Mientras conduzco mi Chevrolet por la pequeña carretera local de Maine, camino de la finca de Jameson, no paro de olerme el dedo anular, ya que con él acabo de masturbar a Elaine, mi chica. Cojo otro cigarrillo del paquete a medio fumar de Pall Mall, el segundo paquete del día. El humo asciende hasta estrellarse contra el sucio techo del coche. Pienso que acabaré como el tío Jonas, con los pulmones más negros que el asfalto, con un cáncer tan desarrollado que se afeitaba y todo. A pesar de ello, el cabrón de Jonas todavía se follaba a alguna jovenzuela dispuesta a comérsela por un par de pavos.
Aparco el Chevrolet al otro lado de la carretera, enfrente del anuncio de McDonald’s, y entro en la finca del cabrón de Jameson. El muy
(cerdo hijo de la gran puta bastardo católico irlandés de mierda)
iluso no sospecha que voy a por él, si no, no me recibiría en calzoncillos, con medio testículo fuera, y bombeando esa barriga suya tan jodidamente asquerosa, con nódulos de grasa reptando por debajo de la piel. Descubro que voy a matarle aunque sólo sea por cómo oscila ese saco de sebo. Aunque el motivo no es ése, claro. Tomé la decisión de ir a por él cuando uno de mis chicos le vio dándole a mi vaca favorita por el culo.
Llego hasta él y me saluda golpeándose ligeramente con el seboso dedo índice de su mano izquierda esa jodida gorra suya de los Chicago Bulls. - Hey, Mike -me dice- ¿Qué te trae hasta mi casa, sinvergüenza? - Vengo a cobrarme lo que me corresponde, Jameson -le espeto- Tú rellenaste a mi vaca con tu sucio semen, por lo que creo que es justo que te rellene yo las tripas de plomo. Asustado, Jameson se mueve para atrás con la intención de esconderse en su casa, pero no lo hace con la suficiente rapidez. Salto hacia él y le engancho de los amarillentos calzoncillos con la mano izquierda, mientras que con la derecha comienzo a golpearle con la culata de la pistola. De repente, el muy cerdo pega un grito de niña histérica, el típico alarido afeminado que se les da tan bien hacer a los gordos de mierda, mientras consigue alcanzar de el rellano un roñoso machete cubierto de óxido con el que me descarga un tremendo golpe seco a la altura del trapecio. Puedo oír a mi clavícula partiéndose en dos mientras el dolor más intenso que haya sentido jamás recorre en oleadas mi cuerpo. Grito con todas mis fuerzas mientras trato de no desmayarme, pero no puedo evitar que se me caiga la pistola y que ésta ruede por los tres escalones del porche hasta el sucio suelo del patio. Mientras observo, a través del dolor que empaña mis ojos, cómo Jameson alza el machete para descargarme un golpe mortal con él en la cabeza, consigo alcanzar el cuchillo que llevo siempre entre mi bota izquierda y mis vaqueros. Empleando toda mi fuerza, descargo mi brazo contra su barriga, clavándole el cuchillo hasta la empuñadura. Jameson comienza a proferir alaridos de cerdo degollado mientras trata torpemente de detener el chorro de sangre que sale disparado de la herida, utilizando uno de sus rechonchos dedos a modo de tapón.
De repente, misteriosamente se hace una pausa que
(detiene el tiempo y la sangre y la vida y el mundo se vuelve torpe y gris)
no presagia nada bueno. Nos quedamos parados, mirándonos a los ojos. Algo de color del hielo asoma en el fondo de las pupilas de Jameson, una especie de determinación fría, y comprendo que voy a morir, aunque me lo llevaré conmigo. Al unísono, nos provocamos uno al otro nuestra herida mortal, como una hermosa y sangrienta coreografía. Mientras que yo rajo su cuello de parte a parte, él me propina un machetazo en el costado que me destroza el hígado y que me encorva en un ángulo extraño, como un muñeco roto. Envueltos en nuestras mortajas carmesíes, y demasiado desangrados como para hablar o seguir luchando, nos abrazamos como dos maricas mientras la oscuridad nos cubre con sus negras alas y voy perdiendo la conciencia.
Y siento frío antes de no sentir nada.
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Aparco el Chevrolet al otro lado de la carretera, enfrente del anuncio de McDonald’s, y entro en la finca del cabrón de Jameson. El muy
(cerdo hijo de la gran puta bastardo católico irlandés de mierda)
iluso no sospecha que voy a por él, si no, no me recibiría en calzoncillos, con medio testículo fuera, y bombeando esa barriga suya tan jodidamente asquerosa, con nódulos de grasa reptando por debajo de la piel. Descubro que voy a matarle aunque sólo sea por cómo oscila ese saco de sebo. Aunque el motivo no es ése, claro. Tomé la decisión de ir a por él cuando uno de mis chicos le vio dándole a mi vaca favorita por el culo.
Llego hasta él y me saluda golpeándose ligeramente con el seboso dedo índice de su mano izquierda esa jodida gorra suya de los Chicago Bulls. - Hey, Mike -me dice- ¿Qué te trae hasta mi casa, sinvergüenza? - Vengo a cobrarme lo que me corresponde, Jameson -le espeto- Tú rellenaste a mi vaca con tu sucio semen, por lo que creo que es justo que te rellene yo las tripas de plomo. Asustado, Jameson se mueve para atrás con la intención de esconderse en su casa, pero no lo hace con la suficiente rapidez. Salto hacia él y le engancho de los amarillentos calzoncillos con la mano izquierda, mientras que con la derecha comienzo a golpearle con la culata de la pistola. De repente, el muy cerdo pega un grito de niña histérica, el típico alarido afeminado que se les da tan bien hacer a los gordos de mierda, mientras consigue alcanzar de el rellano un roñoso machete cubierto de óxido con el que me descarga un tremendo golpe seco a la altura del trapecio. Puedo oír a mi clavícula partiéndose en dos mientras el dolor más intenso que haya sentido jamás recorre en oleadas mi cuerpo. Grito con todas mis fuerzas mientras trato de no desmayarme, pero no puedo evitar que se me caiga la pistola y que ésta ruede por los tres escalones del porche hasta el sucio suelo del patio. Mientras observo, a través del dolor que empaña mis ojos, cómo Jameson alza el machete para descargarme un golpe mortal con él en la cabeza, consigo alcanzar el cuchillo que llevo siempre entre mi bota izquierda y mis vaqueros. Empleando toda mi fuerza, descargo mi brazo contra su barriga, clavándole el cuchillo hasta la empuñadura. Jameson comienza a proferir alaridos de cerdo degollado mientras trata torpemente de detener el chorro de sangre que sale disparado de la herida, utilizando uno de sus rechonchos dedos a modo de tapón.
De repente, misteriosamente se hace una pausa que
(detiene el tiempo y la sangre y la vida y el mundo se vuelve torpe y gris)
no presagia nada bueno. Nos quedamos parados, mirándonos a los ojos. Algo de color del hielo asoma en el fondo de las pupilas de Jameson, una especie de determinación fría, y comprendo que voy a morir, aunque me lo llevaré conmigo. Al unísono, nos provocamos uno al otro nuestra herida mortal, como una hermosa y sangrienta coreografía. Mientras que yo rajo su cuello de parte a parte, él me propina un machetazo en el costado que me destroza el hígado y que me encorva en un ángulo extraño, como un muñeco roto. Envueltos en nuestras mortajas carmesíes, y demasiado desangrados como para hablar o seguir luchando, nos abrazamos como dos maricas mientras la oscuridad nos cubre con sus negras alas y voy perdiendo la conciencia.
Y siento frío antes de no sentir nada.
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No hay autor de ficción tan famoso y tan controvertido como el bueno de King. Sus novelas se venden por millones en todo el mundo y su nombre es un reclamo publicitario rentable; sin embargo, muchos críticos y aficionados al género contemplan con reticencia su popularidad. Tal vez sean acertadas las acusaciones de sus detractores (superficialidad, maniqueismo, abuso de cierto falso psicologismo); la verdad es que King, a pesar de no ser, para mí un gran escritor, es un dotado narrador, creador de páginas estremecedoras, y que sabe atrapar como nadie la atención del lector.
Stephen King nace en Portland, Maine, estado que se complacerá en retratar en el futuro. Cuando tenía dos años su padre abandona a la familia y durante largo tiempo se ve obligado a cambiar una y otra vez de hogar, junto a su madre y su hermano mayor Dave. Al fin, en 1958, se instalan de forma estable en Durham. Estudia en el Lisbon Falls High School y al terminar ingresa en la Universidad de Maine, en Orono.
Los cuentos de esta época (La noche de tigre, Apareció Caín, La imagen de la muerte) son ejemplos de un escritor que todavía no ha encontrado su tono. Terminada la universidad, se casa con Tabitha Spruce y tienen dos hijos en poco tiempo. Es acabado su primer año como profesor cuando empieza a escribir Carrie. En un principio debía ser un cuento breve; pero la historia fue creciendo por sí misma. Entre las dudas en su propia capacidad de realizar una obra más ambiciosa y su temor a estar perdiendo el tiempo en algo que quizá no le reportará ningún ingreso, acabó convirtiéndose en una novela.
Sería inútil, amén de imposible, citar todas las novelas de King, pero, éstas serían para mí las mejores: El resplandor (1977), El umbral de la noche (1978), Cementerio de animales (1983), It (1986), Misery (1987), La mitad oscura (1989), La tienda (1991), Insomnia (1994) y El pasillo de la muerte (1996).
Mención aparte merece su innovadora serie de fantasía, La torre oscura, que empezó a escribir en la universidad y va publicando lentamente, como una especie de capricho personal ajeno a sus contratos millonarios con las editoriales. Esta saga, inspirada parcialmente en el poema de Robert Browning “Childe Roland to the dark tower came”, y que podríamos definir como de revólver y brujería, es, para mí, lo mejor que ha escrito Stephen King, tanto en temática como en estilo, convirtiéndose en una especie de compilación de todos sus libros. La torre oscura, todavía inconclusa a la espera de sus dos últimas partes, consta de siete libros, La hierba del diablo, La invocación, Las tierras baldías, La bola de cristal, Lobos del Calha, La canción de Sussanah y La torre oscura.
Cayetano Gea Martín