miércoles, mayo 28, 2008

¿Sin sentido?



Sin sentido parece todo a veces… O quizá si lo tenga. Juzguen ustedes mismos…

Todo comenzó cuando la nueva señora de la limpieza llegó a mi casa. Era una chica rumana, bastante atractiva, que venía con recomendación. También desempeñaba su trabajo en la casa de un amigo mío y, según él, lo hacía de manera más que eficiente. Aún pienso si mi amigo me gastó una broma de mal y extraño gusto.
Nada más llegó a mi casa, comencé a explicarle cómo quería que se hicieran las cosas, pero ella, tajante, me cortó. Me dijo que no tenía yo por qué decirle cómo hacer su trabajo. Es más, me advirtió que sus métodos de limpieza no eran demasiados convencionales, pero que el resultado era siempre sobresaliente. “Bueno, por probar no se pierde nada”, pensé yo, así que me fui a trabajar diciéndola que lo dejaba todo en sus manos.

Por la noche, al término de la jornada, me encontré con el apartamento reluciente como jamás lo había visto antes. Todo estaba limpio. Absolutamente todo. En vano traté de buscar algún rincón sucio. Nada. Las cortinas, las ventanas, el suelo, la terraza… Hasta me atrevería decir que el techo había sido limpiado concienzudamente. Me fui a dormir maravillado, en una casa que casi no reconocía.

A la mañana siguiente, ella volvió. Le pagué el doble de lo estipulado, lo que rechazó. -No lo hago por dinero,- me dijo, -es que no soporto la suciedad.

Durante un mes duró aquel milagro. Ella venía tres veces en semana y la casa parecía brillar cada vez más. Incluso planchaba toda la ropa, hacía comidas y ordenaba escrupulosamente bien mis papeles. Aquello no tenía sentido. Era imposible que le diera tiempo a todo en apenas cuatro horas. Así que decidí espiarla al día siguiente. Mala decisión.

Me despedí de ella y salí de casa, pero volví a entrar por el garaje. Pensé que si me descubría le diría que me había olvidado de algo. Lo primero que me abordó al subir las escaleras fue un ruido infernal, incomprensiblemente alto. Pero nada comparado con la escena que, en breves instantes, mis ojos devorarían sin poder evitarlo.

Entré en la cocina con sumo cuidado y me di de bruces con un enano calvo que fumaba un puro más grande que él mientras se afanaba limpiando la vitrocerámica. Sus manos se movían tan rápido que no se veían. Amplié un poco mi radio de visión y pude constatar que no era sólo uno, si no cientos o miles los que hollaban mi casa, y cada uno de ellos entregado con absoluta devoción y a velocidad de vértigo a una tarea doméstica concreta. No daba crédito a lo que veía. El humo de sus puros formaba volutas multicolor de dulce aroma que se desparramaban por toda la casa. Pude observar, casi desmayado de la impresionante escena, que dicha humareda se desplazaba con voluntad propia, lamía las paredes y las dejaba impolutas. Entraba por mis pulmones y perfumaba mi aliento con esencia de caléndulas. Me desplomé en el suelo y me desvanecí, no sin antes ver por el rabillo del ojo cómo ella, totalmente desnuda, invocaba más y más duendes con la punta de sus dedos. Sus uñas expelían el humo y éste se condensaba hasta adquirir la forma de los innumerables enanos.

Me desperté en un hospital cualquiera, bajo la atenta mirada de mi madre. El médico vino y la acompañó hasta la puerta. A solas me hizo saber que no sólo gozaba de buena salud, si no que tenía la constitución de un atleta profesional. -Su corazón,- me dijo, -es el más sano que jamás he visto en mis treinta años de profesión. Pero lo que más me sorprende es cómo diablos se explica el hecho de que no tenga usted ni el más leve rastro de microorganismos perniciosos en su cuerpo.


Cayetano Gea Martín

2 comentarios:

Margot dijo...

Ey, envíamela pero ya!!

Jajajaja me he reído y disfrutado con su lectura... tienes unas ocurrencias a veces!

Un beso sin lejía!

Kay dijo...

Ay, Marga, y eso que el trabajo me quema las neuronas a ritmo de bolero...

Grasias, resalá (el email va de camino, I promise...)