Soy un tipo como otro cualquiera. Mi vida no contiene a priori ningún tipo de novedad con respecto a la de los demás. Poseo y deseo lo que poseen y desean todos (qué bien me ha quedado). Pero desde hace dos días exactos siento una necesidad imperiosa de escribir. Qué fue lo que provocó en mi este ímpetu literario, os preguntaréis. Veréis, mis queridos lectores, hace cuarenta y ocho horas me encontraba sentado en mi despacho, al igual que ahora, frente a mi preciada mesa de caoba y con el hermoso sol de mayo a mis espaldas reverberando sobre mi ventanal de cristal de Venecia, cuando, y como le acontece a la mayoría de los genios que en el mundo han sido, en el momento en que, y gracias a mi querida secretaria por realizar determinados trabajos orales, alcanzaba el orgasmo, tuve una revelación.
El hecho en sí tiene una base científica, por supuesto: al llegar al clímax, arquee hacia arriba mis piernas, como me suele acontecer, lo que provocó que mi secretaria golpeara con su cabeza contra la mesa, y en consecuencia y como acto reflejo, apretó más de lo debido para el ejercicio del placer sus mandíbulas, lo cual se puede traducir como una tremenda pinza con los dientes sobre el miembro viril, en este caso, el mío; fue tal el dolor que me desmayé ahí mismo, cayendo mi noble cabeza con algunos cabellos ya canos sobre ciertos documentos de expropiación que algunos individuos (sobre todo los del tribunal supremo) darían un brazo por pescar.
Durante mi pérdida de conciencia tuve un sueño peculiar: me encontraba contemplando una sala circular marfileña con una vidriera en el techo por la que entraba el fuerte sol de mediodía cabalgando en un inmaculado cielo sin nubes. Abajo, en el suelo de la sala y hacia la pared del fondo, una piscina de calientes aguas (un caldarium, para los latinistas) daba descanso pedicular, esto es, en los pies, a una docena de sujetos con sus partes pudendas envueltas por blancos albornoces, en su mayoría barbudos y sesentones, más bien poco flacos y con cierto brillo en sus miradas que destellaba cuando hablaban entre ellos, como así acontecía.
Como persona de mundo que me precio de ser, enseguida llegué a dos deducciones posibles: o bien me encontraba en una sauna donde los amanerados pueden expresarse con libertad, o bien había retrocedido, envuelto en alas de mi desmayo onírico, hasta la Roma o Grecia clásicas y me hallaba rodeado de sabios, filósofos y demás gentes de buena cepa. Debo decir que la primera opción me aterraba sobremanera, y que la posibilidad de verme rodeado por sátiros varones sesenteros rijosos no me resultaba muy reconfortante, dada la famosa promiscuidad de este, cada vez más emergente, colectivo de desviados.
Afortunadamente, y gracias a mi humanística educación y a mi erudito interés por la filosofía, pude reconocer los sabios rostros de todos los presentes. Me encontraba, pues, ante un nutrido grupo de venerables mentes, posiblemente las más grandes que occidente haya donado al mundo entero. Allí estaban Platón, Descartes, Aristóteles, Marx, Kant, Hume, Nietzche, Ortega y Gasset, San Agustín, Sócrates, y dos sujetos más que no llegué a identificar, pero que tenían pinta de filósofos franceses, por lo que no les di demasiada importancia.
Todos ellos, incluidos los dos desconocidos, se me quedaron mirando con curiosidad y camadería, como reconociendo en mí a un colega anónimo. Muy emocionado, y sintiéndome observado, sólo pude articular una frase: “Esto… ¿alguno de ustedes tiene un cigarrillo?” “Yo tengo un paquetito de tabaco negro, bombón”, me dijo Kant guiñándome un ojo y moviendo lascivamente la lengua, “Fuego no tengo, vida, pero no te preocupes, que después de la que te va a caer, podrás encenderlo con el culo”.
El hecho en sí tiene una base científica, por supuesto: al llegar al clímax, arquee hacia arriba mis piernas, como me suele acontecer, lo que provocó que mi secretaria golpeara con su cabeza contra la mesa, y en consecuencia y como acto reflejo, apretó más de lo debido para el ejercicio del placer sus mandíbulas, lo cual se puede traducir como una tremenda pinza con los dientes sobre el miembro viril, en este caso, el mío; fue tal el dolor que me desmayé ahí mismo, cayendo mi noble cabeza con algunos cabellos ya canos sobre ciertos documentos de expropiación que algunos individuos (sobre todo los del tribunal supremo) darían un brazo por pescar.
Durante mi pérdida de conciencia tuve un sueño peculiar: me encontraba contemplando una sala circular marfileña con una vidriera en el techo por la que entraba el fuerte sol de mediodía cabalgando en un inmaculado cielo sin nubes. Abajo, en el suelo de la sala y hacia la pared del fondo, una piscina de calientes aguas (un caldarium, para los latinistas) daba descanso pedicular, esto es, en los pies, a una docena de sujetos con sus partes pudendas envueltas por blancos albornoces, en su mayoría barbudos y sesentones, más bien poco flacos y con cierto brillo en sus miradas que destellaba cuando hablaban entre ellos, como así acontecía.
Como persona de mundo que me precio de ser, enseguida llegué a dos deducciones posibles: o bien me encontraba en una sauna donde los amanerados pueden expresarse con libertad, o bien había retrocedido, envuelto en alas de mi desmayo onírico, hasta la Roma o Grecia clásicas y me hallaba rodeado de sabios, filósofos y demás gentes de buena cepa. Debo decir que la primera opción me aterraba sobremanera, y que la posibilidad de verme rodeado por sátiros varones sesenteros rijosos no me resultaba muy reconfortante, dada la famosa promiscuidad de este, cada vez más emergente, colectivo de desviados.
Afortunadamente, y gracias a mi humanística educación y a mi erudito interés por la filosofía, pude reconocer los sabios rostros de todos los presentes. Me encontraba, pues, ante un nutrido grupo de venerables mentes, posiblemente las más grandes que occidente haya donado al mundo entero. Allí estaban Platón, Descartes, Aristóteles, Marx, Kant, Hume, Nietzche, Ortega y Gasset, San Agustín, Sócrates, y dos sujetos más que no llegué a identificar, pero que tenían pinta de filósofos franceses, por lo que no les di demasiada importancia.
Todos ellos, incluidos los dos desconocidos, se me quedaron mirando con curiosidad y camadería, como reconociendo en mí a un colega anónimo. Muy emocionado, y sintiéndome observado, sólo pude articular una frase: “Esto… ¿alguno de ustedes tiene un cigarrillo?” “Yo tengo un paquetito de tabaco negro, bombón”, me dijo Kant guiñándome un ojo y moviendo lascivamente la lengua, “Fuego no tengo, vida, pero no te preocupes, que después de la que te va a caer, podrás encenderlo con el culo”.
Cayetano Gea Martín
4 comentarios:
Jajajajajajaja, estás fatal d lo tuyo!!! Hay algo en tu pasado q nos quieras contar, Cayetano? Madre mía, cómo se os va la pelotaaaaaaa. Pero aunq escribas cosas raras sigues escribiendo jodidamente bien, qué perro!!! Sigues en Andorra o has vuelto ya? Igual es la influencia dl extranjero, q te hace escribir cosas extrañas.
Jajajaja, si es ke mira ke hay libertad ahora pero en épocas anteriores se lo sabían pasar mucho mejor ke nosotros, y si no no hay más ke retroceder a mi kerida Edad Media, ke era una orgía constante XDD (aunke las condiciones higiénicas dejaban mucho ke desear, la verdad)
Y ahora es cuando me acuerdo de mi sobrinín de un año, ke estuvo ayer en mi casa... sabeis lo ke estaba todo el rato diciendo?? bueno, hay ke entender ke aún no habla nada, ya se sabe, papa, mama, agua y poco más, pero es ke le preguntabas ke kería y te soltaba "Teto" jajajaja, yo me descojonaba de él y el jodío al verme reir se partía de risa también, ay pobre, ke perrerías le hago XDD
Pero realmente siendo tan pekeño sabe lo ke es eso? Hum...
Jajaja...
Claro, pero la "libertad sexual" de la Edad Media era sólo del señor sobre (valga la preposición) la nueva esposa del vasallo...
Y, claro, como vos decís, no existía demasiada higiene, of course... Que tuvieron que venir de fuera para enseñarnos lo que era el agua... A veces pienso que para conquistar la Península, a los musulmanes sólo les vastó con mostrarnos una esponja, jejeje...
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