Ascendió de manera bastante más firme que los bajó los peldaños de la escalera hacia la planta superior, donde las luces de colores danzaban al compás de los cuerpos sudorosos, donde del humo de los cigarrillos y los copazos de garrafón a ocho euros iban socavando sin prisa pero sin pausa la salud de los parroquianos. Salvo que nada de eso había ya. “No puede ser que hayan cerrado en cinco minutos”, pensó, pero lo parecía. Lo cierto es que lo parecía. Allí no había ni un alma. Nadie. Y no sólo eso: la discoteca se encontraba impecable, los suelos barridos y fregados, las copas y los vasos recogidos, los ceniceros vacíos y las sillas encima de las mesas y de las barras. -¿Qué cojones habrá pasado aquí?-, dijo en voz alta. -¿Me habré quedado dormida?
Algo asustada, sintiendo cómo el alcohol restante desaparecía de sus venas tan rápidamente como fue su ingesta, sacó su Nokia N93i y buscó a tientas en la oscuridad reinante el número de teléfono de alguna de sus amigas, para darse cuenta, con desesperación, de que carecía de cobertura necesaria. Ninguna alentadora raya aparecía en la esquina superior izquierda de la pantalla de su móvil. El pánico iba creciendo dentro de ella, aunque acertó a posicionarse en frente de la puerta principal, sólo para comprobar que ésta se encontraba cerrada a cal y canto. “Debe haber una salida trasera, como en todos los establecimientos, ¿no?”, se obligó a pensar, “Si no tienen otro acceso más es ilegal, o eso he oído, así que tranquila, que este garito tan grande tiene que tener una puerta de emergencia fijo, sólo tienes que encontrarla, ¿vale? Cálmate y búscala”.
Ya totalmente sobria, y al borde de un ataque de ansiedad, recorrió las cuatro paredes de la planta de arriba del local, tanteando con las manos y con los ojos que se iban acostumbrando poco a poco a la penumbra. Sus dedos poco a poco se colmaban de la suciedad reinante, al igual que su modelito y su nariz, obligándola a estornudar un par de veces. -Maldita alergia al polvo-, murmuró. Nada. No encontró nada. Por dos veces vio frustradas sus esperanzas al dar con sendas puertas que llevaban al almacén de las escobas y a un despacho infestado de papeles pero no de salidas de emergencia. -Seguro que estará en la planta de abajo, seguro-, decía muy asustada, para infundirse cierto ánimo poco convincente. -No hay que desesperar ante la adversidad, joder, eres una mujer hecha y derecha, hecha y derecha, coño, de treinta tacos-, repetía como un mantra mientras descendía de nuevo la escalera hacia la planta de abajo. -Tiene que estar, tiene que estar. ¿Cómo no va a estar, mujer? Tranquila, Laura, por Dios, tranquila.
Cayetano Gea Martín
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