No estoy preparado para gobernar el mundo. Pero tampoco lo estoy para sacar a mi perro a mear. Y, al igual que me siento incapaz de descubrir nuevos elementos atómicos o la existencia de Dios, también soy un completo inútil a la hora de barrer el suelo.
Toda mi vida me ha pasado lo mismo: no puedo hacer cosas muy difíciles ni muy fáciles. Me muevo en las normales, aquellas que entrañan un riesgo intermedio. Y nunca he sabido el porqué.
Por ejemplo, aprender idiomas se me da de perlas, siempre y cuando no sean ni muy cercanos al español ni muy lejanos. Me defiendo en la cocina razonablemente y soy bueno en varios deportes. También escribo relatos breves, los cuales nunca son demasiado buenos o malos.
Pero la malo que tiene este defecto mío es que siempre me veo avocado a complicar las tareas sencillas. Si no, es imposible que las lleve a cabo.
En el sexo, por ejemplo, me tuve que habituar a ciertas prácticas poco ortodoxas. La penetración en sí me resulta casi imposible, debido a su sencillez ejecutiva. Lo resolví mediante un potente motor debajo de la cama que la hace vibrar una barbaridad, complicando así la realización del coito.
A mis amigos y conocidos no puedo darles la mano o saludarles. Tengo que hacer cabriolas constantemente para ello. Y para andar. Y casi para todo. Gracias a mis pasos estúpidos consigo hacer mi vida más sencilla. Ironías de la vida, ¿verdad? Una complicación absurda a veces vuelve todo más fácil.
En el otro lado del espectro, las tareas muy complejas, además de ser incapaz de llevarlas a cabo, el simple hecho de intentar hacerlas provoca efectos secundarios. Hace un par de semanas, por ejemplo, comencé a estudiar física cuántica, con algo de miedo, al no saber si entraría dentro de lo difícil o de lo muy difícil. Y justo cuando abrí el libro y comencé a leer, una riada se llevó por delante a todo el vecino distrito de Moncloa.
Hace un año, más o menos, al intentar comprender y razonar las idiosincrasias de la mentalidad femenina, el estadio Vicente Calderón y el Santiago Bernabéu intercambiaron sus posiciones.
Por eso, también debo tener cuidado con lo que pienso. No puedo pensar en cosas simples, tales como comer o beber agua. Si pienso en comer, debo hacerlo de manera gastronómicamente correcta. Ayer, sin embargo, compliqué mis pensamientos pensando cómo sería la alta cocina armenia. Comenzaron a llover sapos de ochenta kilos.
Así que, como pueden ustedes ver, mi vida resulta algo compleja. Lamentablemente, me temo que he condenado a toda forma de vida a la extinción. Espero que sepan perdonarme, pero he caído dentro de una paradoja circular que, imagino, hará que el planeta entre en colapso mortal. Verán, hace una hora me dio por pensar en la imposibilidad de que existan sapos de ochenta kilos. Justo en ese momento, dijeron en televisión que un ejército de chinos zombis estaba conquistando la costa oeste de Estados Unidos. Me plantee que eso era imposible, que todo lo que sucede cuando intento llevar a cabo algo difícil no tiene sentido.
No tiene un sentido lógico. Es imposible. Y sé que, no sólo no puedo encontrarlo, si no que, cada vez que lo intento, vuelve a pasar algo absurdo e inexplicable. Pero no puedo dejar de pensar en ello, no puedo…
Cayetano Gea Martín