miércoles, abril 14, 2010

Una lástima



¿Qué ha sido de las miles de antiguas religiones que poblaban Europa? ¿Qué ha sido de esa hermosa y milenaria tradición mitológica según la cual se articulaban el conocimiento, la filosofía, la sociedad? ¿Qué ha sido de ese impresionante legado cultural de cientos de pueblos?

¿Qué ha sido del dios Lugh y de todo el panteón celta? ¿Por qué Zeus ya no se metamorfosea en toro bravo para preñar a las mortales? ¿Descansará Teiwaz, el dios de la guerra germano, de sus eternas luchas? ¿Celebrarán todavía los ingleses el advenimiento de la primavera de mano de la diosa Eostre? ¿Seguirán luchando Perun y Veles por toda la eternidad o han sido eliminados ya del panteón y la cultura eslava? ¿Seguirá Loki arrojando ramas de enebro sobre el pecho de Balder?

¿Por qué ya no se escucha más que una sola voz en todo el continente? Y encima una voz aburrida, denigrante y enemiga de la naturaleza del hombre, de su concepto de vida, de la energía que recorre nuestros cuerpos, de nuestra habilidad, deseos y posibilidades de trascendencia intelectual. Una religión engreída, intransigente, que promete todo y que no cumple nada.

Una cosmogonía intolerante, fea y aburrida, y además carente de sentido práctico. Una especie de trasunto mundano entre el judaísmo y la infraestructura política y social romana, tomando de aquí y de allá lo que interesa.

Una religión basada en la figura de un sujeto inculto, no formado, como ejemplo de suprema divinidad. Un falso mesías entre tantos otros, sin más pruebas que lo escrito por personas de dudosa veracidad que lo único que querían era perpetuarse en el poder, aunque eso supusiera modificar lo pregonado por su jefe.

¡Y sigue rigiendo el mundo!



Cayetano Gea Martín


martes, abril 06, 2010

La callósida


Dadme, oh vosotras, las nueve divinas musas nombradas por Hesíodo, la habilidad y el raciocinio suficiente para poder narrar, a pesar de mis facultades mermadas por el inclemente paso del tiempo, ya que hace cuatro lunas llenas cumplí la avanzada edad de cuarenta y ocho años, la vida del más famoso de entre nosotros, la noble vida del célebre y siempre recordado Marco Claudio Julio Cayo Tulio Lucio Tito Emilio Augusto Décimo Aurelio Libio Remo Alejandro Antonio Séptimo Mario Craso Octavio Liviano Máximo Callo. Que su nombre permanezca intacto durante centurias, todo él, y que el paso de los evos no haga olvidar de los hombres su memoria.

Pero ¿qué contar de la vida de Marco Claudio Julio Cayo Tulio Lucio Tito Emilio Augusto Décimo Aurelio Libio Remo Alejandro Antonio Séptimo Mario Craso Octavio Liviano Máximo Callo que no sepan ya todos los hombres, mujeres, niños, libertos, esclavos, perros y gatos de todo el imperio romano? Quizá lo obvio, dirán los filósofos estoicos, siempre preocupados por la sencillez y la divinidad de esta vida ingrata y breve. Y es que lo que no sabe mucha gente, ni siquiera los nobles ciudadanos de la eterna Roma, es que Marco Claudio Julio Cayo Tulio Lucio Tito Emilio Augusto Décimo Aurelio Libio Remo Alejandro Antonio Séptimo Mario Craso Octavio Liviano Máximo Callo, al que llamaremos Callo para abreviar, y por ser el sobrenombre con el que era conocido, admirado y querido por su pueblo; lo que no sabe mucha gente, infiero, es que Callo era un hombre humilde.

Oh, Aurora, la de los rosados dedos, no permitas que mi pluma se detenga ahora, a pesar de lo avanzado de la hora, que ya te veo asomar por las celosías alumbrando al hombre mortal, y a pesar de mi cuerpo abotargado, que necesita con urgencia dar por el culo a algún hermoso efebo traído de Atenas. Dadme la fuerza de voluntad necesaria para acometer mi relato, te lo ruego, y aleja de mí la sombra lúdica de los placeres de la carne. Por lo menos, durante un rato.

Decía, antes de tener que aliviar mis impulsos mediante el acto de Onán, que ha resultado patético debido a mi avanzada edad, decía, pues, antes de ser interrumpido por mi fisonomía, que Callo era un hombre humilde. Y no es que lo diga yo, o los que tuvimos la gran suerte de conocerle, si no que él mismo hacía alarde de humildad. Más que nada, porque era pobre de solemnidad y no tenía un sestercio. Vivía dentro de un vaso canopo en la calle y se alimentaba a base de las flemas que expectoraban los viandantes. Diógenes era un estómago agradecido comparado con él.

Pero, eso sí: consiguió que todo el mundo se acuerde de él por tener el récord de ser el ciudadano de Roma con el nombre más largo.



Cayetano Gea Martín