jueves, noviembre 27, 2008

Misere Carni

El cielo es un hervidero de voces, voces más oscuras que la impenetrable fortaleza de nubes, y mucho más temibles. Él camina sin prisa, sintiendo cómo crece dentro de él como el cáncer la sensación de calma que poseen aquellos que saben que su destino es definitivo, firme hacia la marabunta.
Se va a entregar a ella, oh, sí.

Miradle bien.

Ved cómo sus ojos negros contemplan aquella porción de tierra y de gente, de savia hueca que denota su final.

“Cualquier porción equivale al final”, piensa entristecido ante la simplicidad del cosmos.

Saca de su zurrón el libro de notas, mil páginas llenas hasta los márgenes de anotaciones, de reflexiones profundas acerca de todo y de todos los que en su vida le provocaron respeto, admiración; reales o fantásticos, vivos o muertos. Su vida entera está compelida sin sentido ni dirección en aquel libro. “Y al final, ¿para qué?”, piensa tristemente, y se sienta en la arena.

Piensa que no hay alternativa posible, y que es inevitable el morir a manos del ruido y la furia de sus futuros verdugos, los cuales le miran desde lo alto de la colina, donde reposa en mortal silencio el cadalso, preguntándose por qué su víctima se ha sentado. -¡Sólo me llevará un minuto; aguardad unos instantes, bastardos!, -les grita.

Y así es.

Sus manos, que aún son jóvenes, excavan un pequeño agujero en la arena fina de extraña tonalidad ambarina. Deposita el libro en el hoyo, extrae un mechero de sus raídos pantalones vaqueros y le prende fuego. El libro arde con ganas, como la hacen las cosas que desean desaparecer para siempre, las que se hastían del mundo y no se apenan por dejarlo todo atrás. Y mientras ve a su vida morir a sus pies, una sensación de maldita libertad recorre su médula ósea.
Queste misere carni e tu le spoglia.
Y las pavesas revolotean a su lado, llenando el espacio circundante de una miríada de cenizas volátiles. Prosas, versos, dramas y ensayos crean una película carbonizada sobre su cabeza y torso. Quizá por la sangre andaluza que recorre sus venas, dos versos del Romancero Gitano se depositan en su corteza frontal. La rueda de Dharma sigue girando, a su pesar.
“Una escena demasiado bucólica y obvia como para satisfacerme”, piensa él con el desengaño frío de su alma recientemente calcinada. “Bueno, ya ha muerto lo mejor de mí. Vamos a por el resto”.
La muchedumbre alza palos y antorchas en señal de condena o de saludo, quién sabe. Él inclina su sombrero de ala ancha y les dedica, extendiendo el dedo corazón, el gesto universal de que desea que se vayan a tomar por el culo.

La multitud ruge de indignada expectación. Él llega a su altura y les planta cara con el rostro desafiante vuelto hacia las nubes negras que se reflejan en el fondo de sus ojos. Ellos le agarran del pelo, la camisa, las orejas, el cuello, las piernas y los brazos. Los golpes, los mordiscos y los escupitajos se suceden con furia. Desaparece envuelto en la masa de cuerpos rabiosos que revolotean a su alrededor intentando alcanzar un pedazo de él.

“Debe existir algún tipo de orden en este caos”, reflexiona al ver que ha llegado vivo hasta el cadalso: un enorme tronco de árbol en el cual le atan. No quiere pensar en las heridas ni el lacerante dolor que surge de ellas. Prefiere mirar con el ojo que le resta hacia el cielo de impenetrables cúmulos.

El otro globo ocular yace ciego sobre su mejilla izquierda.

Empapada de calor.

Una figura se alza sobre él, una sombra que tapa su visión. Una especie de sumo sacerdote de los réprobos, de los idiotas que han destrozado su cuerpo. El sacerdote le escupe algo pútrido y amarillo que se cuela en el hueco del ojo. -Buena puntería,- dice él con la voz quebrada. El sacerdote se da la vuelta para encararse con el público expectante. Los mira durante un minuto para luego decirles: -¡Hermanos, quien no esté libre de culpa, que tire la primera piedra!
Un océano de brazos se alza sosteniendo en lo alto de cada mano una piedra de cantos afilados. Mientras ve las piedras volando hacia él, lloviéndole en azarosa formación, piensa en lo absurdo de su final, en lo vano e inútil de su vida. Piensa en los años perdidos intentando romper la rueda, en los miles de libros leídos y en las mujeres holladas como tierra santa. La respuesta, sabe ahora, estuvo siempre en el cielo negro encima de su cabeza. Lo observa por última vez. Un rayo de sol atraviesa furtivo la compacta masa de nubes.

Sus pupilas se expanden.
Lo entiende todo.

Lo alcanza todo.

Él es todo.

Muere.








Cayetano Gea Martín

5 comentarios:

DaliaNegra dijo...

Oh,sai Kay,parece ud haber atisbado tierras baldías.Tiene presencia el personaje.
Besos admirados***

Kay dijo...

Ay, Dalia, que me habéis calado.

Prósperas noches y que usted vea el doble!

Margot dijo...

Das algo de miedo, amigo... más bien tristeza.

O será el frío.

Un beso!! (De esta semana no pasa, palabrita! jeje)

Kay dijo...

Mmm... Es que hace frío, compa, de narices...

Más te vale (lo de email, digo), o mandaré un comando a tu casa en plan de beberse todas las cervezas que te vas a cagar... :P

Besotesss

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