domingo, mayo 29, 2005

El holandés errante, Capítulo Ocho

Con gran pavor y odio observaba el demonio el impasible semblante de Manuel VanHerden. En su fuero interno reconoció, muy a su pesar, que realmente se encontraba a merced de él, de ese maldito vástago de aquel maldito holandés errante. Después de varios minutos de silencio en los cuales Azazel meditó las consecuencias que tendría el aceptar la obligatoria propuesta, se dirigió a Manuel en los siguientes términos:

AZAZEL.- Aunque no se lo crea, he conocido a muchos como usted. Orgullosos hombrecillos que se creen más grandes que su propio destino, que creen poder comprender y desentrañar los misterios del cosmos como si de dioses se trataran. Créame, su osadía no quedará sin castigo.

MANUEL.- No sea usted absurdo. ¿Qué castigo se le puede imponer a alguien que desea su total y absoluta muerte?

AZAZEL.- Hay destinos peores que la muerte, amigo mío. Se lo garantizo.

MANUEL.- Por sus patéticas amenazas debo creer, pues, que ha aceptado mi propuesta, ¿no es cierto?

AZAZEL.- Así es. Aún en contra de todo lo que creo y defiendo, así es. No me deja usted elección. Pero le prometo que le pesará.

MANUEL.- Bah, palabras. Hágalo, pues, invoque a todas las energías necesarias, a todos los tormentosos espíritus del caos que hagan falta para enterrar las manos en las arenas del tiempo y extraer de ellas lo que preciso… ¡mi desaparición de todo universo conocido! Hágalo, maldito sea, ¡hágalo de una vez! ¡Retroceda en el tiempo e impida que mi abuelo conozca a mi abuela! ¡Ahóguelo en el mar! ¡Lo que sea, pero hágalo! ¡No soporto ni un minuto más esta existencia!

AZAZEL.- Como desee, amigo mío. Lo voy a hacer de inmediato. ¿Desea usted despedirse del universo?

MANUEL.- Desearía más bien destruirlo por completo. Desearía eliminar toda la creación, este monstruoso caos que llamáis vida y al que os aferráis como los parásitos que sois. Me encantaría que todo desapareciera conmigo. Pero me he de conformar con sólo mi persona. Y no lo repetiré, amigo mío. No voy a despedirme, ni quiero saludar al respetable, ni quitarme el sombrero, ni soltar un discurso para la posteridad: sólo quiero morir. Y quiero morir ya.

AZAZEL.- A sus órdenes…

El demonio se aferra a los barrotes de la jaula y cierra los ojos mientras entona una plegaria de palabras incomprensibles, arcanas, malditas. Todo a nuestro alrededor tiembla y se pliega, se difumina, gira. Al cabo de cierto tiempo (¿minutos, días, siglos?), todo se queda en calma.

AZAZEL.- Ya.

MANUEL.- ¿Cómo que ya? ¡Sigo aquí!

AZAZEL.- (Sonriendo triunfante) Por supuesto…
Cayetano Gea Martín

No hay comentarios: