Se sentó en su mesa de siempre, en su bar de siempre, y ordenó el consabido té negro del sábado a las cuatro de la tarde. Extrajo el libro que estaba leyendo esos días, La invención del Quijote, de Francisco Ayala, encendió un cigarrillo y comenzó a leer. Le encantaban estas horas de absoluta calma, antes de que el bar, a eso de las siete, comenzara a llenarse con la variopinta fauna que puebla Madrid los fines de semana. Estos momentos de pausa, tan raros en su ajetreada vida, le sumían en una especie de cálido letargo en el cual era capaz de estar tranquilo y pensativo, pero sin darle vueltas a lo mismo una y otra vez desde hace cinco años.
Desde el día en que ella murió.
Nada había vuelto a ser lo mismo, lo cual era obvio y suponía que a todo el mundo que pasa por un trauma semejante experimenta. Pero a él le asustaba la fragilidad de la existencia humana mucho más que el ser consciente de la muerte de su esposa. Dormía muy mal, temiendo por su propia vida cada vez que la oscuridad lo envolvía, temblando y agarrándose las rodillas, como el grotesco niño de cuarenta y ocho años que a veces era. Solamente en aquellas tres horas a la semana se encontraba en paz, feliz. Era su tregua particular.
- Hola, perdona, ¿esta silla está ocupada?
- ¿Eh? No, no, en absoluto.
¿Quién era ella? Y ¿por qué le importunaba con su mundana presencia, con sus ojitos de niña mona madrileña a la caza del macho maduro? Aún era demasiado pronto como para comenzar la danza de la fertilidad. Estas tres horas eran suyas, su necesario paréntesis. No cambien de canal, por favor, todos los
- Todos los sábados de cuatro a siete.
- ¿Disculpa?
- ¿Eh? Oh, nada. Estaba pensando en voz alta. No, la silla no está ocupada, no.
Ella lo observaba con esa mezcla de miedo y atracción con la que las chicas jóvenes solían mirarlo. A pesar de su edad, y no de no haberse cuidado demasiado, parecía diez años más joven. Pero sus ojos no. Tenía ojos de anciano escudriñador.
- ¿Te conozco de algo?
- ¿Qué? Ah, no, no creo.
- Yo creo que sí, me suena tu cara.
- Suelo dejarme caer por aquí. Sobre todo a esta hora. Quizá me hayas visto otro sábado aquí sentado y leyendo a solas.
- ¿Te estoy importunando?
- Infinitamente.
- Discúlpame. No era mi intención molestarte. Te dejo seguir leyendo. ¡Hasta luego!
El musitó un conciso “gracias” y se dispuso a continuar con el libro. Sin embargo, por más que intentase leer, ya no era capaz de concentrarse. “Maldita sea”, pensó. “Esto me pasa por no quedarme en casa y hacer lo mismo que hago aquí, pero desde mi sofá”. Se mentía, claro. Sabía muy bien por qué prefería venir aquí. En su casa
En casa los demonios me destrozan el alma. Fantasmas andrajosos me persiguen habitación por habitación, violando mi mente y susurrándome frías palabras en el cuello en cuanto me siento en el sofá, en ese sofá tan cargado de recuerdos que se hunde debido a su peso, como el resto de la casa, de estas cuatro paredes que no son nada si no estás tú para dominarlas. Tu impronta me persigue como los miasmas que dejan los pensamientos en el aire que una vez compartimos.
En su casa no podía concentrarse bien. Por eso venía aquí. Además, conocía al dueño y era un lugar no excesivamente luminoso y agradable, una mezcla de bar de copas con biblioteca. Él llegaba a las tres, elegía un libro, cruzaba alguna frase amable que otra con el camarero checoslovaco, ordenaba un té negro, sacaba el paquete de tabaco rubio bajo en nicotina y comenzaba a leer. Se bebía tres tazas de té en total, una por hora, y se fumaba seis cigarrillos, uno cada media hora. Después, a las siete, podían pasar dos cosas. Generalmente, se iba a casa y se metía rápidamente en la cama para
Para que los demonios no jugaran con sus lenguas de hielo en su oreja.
Para poder levantarse pronto al día siguiente. O, a veces, si conocía alguno de los parroquianos y se sentía animado, pedía una jarra grande de cerveza alemana y charlaba un ratito. Luego, siempre alguna chica se le acercaba a hablar y de vez en cuando acababan en la cama. Pero este sexo fugaz lo entristecía y le hacía pensar de nuevo en ella, en su mujer perdida.
Las horas muertas y los años perdidos que dejaban su saldo vital en números rojos, en facturas por pagar y en entropía en todos y cada uno de sus miembros.
- Hola de nuevo.
- Ah, hola.
- ¿Sigues leyendo, eh?
- En realidad, creo que lo dejo por hoy.
- ¿Demasiadas cosas en la cabeza?
- Podría decirse así.
- ¿No eres muy hablador, eh?
- Sólo cuando tengo algo importante que decir.
- Me recuerdas al protagonista de Tala, de Thomas Bernhard, o al Lobo Estepario.
- ¿Qué pasa? ¿Es que te van los viejos silenciosos? ¿Esos que parecen tener un mundo interior increíble? ¿Buscas un padre en lugar de un novio?
- No. Los tipos como tú me llaman la atención y despiertan mi curiosidad, pero nada más.
- ¿Los tipos como yo?
- Sí. Los pseudo literatos depresivos. Ya sabes, la gente que prefiere libros a personas.
- Lo dices como si fuera algo malo.
- En absoluto. Pero vuestra actitud es siempre de macho herido. De león viejo.
- ¿Y si fuera una mujer?
- No, eso no ocurre casi nunca. A las mujeres nos gusta vivir.
- ¿Y a mi no?
- Sí, pero estás tan cómodo auto compadeciéndote que no quieres arriesgarte a la posibilidad de ser feliz.
- No me conoces. No me conoces en absoluto.
- No, pero conozco todo lo necesario sobre los tipos como tú.
- Me llamo Alfonso, por cierto.
- Yo no tengo nombre, dejémoslo ahí.
- De acuerdo.
- ¿Sabes? Los tíos como tú sois criaturas patéticas que disfrutáis quejándoos y llorando sobre lo absurdo de la existencia. Y miráis al resto de los pobres mortales desde vuestro trono hecho a base de libros y de excusas. Creo que sería mejor para todos, vosotros los primeros de la lista, si os mataseis.
- Es curioso. Últimamente fantaseo con el suicidio. Pero no por la causa que crees.
- Oh, creo que la sé. Se debe a que perdiste a alguien, a tu esposa, presumo.
- ¿Cómo sabes eso?
- Los tipos como tú sois muy obvios. Es lo más triste de vosotros: os creéis tan distintos al resto que no os dais cuenta de lo típicos que podéis llegar a ser. Vosotros nunca os suicidaríais por un hijo, o un hermano. Pero por el amor de vuestra vida sí.
- Lógico, ¿no?
- No.
- ¿No?
- No. Flaca memoria le harías a tu fallecida mujer si te mataras. ¿Qué crees que pensaría ella al verte sentado aquí, patéticamente solo, tonteando con chicas y fantaseando con la idea de quitarte la vida?
- Ella no puede verme. Está muerta.
- Pero, ¿y si pudiera?
- Desde que cumplí los treinta años abandoné los “¿y si?”
- Claro, cómo no. Además de inteligente eres pragmático, ¿verdad?
- Muy buena palabra. Sigue leyendo, pero sin comprenderlos, a Millás y a Marías y podrás añadir a tu parco vocabulario filfas, hueras y epifanías.
- Se te da bien el rol del viejo cabrón, ¿eh?
- Sí, bueno, no me quejo.
- Tienes a la gente bien clasificada, ¿no? ¿Para qué arriesgarse a conocer a alguien que se salga del molde?
- Efectivamente, ¿para qué? Es mejor que yo siga disfrutando de mi té y que tú te vuelvas a tus apuntes de magisterio y tus tiras cómicas de Mafalda.
- Oh, pero qué inteligente eres.
- Sí. Sin embargo a ti te falta una neurona para poder ser sarcástica, así que ahorrémonos este diálogo de besugos y déjame tranquilo.
- Bueno, ya te dejo en paz. Pero antes, respóndeme a una pregunta.
- Vale. Te la contesto: sí, soy feliz. Y si no lo soy es asunto mío.
- Esa no era mi pregunta.
- Bien. No quiero acostarme contigo. Me has caído tan mal que no te follaría ni con la polla del camarero en lugar de la mía.
- Tampoco era eso, cabronazo maleducado.
- De acuerdo. Pues dila y puerta.
- La pregunta es si pensarás en lo que te he dicho.
- ¿Y qué me has dicho?
- Si crees que así respetas la memoria de tu difunta esposa.
- Ya te he dicho que no creo en…
- No crees, no crees… ¿No crees en qué? ¿No crees que ella invirtió los mejores veinte años de su vida en convertirte en un mejor ser y que, a la vista está, ha fracasado estrepitosamente? ¿No crees que merece una compensación por sus sacrificios constantes, por su esfuerzo y su fe hacia ti, y que ahora se lo pagas convirtiéndote en algo que ha buen seguro ella reprobaría? ¿Eso es en lo que no crees? ¿Eso es? Bah, hazle un favor a la memoria de tu difunta esposa y desaparece del mundo o cambia. Vuelve a ser el hombre que ella querría.
Y con esa última frase, se marchó. Al cabo de diez minutos, lo que tardó Alfonso en consumir otro cigarrillo, se incorporó y salió a la calle. Ni siquiera se molestó en pagar. Se preguntó cómo andaría su madre y cuánto hacía que no la visitaba.
Cayetano Gea Martín