gea Martín

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