viernes, mayo 18, 2007

Laura, 4/5


Dado que su ansiedad comenzó a disiparse rápidamente, descubrió, no sin cierta sorpresa, que el hambre roía sus tripas de manera escandalosa. -Qué raro-, dijo, -si me apreté un kebap a las doce de la noche-. Un instinto feraz se apoderó de ella.

Una vez más, descendió los escalones, aunque esta vez a saltos, en busca del pequeño almacén de víveres. Allí pudo encontrar, con la alegría satisfecha que da el hallazgo de algo de comida, frutos secos y prometedoras bolsas grasientas con las que saciar su apetito. No era el cuerno de la abundancia, pero algo era algo. Comenzó abriendo un saco de tela que contenía unos diez kilos de cacahuetes salados y pelados. Hundió literalmente la cabeza en la saca y comenzó a devorar los frutos secos, masticando a dos carrillos como un perro en su cuenco. Una de las veces que levantó la vista para respirar posó sus ojos en una gigantesca bolsa de papel cartón con manchones de grasa. Soltó los cacahuetes para empezar a engullir las patatas fritas que contenía ésta a puñados.

El dantesco espectáculo no duró demasiado, ya que pronto logró dominarse, cuando la repugnancia que le daba verse a sí misma tragando de aquella manera se impuso al increíble apetito que la dominaba. “Joder, me muero de sed”, pensó echando mano de la bolsa de patatas fritas y ascendiendo de nuevo la escalera. Puta escalera-, dijo en voz alta, -te estoy empezando a coger manía ya.

A mitad de camino de su ascenso, pudo ver, bajo la luz del luminoso amanecer que se filtraba a través del tosco enladrillado, que había una gran mancha de color rojo oscuro que empapaba tres peldaños. Intrigada, se arrodilló ante ella para sufrir en sus fosas nasales el penetrante y metálico olor de la sangre seca. -Qué asco, por Dios-, chilló. -¿Y qué cojones será esto?-, se dijo a sí misma al comprobar que en medio del manchurrón se podía apreciar algún tipo de materia orgánica, como carne picada grisácea.

-Parecen tripas o sesos, joder, qué puto asquito-, comentó. Con presteza, acabó de subir los escalones que le restaban. El pub contaba con dos barras, una más grande que la otra. La pequeña daba justo a la escalera y la grande dominaba la pista central. Hacia ésta se dirigió, con la intención de tomarse la cerveza más cara que fuera capaz de encontrar.

Rodeando la barra, tomó posesión de ella, e inmediatamente recordó sus años mozos de camarera en Huertas, a los borrachos y a los babosos que tenía que sortear, y los macizos que se tiró durante sus más de dos años de servir copas los fines de semana. “Una buena época”, pensó, “tan lejana como la Universidad, e igualmente doloroso su recuerdo”.

Con resignación ante el hecho de tener una edad que no la gustaba lo más mínimo, Laura comenzó a inspeccionar las cinco cámaras frigoríficas, para encontrar al fin una Grimbergen doble tostada. La abrió y observó con placer la fina nube de vapor frío que ascendía de la boca de la botella, las burbujas que consolidaban la espuma y los trozos de escarcha derritiéndose a lo largo del cristal. -Creo que estoy comenzando a ser una alcohólica como Dios manda-, se dijo, mientras que con cierto temblor de manos enganchó la botella y se amorró a ella.

Dos horas más tarde, y tras haber ingerido seis botellas de aquella fuerte cerveza belga, se encontraba de nuevo totalmente borracha. El bar giraba a su alrededor como un carrusel demoníaco de paredes azul oscuro, al compás de su cerebro empapado en alcohol. Un furtivo rayo de sol se colaba por el hueco de un ventanuco, y moría reflectado contra el cristal esmerilado de uno de los focos, de tal modo que éste parecía estar iluminado. Lo parecía, sí. -Realmente lo parece, lo parece, je, je, joder, qué pedal llevo de nuevo, coño-, comentó entre exabruptos de cerveza. -Yo creo que lo está, yo creo que... está encendida, jo, ja, ¡eh! je, je... Está encendida, está encendida-, comenzó a cantar girando sobre su propio eje. -¡Que empiece la fiesta, vamooos!-

Como por arte de magia, una a una se fueron encendiendo, mientras la luz exterior iba menguando rápidamente. Increíblemente, caía la tarde, y a una velocidad pasmosa. Poco a poco, extrañas siluetas comenzaban a dibujarse en el aire, trazos sueltos creados por pavorosa mano iban cobrando forma y vida. Una melodía sustituyó en sus oídos al incesante pitido, melodía que fue creciendo poco a poco de intensidad, hasta llenar el recinto de ritmos sincopados, mientras las siluetas comenzaban a moverse, a respirar, a bailar. La discoteca se encontraba de nuevo a rebosar de gente, de humo, de copas, de música, de voces. La noche había vuelto con intensidad, con la furia de la vanidad humana anclada a sus tobillos.



Cayetano Gea Martín


2 comentarios:

Margot dijo...

Me está produciendo algo de inquietud, acojone pero eso no se dice aquí, tu relato...

Ufff creo que ando demasiado impresionable!!

Pero va, te sigo leyendo que me tienes intrigada... jeje

Un besote!

Kay dijo...

Espero que permanezcas fiel, aunque también espero que no te desengañe el final (que colgaré el marte), que, como siempre, la cago al final, jeje...

Besos de intrigas palaciegas