Fue en aquella tarde de autos cuando las dos prostitutas se cruzaron por la Calle Santa Esmeralda. A la consiguiente disputa por la única farola no cubierta de orines ni de defecaciones de perro le siguió la desaparición de Doña María Lourdes de la Santa Concha (Lurditas, para su numerosa clientela), volatilizándose ante los aterrados ojos de Doña Encarnación Martínez Gelo (Encarni, para su no tan numerosa clientela y para un hermano retrasado que trabaja simulando reiterados atropellamientos para un bufet de abogados), la cual, al tomar declaración, relató a la policía su mayúscula sorpresa. “La mu puta es capá de cualquié cosa con tal de llamá latención”, comentó la citada testigo.
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Don Luis Martínez Flores, natural de Zamora y residente en Madrid, atravesó la Calle Santa Esmeralda desde el número 20 (su portal) hasta el 44. Increíblemente, Don Luis no llegó entero hasta el citado número, sino sólo la parte superior de su cabeza (concretamente, desde las cejas hasta el pelo), para luego desaparecer, al igual que, según testigos (que ahora precisan de fuerte tratamiento psicológico con alcaloides y electro-shocks) fue haciendo el resto de su cuerpo poco a poco, desde que empezaron a desaparecer sus pies alrededor del número 28. “Lo que no me explico, tío, es cómo cojones, tío, siguió andando sin piernas, tío”, relató a la policía cierto testigo adolescente.
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Se recupera en el Hospital Severo Ochoa de Leganés favorablemente (y misteriosamente, dada la fama de dicho centro sanitario) Don Segismundo Cebote Odón, vecino de dicha localidad, el cual, debido a su interés por las prostitutas ubicadas en la Calle Empalmador, aquel domingo de autos acudió a la capital de esta nuestra patria. Después de llevar a cabo sus gestiones, Don Segismundo fue llamado por su mujer al móvil. Contestando éste a la llamada, e inventándose la excusa del fallecimiento de una tía tercera política, fue distraídamente hablando con su cónyuge hasta la esquina de dicha calle con la Calle Santa Esmeralda, pero sin llegar a entrar en ella, salvo por su prominente barriga de cuarenta kilos que asomaba amenazante (lo que le hacía víctima de no pocos e ingeniosos motes, destacando “gordo de mierda”, a modo de ejemplo). Al terminar la conversación con su no del todo convencida esposa, y al ir a guardar el aparato telefónico, observó con desmayada sorpresa cómo la mayor parte de su orondo vientre había desaparecido. “Parecía como si alguien hubiera hecho lonchas con mi barriga, tenía todo el aspecto de tocino veteado”, aclaró en el hospital cuando pudo hablar, sin estar bajo los efectos del valium, a un miembro del orden, “Es horrible reconocerlo, pero el caso es que me daban ganas de comerme a mí mismo”.
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Ayer, martes, fueron ingresados en La Paz tres trabajadores del ramo de la construcción con fuertes contusiones craneales. Dichos sujetos volvían hacia sus casas al finalizar la jornada laboral cuando, descendiendo por la Calle Santa Esmeralda, se apareció delante de ellos, según su testimonio, un sujeto desnudo salvo por un taparrabos, fuerte musculatura y abundante y negra pelambrera craneal y corporal, el cual, sin mediar palabra (salvo por un hondo gruñido, según una de las víctimas) asestó sendos cachiporrazos con dicha arma a los tres, con supuesta aviesa intención. “Intenté razonar con él”, afirma una de las víctimas, “y creo que llegamos a buen entendimiento, a pesar del dolor de cabeza que me iba entrando por momentos. Lamentablemente, el muy cabrón puso fin a la charla arreándome un derechazo que me saltó nueve piezas dentales y me desencajó cinco centímetros la mandíbula hacia la izquierda”.
Debe constar en acta que la aguda dipsomanía que portaban los tres trabajadores hace dudar al cuerpo de policía (y a este sufrido funcionario) de la veracidad de los hechos, más si cabe cuando afirman que el agresor medía casi tres metros de alto y metro y medio de ancho. “Parecía de pueblo, de Cuenca o de por ahí… a saber lo que come esa gente”, afirma una de las víctimas.
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Doña Beatriz Himenelda Reseco, profesora de religión en Educación Secundaria y antigua monja, fue víctima, ayer jueves, de un intento de violación por parte de un sujeto envuelto con gabardina que, según Doña Beatriz, surgió de la nada alrededor del número 32 de la Calle Santa Esmeralda. Dicho individuo se desabrochó su única vestimenta, mostrando su miembro viril (pulsante y descomunal, afirma la impresionada víctima) y obligando a Doña Beatriz a mantener relaciones sexuales con él. “Pero en aquel instante, antes de que el sátiro pudiera cumplir con su tenaz objetivo autoimpuesto, se materializó como del aire una mujer de mala vida que se desenvolvió con él ahí mismo, en plena calle”, afirma Doña Beatriz. Dicha meretriz, pudo comprobar la policía por la descripción de la víctima, era Doña María Lourdes de la Santa Concha, desaparecida hace apenas dos semanas.
“Me tomé la aparición de aquella señorita como un milagro de Dios para conservar intacta mi sagrada virginidad… aunque, bueno, en fin, no me hubiera importado haberle tocado su cosa sólo por curiosidad, o incluso haberle dado un par de lamet[…]” El resto del informe es confidencial.
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El pasado domingo, y a instancias de la Jefatura Nacional de Policía, el abajo firmante y redactor de este informe, Don Antonio Pelayo Heredia, realizó a cabo, junto con otro compañero, Don Emilio Herranz Mozos, una investigación in situ acerca de los misteriosos acontecimientos de las últimas semanas producidos en la Calle Santa Esmeralda.
Poniendo en peligro no sólo nuestras vidas sino incluso nuestra integridad física, actuamos más allá de lo que el deber exige. Con premura, llegamos al lugar de los hechos; bien armados, eso sí. Recorrimos la citada calle cuatro veces (esto es, dos en cada sentido y dos en cada acera), sin presenciar ni ser testigos de ningún fenómeno peculiar, salvo el hecho de que, al terminar nuestra inspección, mi compañero Emilio llevara fusionado a su cuerpo, como un hermano siamés, a Don Luis Martínez Flores, desaparecido en dicha calle hace tres semanas. El interfecto se hallaba amalgamado con mi compañero, compartiendo éstos el mismo brazo derecho y parte del tronco.
Después de dejar a mi, visiblemente preocupado, compañero y a su “vecino” en la ambulancia, me dirigí hacia el coche patrulla, con la intención de ir hasta la comisaría y redactar allí el actual informe. Sin embargo, pude notar al sentarme en el asiento del conductor que tal trayecto me resultaría imposible de realizar desde el susodicho vehículo: una prominente y esférica barriga me impedía llevar a cabo cualquier tipo de maniobra.
Cayetano Gea