viernes, enero 07, 2005

Día de Reyes

Los dos hermanos saltaron al unísono de la cama en cuanto el primer rayo de sol dibujó círculos ambarinos a través de la persiana. Atropelladamente invadieron el dormitorio de sus padres y saltaron sobre su cama, al grito de “¡Los Reyes, los Reyes, han venido los Reyes!”, repitiéndolo una y otra vez cual salmo o mantra. El menor de los hermanos, de tres años de edad, abrió un camino a través de las mantas y asomó su cabecita entra la de sus progenitores, los cuales se hacían aviesamente los dormidos para hacerle de rabiar, con una sonrisa de complicidad en sendos labios. El hermano mayor, de seis años, más seguro ya de su potencial físico, agarró la pierna izquierda de su padre y empezó a tirar de ella con todas sus fuerzas. De repente, la madre comenzó a hacer cosquillas a su segundo hijo, provocándole unas claras y contagiosas carcajadas. Así, el tálamo nupcial se convirtió de repente en un revoltijo de sábanas y mantas mientras los padres jugaban con sus hijos, los cuales estaban más pendientes de dirigir a sus padres hacia el salón que de cualquier otra cosa.

Al final, los cuatro se encaminaron hacia el árbol de navidad, aunque bien es cierto que los pequeños llegaron antes, tirándose casi de cabeza encima de la montaña de regalos. Con furiosa urgencia, comenzaron a arrancar los envoltorios, hasta descubrir, maravillados, los presentes. Este año, los Reyes Magos les habían traído justo lo pedido, por lo que su dicha fue completa. Los padres contemplaban embobados a sus dos hijos, sintiéndose los progenitores más afortunados del mundo, pensando que realmente existía la felicidad, e incluso la magia, y que aquel momento eterno ocuparía un lugar privilegiado en su memoria y en sus corazones para siempre.

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Los dos hermanos saltaron al unísono del camastro en cuanto la primera ola inundó su habitación. Atropelladamente buscaron refugio en el cuarto de sus padres, pero éste había desaparecido, tragado por la fuerza del agua. El menor de los hermanos, de tres años de edad, intentó abrirse camino entre las olas que comenzaban a retirase y contempló como sus padres eran manejados cual marionetas y golpeados contra las paredes de la casa por la acción de la resaca. Observó atentamente los reposados rostros de sus padres, y le pareció que éstos se hacían los dormidos. El hermano mayor, de seis años, más seguro ya de su capacidad física, agarró la pierna izquierda de su padre y empezó a tirar de ella con todas sus fuerzas, intentando evitar que desapareciera en el infierno inundado que se podía contemplar fuera. De repente, la cabeza de la madre se estrelló con violencia contra una pared, arrancando alaridos de terror en los dos niños. Así, el tálamo nupcial se convirtió de repente en un revoltijo de agua y sangre mientras los cuerpos sin vida y desmadejados de los padres flotaban entre sus hijos, los cuales se encontraban paralizados por el terror, pero conscientes de que se habían hecho pipí encima, aunque afortunadamente, el agua que les cubría hasta el cuello diluía tan vergonzoso líquido.

Al final, los niños fueron arrastrados con ímpetu hacia el exterior, donde flotaban hasta perderse en el horizonte los restos de miles de hogares destruidos. Con furiosa urgencia, los dos hermanos comenzaron a nadar, hasta poder encaramarse a un tejado flotante. Este año, los dioses les habían castigado por sus pecados. Los dos hermanos contemplaban los restos de aquel apocalíptico naufragio, sintiéndose los seres más desgraciados de toda la creación, pensando que realmente existía el infierno, e incluso que no podía existir el cielo, y que aquel momento eterno ocuparía un puesto de honor en el lugar más negro de su memoria y de sus corazones.
Cayetano Gea Martín

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