Una señora adinerada y hermosa aún a pesar de contar con algunos años más de lo que podría denominarse sin temor a equívoco la madurez, bebe un vaso de whisky mientras escucha algo de música y espera a un señor que acude a su casa una vez a la semana y con el cual comparte una mínima charla y muchos abrazos y caricias. Lo cierto es que esta señora ya no precisa verse embarcada en una ilusión amorosa o engaño similar. Disfruta de lo que este señor le ofrece aún a sabiendas de que lo único que persigue es la herencia que de ella podría obtener. En el fondo, piensa esta señora, el trato no es del todo injusto, teniendo en cuenta que ambos salen beneficiados de la situación. Mientras ella, que ya ha renunciado al amor y las ilusiones pasajeras, se conforma con un día a la semana de cierto lúbrico placer, él obtendrá en el futuro unos bienes que ella, aunque quisiera, no podría disfrutar siendo ya cenizas, o fantasma o materia inorgánica en continua transformación.
Aunque no desea embarcarse en ilusión alguna lo cierto es que esta señora está ilusionada esperando que llegue el apuesto señor, al que conoció con motivo de una fiesta que se celebró en honor de su difunto marido. El señor apuesto, que vestía traje de Versace impoluto y calzaba unos excelentes Martinelli de piel, se presentó como el director ejecutivo de la empresa que en su día dirigió su marido, de la que esta señora es en la actualidad la accionista mayoritaria y en la que no interviene en decisión alguna. La señora, mientras bebe el whisky cómodamente recostada en un extensísimo sillón de cuero negro, procede a ejercitar la memoria e intenta recordar cada uno de los encuentros con el señor apuesto. Debe reconocer que no recuerda todos ellos y, de los que recuerda, apenas quedan algunos detalles en su memoria. Se da cuenta con horror de que no recuerda el rostro de ese hombre que la visita cada semana y de que tal vez tenga que visitar a un especialista, a pesar de que su natural resistencia a ello le anime a lo contrario. Sin embargo, trata de tranquilizarse, en cierto modo el no recordar su cara es un apremio para volver a verlo, ya que de ese modo puede experimentar de nuevo la sensación de volverlo a ver por primera vez, de repasar sus gestos con minuciosidad y hacerlos suyos una vez más. Es como si muriese con cada despedida, como si ella desease esa muerte para seguir aferrada a la necesidad de descubrir su rostro en cada nuevo encuentro. Su gesto se contrae en una mueca que no podría afirmarse si es de dolor o de alegría porque la señora cree reconocer un atisbo de ilusión en lo que hasta ese momento ella pensaba que era mero pasar el tiempo, mero vivir, mero envejecer. Apoya el vaso de whisky sobre una mesa de cristal y decide moderar el flujo de sus pensamientos pues pronto, se dice a sí misma, se verá pensando en el futuro, cuando se ha prometido encomendarse al carpe diem y que el tiempo transcurra como un flujo continuo, sin necesidad de colocar en él esperanzas o remembranzas que la hagan saltar de un lado a otro hacia eventos inexistentes por pasados o por futuros.
La señora espera con paciencia al señor apuesto. Se dirige en un par de ocasiones al espejo que hay en un rincón del salón y allí se coloca el cabello por encima del hombro, con un gesto que deja entrever tristeza y añoranza, a pesar de su deseo de vivir el presente como único tiempo posible. En la cama, el futuro. La doncella ha colocado las sábanas por la mañana y la señora que espera ha encendido seis velas que desprenden un aroma a vainilla que disimulará, en parte, el olor de los cigarrillos que él fumará tras el simulacro amoroso.
La señora espera, mientras piensa que siempre espera. Y mientras tanto, espera.
La señora espera, mientras piensa que siempre espera. Y mientras tanto, espera.
P.G.V.