Juan José es un sujeto extraño, muy extraño. Aunque nadie sabría decir a ciencia cierta en que consiste su extrañeza. Pero, eso sí, todos coinciden en que es un tipo raro. Raro de cojones.
Cada vez que decide marcharse a casa, por ejemplo, después de una dura jornada laboral o de haber estado tomándose unas cañas con sus conocidos (porque nadie le considera amigo); todos los presentes comienzan a comentar lo rarito que es el tío, y el mal rollito que les da a todos.
Pero fijémonos bien en él. Aparentemente, no tiene nada de especial. Resulta de lo más corriente y moliente. Treinta y cinco años, funcionario de correos, con algo de sobrepeso, carácter pasivo, calva incipiente y mirada aburrida. Uno se lo imagina los fines de semana con su bocata viendo un partido, o sacando al perro. El típico vecino al que dices buenos días y poco más. Hola vecino, qué tal, paseando al perro, ¿eh? Parece que al final va a refrescar, etc. Y punto.
Por eso resulta sorprendente el que a la gente le parezca tan raro alguien tan insípido. Y no es que sea tampoco demasiado introvertido, nada de eso. Sabe contar chistes y palmear espaldas, se arranca siempre a bailar en las bodas y hace el amor con su mujer dos veces al mes. Tres, si coincide con su cumpleaños o con el de su señora.
Tampoco se explica en el plano social. Juan José paga sus impuestos, su hipoteca y sus entradas de cine. Tiene dos hermosos niños, chico y chica, que son la alegría del hogar. Sus padres vienen a verle cada dos semanas y siempre traen algún detallito para sus nietos. Ayuda a su mujer a colgar las cortinas. Y sabe imitar, con mayor o menor éxito, a Chiquito de la Calzada.
Entonces, ¿por qué resulta tan extraño? En un mundo de gente como él, de seres anodinos y que no saben hacer nada aparte de carantoñas idiotas, ver la tele y engendrar más criaturas insulsas, ¿por qué todos le señalan y se apartan ante su rareza inexistente? ¿Será porque él les recuerda lo patéticas que son sus desaprovechadas vidas? ¿O será, sencillamente, maldad bovina?
Cayetano Gea Martín
Cada vez que decide marcharse a casa, por ejemplo, después de una dura jornada laboral o de haber estado tomándose unas cañas con sus conocidos (porque nadie le considera amigo); todos los presentes comienzan a comentar lo rarito que es el tío, y el mal rollito que les da a todos.
Pero fijémonos bien en él. Aparentemente, no tiene nada de especial. Resulta de lo más corriente y moliente. Treinta y cinco años, funcionario de correos, con algo de sobrepeso, carácter pasivo, calva incipiente y mirada aburrida. Uno se lo imagina los fines de semana con su bocata viendo un partido, o sacando al perro. El típico vecino al que dices buenos días y poco más. Hola vecino, qué tal, paseando al perro, ¿eh? Parece que al final va a refrescar, etc. Y punto.
Por eso resulta sorprendente el que a la gente le parezca tan raro alguien tan insípido. Y no es que sea tampoco demasiado introvertido, nada de eso. Sabe contar chistes y palmear espaldas, se arranca siempre a bailar en las bodas y hace el amor con su mujer dos veces al mes. Tres, si coincide con su cumpleaños o con el de su señora.
Tampoco se explica en el plano social. Juan José paga sus impuestos, su hipoteca y sus entradas de cine. Tiene dos hermosos niños, chico y chica, que son la alegría del hogar. Sus padres vienen a verle cada dos semanas y siempre traen algún detallito para sus nietos. Ayuda a su mujer a colgar las cortinas. Y sabe imitar, con mayor o menor éxito, a Chiquito de la Calzada.
Entonces, ¿por qué resulta tan extraño? En un mundo de gente como él, de seres anodinos y que no saben hacer nada aparte de carantoñas idiotas, ver la tele y engendrar más criaturas insulsas, ¿por qué todos le señalan y se apartan ante su rareza inexistente? ¿Será porque él les recuerda lo patéticas que son sus desaprovechadas vidas? ¿O será, sencillamente, maldad bovina?
Cayetano Gea Martín
2 comentarios:
Raro, raro, raro... A la gente no le gusta verse en el espejo. Por eso lo odian.
Pobre hombre...
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