El coronel Santiago Díaz de Celada es un hombre con dos cojones, además de un santo varón equipado con una fuerza sobrehumana. Sus hombres respetan sus decisiones como si proviniesen del mismísimo Dios en persona. Y es que el que no lo hace se arriesga a recibir un severo castigo por parte del coronel.
El recluta Marcos Garrido Tendero no se cuadró delante de él y Díaz de Celada le calzó tal hostia que tuvieron que recomponerle la cara a base de clavos de hierro que sujetaran su mandíbula, fragmentada en dieciocho partes.
El coronel Santiago Díaz de Celada posee un vigor y un poder inusitados para un hombre de su edad. También es cierto que su castidad, el coronel es virgen y tiene pensado morir siéndolo, hace que sufra de un exceso de acumulación energética. También sufre dos hermosos cuernos por parte de su querida esposa, pero no divaguemos.
Se recupera en su casa el cabo Pedro Miguel Dicto Ojeroso tras haber perdido el ojo izquierdo. Estaba en la cantina haciendo referencias jocosas sobre los cuernos del coronel cuando el susodicho entró de súbito, se acercó a él y le incrustó el dedo índice en la cuenca de su ojo. Arrancó el globo ocular y se lo comió, mientras el cabo se desmayaba a sus pies.
Ya desde pequeño Santiaguito destacaba por encima de los demás: era increíblemente estúpido e increíblemente fuerte. Sus padres, católicos hasta la médula, achacaban la fuerza de su hijo a una intervención divina, como si el mismísimo Dios hubiera insuflado parte de su fortaleza eterna dentro del cascarón vacío que era su hijo.
El soldado de primera Carlos Segundo Tejero nunca olvidará al coronel en toda su vida. El primer día en que comenzó su instrucción militar, recibió de parte del coronel un puñetazo en la cabeza por llevar el pelo excesivamente largo. A resultas del golpe, Carlos perdió todos los dientes y la lengua, sufrió rotura de cráneo y del hueso palatino, y su nariz estalló en cuatro partes.
El caso es que, sea cual sea la razón de su fuerza, el coronel Santiago Díaz de Celada se metió a militar, como no podía ser de otra manera. Su padre, Don Pedro Díaz Porfirio era comandante en jefe del ejército de tierra. Y, a pesar de las cortas luces de su hijo, la combinación de fuerza bruta de éste más el enchufe paterno, permitió el meteórico ascenso de Santiago.
Si pudiera recordar quién es, si no fuera un mero subnormal por culpa del coronel, es seguro que el recluta Nelson Rodríguez se cagaría en la puta madre que parió a Santiago. En su primer día de servicio, el recluta voló tres pisos al ser empujado por el coronel, por el mero hecho de ser sudamericano. El traumatismo cráneo-encefálico resultante dejó a Nelson idiota y en coma para siempre.
Hoy el coronel Santiago Díaz de Celada cumple sesenta años. Sus subalternos le han preparado una pequeña fiesta en la cantina del cuartel, a la que acudirán todos los que puedan, incluidos aquellos que puedan moverse a pesar de las hostias que su superior tiende a repartir a diestro y siniestro. Ninguno de ellos se perdería el cumpleaños del coronel de este año. Por nada del mundo.
El soldado raso Juan José López Restante aún no sabe cómo acabó con la cabeza incrustada dentro del inodoro. Mientras se repone en la enfermería del cuartel sólo consigue vagamente recordar que aquella mañana el coronel le pilló encendiéndose un pitillo. Y todos saben que Díaz de Celada es un gran enemigo del tabaquismo.
El coronel Santiago Díaz de Celada acude a la cantina. Allí se encuentran toda la panda de hijos de la gran puta y de inútiles que componen su batallón. Mierda de cuartel. Míralos: lisiados y gilipollas en su mayoría.
-¿Qué cojones hacéis todos aquí? -Increpa el coronel a los militares.
-Estábamos esperándole, mi coronel -Responde el cabo Pedro Miguel Dicto Ojeroso, que perdió el ojo izquierdo a manos de su superior.
-¿Esperándome para qué? ¿Para que os calce otra hostia? -Contesta entre risas y a viva voz el coronel.
-No, señor. -Ahora es Marcos Garrido Tendero el que habla, con dificultad, eso sí, debido a los hierros que mantienen juntos los fragmentos de su mandíbula. -Estamos aquí para invitarle a una copa por su cumpleaños, su usted nos da la venia, señor.
-Un gesto que os honra, pandilla de maricones. -Responde Santiago Díaz de Celada. -Después de todo lo que he hecho por vosotros, me parece lo mínimo.
-Eso mismo pensamos nosotros, mi coronel. -Comenta con gesto adusto Juan José López Restante, a la vez que tiende hacia Santiago un pequeño vaso con ginebra.
El resto de los reclutas, soldados rasos, soldados de primera, cabos y sargentos, más de treinta militares en total, alcanzan un vaso cada uno también.
-¡Brindamos por usted, mi coronel! -Claman todos a la vez. -¡Salud!
-¡Salud, señores! -Grita con su potente voz el coronel Santiago Díaz de Celada, y se bebe el contenido del vaso de un trago, con dos cojones.
Es el único. Nadie más bebe y nadie más se mueve.
Salvo el soldado de primera Carlos Segundo Tejero, al que el coronel hundió la cabeza de un puñetazo brutal. Carlos, que se había colocado detrás de su superior, introduce rápidamente, mientras Santiago apura el chupito de garrafón, una lagartija en los pantalones de éste.
-¿Qué cojones…? -Acierta a decir el coronel, mientras se lleva la mano al culo. La lagartija, muerta de miedo, intenta huir recorriendo el grueso cuerpo de Santiago, aprisionada en el traje caqui de éste. Los congregados se descojonan de la risa. Pero el soldado Carlos permanece serio, expectante.
Tras un par de minutos, la desdichada lagartija decide descansar un segundo sobre la ingle del coronel. Éste sonríe.
-Ya te tengo, hija de puta. -Clama, alzando el puño. Todos contienen la respiración. “No puede ser, lo va a hacer”, piensa Carlos.
El coronel, utilizando toda su descomunal fuerza, descarga su puño sobre la lagartija. Varios chorros de sangre brotan de la entrepierna de Santiago. Su puño se ha incrustado dentro de su pelvis, destrozando todo a su paso. Saltan por los aires restos de pene, vejiga y testículos, que caen sobre el sucio suelo de linóleo haciendo chof. El coronel cae también, muerto, con un rictus de estúpida sorpresa dibujado en su rostro bovino.
Ahora sí, todos los presentes brindan.
En el hospital clínico San Carlos, Nelson Rodríguez sigue en coma profundo. Una enfermera se acerca para cambiarle la botella de suero. Se fija en el rostro del paciente. Parece que sonríe.
Cayetano Gea Martín