Esta vez, sin embargo, no se dirigió hacia los baños, si no que pasó de largo y se encaminó hacia la pared del fondo, temiendo encontrarse un cuarto de las escobas o algo parecido. Sus temores se vieron tristemente cumplidos. Allí no había nada, salvo una pequeña alacena donde se guardaban alimentos no perecederos, bidones de cerveza y enseres para los cuartos de baño. -¿Cómo puede ser?- gritó. -¿Cómo es posible? ¿Cómo es putamente posible?, joder, ¡joodeeer!- Presa de un ataque de histeria, agarró una de las bombonas vacías y subió con ella a cuestas a la planta principal de nuevo, hasta quedarse de frente con la puerta de entrada, la cual seguía férreamente cerrada, anclada con pestillos, cerrojos, cadenas y una gran barra de titanio que la cruzaba por la mitad, como tachándola, como negando su papel de puerta, de vehículo de tránsito. Supuso que además detrás una corredera de hierro anclada al suelo sería más que probable también.
Levantó el vilo el bidón de cerveza hasta alzarlo por encima de su cabeza, permaneció así tres segundos hasta dejarlo caer con toda la fuerza que el pánico le daba contra la puerta. El estruendo fue formidable, fortísimo. El choque entre la bombona de aluminio y la barra de titanio provocó tal reverberación sonora que perdió totalmente la audición por unos instantes. Además, la fuerza de choque la envió para atrás, cayendo con la rabadilla sobre el misteriosamente inmaculado suelo. El dolor en sus posaderas la hizo gritar, aunque fue incapaz de oír su propio alarido, solamente un zumbido monocorde moraba en sus oídos. El dolor se extendía como un latigazo por su columna vertebral y de ahí pasaba al resto de su cuerpo. Lloró desconsoladamente. Sus lágrimas eran una mezcla de daño físico y psicológico. -¡Coño, coño, joder, me cago en la puta, joder, duele, joder!- se lamentaba en voz alta, gritando a las cuatro paredes entre las cuales permanecía encerrada.
Al cabo de un largo rato, consiguió volver en sí misma, aunque para ello tuvo que recurrir a todas sus escasas fuentes de autocontrol, recordando las clases de yoga a las cuales fue durante tres meses y las que dejó de ir en cuanto descubrió que el monitor que las impartía, la única razón por la cual iba allí a perder el tiempo, era gay.
Comprobó que la penumbra reinante en el pub se iba convirtiendo, poco a poco, en una promesa de nuevo día. La roja luz del amanecer se filtraba a través del marco de la puerta y de las ventanas. Esperanzada, decidió que lo único sensato que podía hacer sería esperar a que el recinto abriera de nuevo por la tarde. El día que saludaba con renovado optimismo era sábado, y los sábados abrían a las ocho pe eme. “Creo que es lo que haré, sí. Eso y calmarme y pensar en alguna otra solución, como por ejemplo intentar ver si tengo cobertura en otra parte del recinto”, pensó de forma ya racional, a pesar de lo mucho que le dolía el culo y del piiii que se había instalado en su cabeza.
Levantó el vilo el bidón de cerveza hasta alzarlo por encima de su cabeza, permaneció así tres segundos hasta dejarlo caer con toda la fuerza que el pánico le daba contra la puerta. El estruendo fue formidable, fortísimo. El choque entre la bombona de aluminio y la barra de titanio provocó tal reverberación sonora que perdió totalmente la audición por unos instantes. Además, la fuerza de choque la envió para atrás, cayendo con la rabadilla sobre el misteriosamente inmaculado suelo. El dolor en sus posaderas la hizo gritar, aunque fue incapaz de oír su propio alarido, solamente un zumbido monocorde moraba en sus oídos. El dolor se extendía como un latigazo por su columna vertebral y de ahí pasaba al resto de su cuerpo. Lloró desconsoladamente. Sus lágrimas eran una mezcla de daño físico y psicológico. -¡Coño, coño, joder, me cago en la puta, joder, duele, joder!- se lamentaba en voz alta, gritando a las cuatro paredes entre las cuales permanecía encerrada.
Al cabo de un largo rato, consiguió volver en sí misma, aunque para ello tuvo que recurrir a todas sus escasas fuentes de autocontrol, recordando las clases de yoga a las cuales fue durante tres meses y las que dejó de ir en cuanto descubrió que el monitor que las impartía, la única razón por la cual iba allí a perder el tiempo, era gay.
Comprobó que la penumbra reinante en el pub se iba convirtiendo, poco a poco, en una promesa de nuevo día. La roja luz del amanecer se filtraba a través del marco de la puerta y de las ventanas. Esperanzada, decidió que lo único sensato que podía hacer sería esperar a que el recinto abriera de nuevo por la tarde. El día que saludaba con renovado optimismo era sábado, y los sábados abrían a las ocho pe eme. “Creo que es lo que haré, sí. Eso y calmarme y pensar en alguna otra solución, como por ejemplo intentar ver si tengo cobertura en otra parte del recinto”, pensó de forma ya racional, a pesar de lo mucho que le dolía el culo y del piiii que se había instalado en su cabeza.
Cayetano Gea Martín
3 comentarios:
Aggggggg ¡claustrofobiaaaaa!
¡Sácala de allí, porfa!
Besos, mi sádico amigo :)***
Estoy con Dalia... aunque sea una petarda pero, pobre!, sácala!!
Mmm... A ambas os digo que... Ya veremos, ya veremos... Jejeje...
Besos de petarda claustrofóbica
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