miércoles, noviembre 24, 2004

No quiero creer en ti



Los habitantes de la tierra se dividen en dos
Los que tienen cerebro pero no religión
Y los que tienen religión pero no cerebro

Abul-Ala al-Maari


¿Crees que me resulta fácil vivir así mi vida? ¿Crees que no tengo miedo a tomar todas mis decisiones solo, sin tenerte a mi lado? La cuestión, supuesto Creador mío, no es si creo en ti, aunque tenga tantas pruebas de tu existencia como de tu inexistencia, es decir, ninguna por ambas partes: en la presencia de la vida en esta roca que llamamos hogar no me parece ver tu mano ni me hace arrodillarme ante tus sacros tobillos. La vida puede haber sido un mero accidente, una placa de Petri olvidada sobre la superficie de La Tierra en la era primordial por alguna raza estelar; o sencillamente, no somos más que unas caprichosas moléculas de ADN autorreplicante, configuradas de tal forma por un mero accidente en el laboratorio del universo.

Pero la cuestión no es esa, supuesta Divinidad, la cuestión no es si creo en ti, sino que no quiero creer en ti. No me interesa que existas, no quiero que existas. Reniego de tu omnisciente sapiencia y de tu poder. Y no te disfrazo de Dios católico, musulmán, judío o al que adoran los indios de la Polinesia, es lo mismo; me refiero a tu concepto último y desnudo de ser todopoderoso creador y dador de toda vida.

¿Sabes por qué no quiero creerte ni crearte? ¿Sabes por qué me niego a que haya un alfa y omega universal? Porque no quiero ser la criatura de nadie, la creación de nadie, salvo de mis auténticos progenitores, los que sí están cuando los necesito y cuando sufro. No quiero ser hijo tuyo ni que me prometas la gloria eterna a cambio de sacrificios personales e isaaquianos, ni de que condiciones mi vida con normas y reglas que en tu nombre ordenan aquellos que trabajan para la gloria propia y de otros, y no para la tuya.

La vida no es una promesa de recompensa o de castigo, la vida es la propia recompensa y el castigo. El cielo y el infierno, y más este último, se mezclan y entrecruzan por nuestro camino diario. La vida es la meta a alcanzar; la más complicada, ya que no hay nada más difícil de alcanzar que lo que tenemos constantemente ante nosotros. El creer en un premio eterno, en una recompensa por nuestros años de dolor es un ejercicio de vanidad supremo. ¿Cómo puede alguien merecer la gloria eterna o la penuria eterna por ochenta años de vida? ¿Una vida condiciona una eternidad? ¿No sería más lógico a la inversa?

Me parece tan estúpido y engañabobos el creer en una vida eterna, tan contrario a la naturaleza de la materia, que aboga por la muerte a cada instante, en cada rincón, acechando. ¿Nihilista, quizá? No del todo. Aún quiero y me esfuerzo por encontrar una tercera vía. Pero mientras eso llegue, si llega, reniego de ti y vivo y envejezco por este valle de lágrimas y de alegrías.

…Y créeme, prefiero caminar con una duda que con una mala teoría.


Tranquilos, puedo vivir de mi historia
Sabiendo que a las puertas de la gloria
Mi nariz no se asoma.

La muerte no me llena de tristeza
Las flores que saldrán por mi cabeza
Algo darán de aroma.

Javier Krahe
Cayetano Gea Martín

domingo, noviembre 14, 2004

¿Acaso nada?

El titán destronado contempló las estrellas, y en aquel preciso momento comprendió que ya no le pertenecían, que pasaría el resto de su existencia vagando por el hueco cosmos sin que ningún ser humano volviera a dirigirse a él, o a temerle. Triste es que alguien muera y que sólo nos quede su recuerdo, pero peor es ser inmortal y no existir.


El viento sólo llega a serlo cuando silva entre los árboles, la maleza o los edificios. Carente de cuerpo sólido, sólo existe cuando choca contra los demás y les arranca un sonido. Hasta ese momento, el viento sólo es aire.


El ciego siempre será el más atrevido a la hora de cruzar un puente.


¿Soy un hombre que sueña por las noches con ser águila o soy un águila que sueña por las noches con ser hombre?


Para escapar de tu noche y encontrar un nuevo sol, me bastaría con una sonrisa, un abrazo, una caricia nueva, no tuya. Un nuevo destello en esta noche eterna.


Si para el budismo, a cada instante somos un ser distinto, ¿por qué me aferro a un pasado de dolor y lo siento mío? Las lamentaciones de ayer no deberían tener cabida en el mañana. Me retuerzo entre los gusanos para ser proclamado mariposa…


En una urnita guardaré tu sonrisa. El resto sigue ardiendo.


Hace ya más de un año que cometí mi gran error, que me hundí con los demás y descubrí que no sólo no soy especial, sino que, al menos una vez en mi vida, he sido el ser más despreciable de la creación. Si me reencarno, tendré que pagar por ello.


El sexo es el mayor regalo de la existencia. Todo nace de él y todo nos conduce a él. Nunca entenderé por qué occidente no lo venera cuando es la mejor divinidad que puede existir: da y recibe por igual.


Y el buda les reunió y les dijo: “Nombraré como líder del monasterio al que de vosotros sea capaz de describirme esta tetera sin utilizar palabras”. Uno tras otro, los monjes fracasaban. “Es un objeto de metal, maestro”, dijo uno. “Colocándola al fuego”, dijo otro. A todos decía buda que no. En esto que llegó el monje cocinero y, debido a que le entorpecía el camino, apartó la tetera de una patada. El buda le hizo líder de inmediato.


Nos perdemos en vericuetos sin sentido, en vez de fijarnos en lo primordial, en lo básico, una rosa, un vaso, un rostro. Poseen fuerza por sí mismos, no necesitan que los definamos. Hay que enseñar a sacar la flecha, no aprender de qué esta hecha.


Durante diez días, los peregrinos escalaron hacia las montañas del Za-zen. Cuando faltaba un día para llegar a la cima, uno de los peregrinos se dio la vuelta y empezó a bajar. Un compañero le grito: “¿Qué haces? ¿A dónde vas? ¿No ves que ya estamos apunto de llegar?”. A lo que respondió éste: “Seguro que la vista es magnífica, pero, ¿habéis pensado en que no tendremos cobertura allí arriba?”.


Muerte, muerte y muerte. Te enseñaré el dolor en un puñado de polvo. Hay otros mundos aparte de éste. Y algunos, desgraciadamente, están aquí.


Un silencio en boca de otro es menos silencio si lo comparte con su propia sombra menguante. Sí, las sombran menguan como la luna, como la vida, como todo.


Cayetano Gea Martín


jueves, noviembre 11, 2004

A ese señor



A ese señor no demasiado alto que viene bajando por la calle le voy a estrechar la mano por enésima vez. O eso, o una palmada en la espalda; pero una palmada de amigo, ojo, no de gordo jefe con corbata y puro. Una palmada y, si la tarde me incita, un breve abrazo fraternal, exento de cualquier tipo de homosexualismo, por supuesto. Un abrazo entre camaradas, vaya, entre compañeros de fatigas, porque, quizá, es posible, acaso, puede que no exista nada más fatigoso que la de mantener una amistad fresca y lozana como el primer día, lustrosa pero curtida.

A ese señor que nunca llega tarde le debo muchas cosas, y no sólo de índole material en forma de mercaderías varias, sino cosas algo más sentidas, más tirando hacia ese órgano de musculatura estriada que bombea la sangre, y no me refiero a nada obsceno, por supuesto, sino a mi corazón coraza, Benedetti, tan fácil de acceder pero tan complicado de mantenerse en él durante el tiempo necesario para acabar cogiéndome algo de cariño.

A ese señor se le olvidó traer a su sempiterna cita conmigo lo que le presté, pero como él bien sabe, me da lo mismo. Lo que importa es el hecho de prestarnos cosas, respondiendo, quizá, a nuestro deseo continuado de disfrutar en paralelo, de poder criticar o alabar, casi siempre, las mismas cosas, salvo excepciones, claro; excepciones casi siempre de índole musical o fílmica, pero son las menos, espero, deseo, creo.

A ese señor le gusta, como a mí, el amor con forma de mujer, aunque diferimos en su aspecto, claro, lógico, por supuesto; de broma le digo que a él le gustan bajitas para que no le hagan sombra, y él siempre responde con ese cabeceo suyo tan propio, más de cariñosa compasión que de enfado. También amamos el simple, puro, sencillo, último acto de leer, al que veneramos y entregamos nuestras vidas, cual sacrificio al noble Dios Libro, aunque ese señor, como buen científico, nihilista, ateo, empirista que es, no crea en dios alguno y yo abrigue mis dudas.

A ese señor y a mí nos gusta rodearnos de más señores parecidos, semejantes, comunes, afines pero algo distintos a nosotros. Nos reímos en círculos humanos, que es como hay que reírse, no a solas, sin que nadie pueda atrapar tu risa y digerirla; pobre risa que muere en el aire, sin ser reciclada en otra.

A ese señor le debo tanto, mucho, demasiado, todo, tres o cuatro kilos de conciencia y de psique. Le debo que me aguante, que esté ahí sin llamarle, sobretodo en la hora triste, fatídica, negra de recoger mis escombros y ayudar a recomponerme sin demasiado pegamento. Le debo una amistad como no habrá otra, y sólo se la puedo pagar con la mía, eterna, para siempre.

A ese señor, y a modo de praxis, le debo, sobretodo, un “gracias” bien gordo.


Dedicado a mi amigo Pedro. Pocas cosas tengo tan seguras en esta vida como la amistad que nos une. Gracias por todo.
Cayetano Gea Martín

lunes, noviembre 08, 2004

CUADERNOS DE ESTILO: Edgar Allan Poe

NOTA: Al principio, mi intención era parodiar el estilo y la temática de Poe, pero, segun iba avanzando en la historia, ésta me enganchó tanto que acabé imprimiéndole mi propio estilo y descartando la idea de hacerla en clave de humor...


Sé que no estoy loco.
Sé que, a pesar de lo que esta sociedad hipócrita pueda pensar, no estoy loco ni perturbado. También soy consciente de lo que hice, y sé que fue la única solución razonable. Espero que Dios, en su omnipotente sabiduría, sea capaz de perdonarme. Sólo él podrá juzgarme por lo que hice, y no acepto ninguna otra autoridad que no sea de carácter divino.

Hoy, desde este sanatorio de Boston donde me tienen recluido, a trece de noviembre del año 1905, comienzo a dejar constancia escrita de lo que ocurrió realmente en aquella vieja mansión de esta misma ciudad. Los hechos que voy a narrar no son más que una crónica de la pura verdad, por muy increíble que pueda llegar a parecer. Espero que al final, lector, pueda entender mejor por qué elegí actuar de aquella manera.

Recuerdo aquel nefando día en que mis cansados pasos de estudiante de llevaron hasta la vieja pensión de la familia Dupin. Un amigo mío me aconsejó dicha morada para establecerme en Boston, alegando a su limpieza y al afable carácter de su dueña, la viuda de Mr. Dupin, Susannah Dupin. La mansión se hallaba al final de un intricada calle que, mucho más tarde, he sido incapaz de encontrar. Era una gótica vivienda victoriana de pizarra que sobrecogía por su desproporcionada altura y majestuosidad. Pisé el hall de la casa donde me recibió muy amablemente Mrs. Dupin, así como su hermosa hija, la joven Berenice Dupin, de fragante pelo rubio y hermosos dientes.

Ambas me llevaron a mi nueva y modesta habitación, donde me otorgaron un rato de intimidad y sosiego mientras ordenaba mis escasas pertenencias. A la hora de la cena, bajé al comedor común, donde hallé a ambas mujeres en compañía de un único comensal, el retirado ya general Aberdeen, natural de Detroit, al que fui presentado formalmente.

Después de la agradable cena, y de disfrutar de la cálida hospitalidad de la dueña y su desconcertantemente bella hija, acompañé al general al pequeño patio interior de la mansión, donde sendos butacones nos esperaban. La noche abrió sus negras fauces, despejándose el cielo y permitiéndonos el poder gozar de una grata conversación a la luz de la luna, en aquel hermoso patio ajardinado no exento de cierto exotismo español.

El lechoso humo del opio se alzaba hacia las estrellas mientras Mr. Aberdeen y yo conversábamos acerca de la vida, la muerte y la esencia del individuo. Al cabo de un rato, con nuestras mentes abiertas de par en par por la adormidera, recordamos todas las extrañas ciudades y paisajes que el sueño del opio nos había permitido contemplar, las lejanas cúpulas de Az-razel, la ciudad de los inmortales, las callejas inversas de Mihtna, los extraños habitantes de Gerna-Ceti, de piel azul cobalto, las montañas brumosas de Mod, cuya apretada vegetación oculta secretos sin nombre.

Durante más de nueve semanas, el general Aberdeen y yo dábamos por la noche buena cuenta de sus reservas de oriente, hasta que mi ya querido compañero tuvo que volver a su Detroit natal, debido al nacimiento de su nieto. Así pues, me quedé solo en mis incursiones nocturnas por mi agitada psique, lamentándome de la ausencia de Mr. Aberdeen, ya que, al igual que no es lo mismo visitar un país extranjero en soledad que hacerlo en compañía de un amigo, no encontraba el mismo placer viendo las ciclópeas almenaras de Ktza yo solo, ni respirando el embriagador perfume del Mare Tenebrarum.

A pesar de ello, continué llegando puntual a mi cita con la eternidad después de cada cena, durante cinco semanas más, hasta que llegó la fatal noche que hizo que nada volviera a ser como antes.

Comenzó de la manera más simple, acaso como empieza todo siempre en esta vida. Me encontraba a punto de empezar con mi ritual nocturno cuando un espeluznante sonido me hizo incorporar de un salto. Asustado, corrí a la cocina para preguntar a Mrs. Dupin si conocía la procedencia de semejante ruido. Algo turbada, me confesó que el sonido procedía de la habitación de la buhardilla, sitio en el que se encontraba su enfermo padre, el cual habían trasladado desde su casa hasta aquí, debido a su incapacidad de cuidarse solo. El extraño ruido gutural lo producían sus enfermos pulmones, incapaces de funcionar correctamente, debido a la enfermedad que los iba destruyendo poco a poco, de manera irreversible.

Impresionado, le di mis más sinceras condolencias esa noble mujer que había tenido a bien acogerme en su hogar, y me acosté, incapacitado por esta noche de ser compañero del opio.

La noche siguiente, mientras planeaba por la superficie lechosa de la adormidera, el mismo aterrador sonido, como un engranaje húmedo y oxidado, me hizo despertar sobresaltado y me trastornó temporalmente los nervios, sumiéndome hasta el alba en un enorme estado de ansiedad. Dicho suceso se repetía todas las noches, con mayor o menor infortunio, haciéndome cada vez más desdichado y despertando en mí un instinto homicida que hasta entonces desconocía poseer.

Llegados a este punto, quizá el lector de esta confesión crea que yo cometí el terrible crimen debido a mi incapacidad de viajar en brazos del opio. Nada más lejos de la realidad. Cierto es que la crispación de mis nervios creaba en mi una furia casi incontrolable en contra del desdichado padre de Mrs. Dupin, pero no fue aquello el detonante final. La situación se complicó hasta el punto de superar mi propia implicación.

Una noche, mientras caminaba por el bazar de Al Aaraf, y conversaba con los mercaderes de luengas barbas, contemplé cómo la ciudad entera era arrasada por una temible ola de energía que la barría de norte a sur. Aquella masa energética poseía el repugnante sonido de la respiración del viejo. Aquel aliento apocalíptico lo iba destruyendo todo a su paso. Sobresaltado y fuera de mí, desperté en el familiar patio, para desmayarme al instante.

Desperté al mediodía siguiente en mi cama, con la joven Ms. Dupin a mi lado, cambiándome el paño húmedo que cubría mi frente por otro. Pude notar una visible turbación en su rostro cuando le agradecí sus atentos cuidados. Hermosa muchacha era, en la flor de la vida. Me pregunto qué habrá sido de ella. Pero no quiero desviarme del problema. El médico me dijo que había sufrido una crisis nerviosa de bastante consideración y me recomendó dejar los opiaceos con bastante crudeza. Tuve que hacerle caso, temporalmente, porque me daba pánico volver a sumergirme en mi regazo onírico de nuevo.

Al cabo de una semana, y temiendo que la ronca respiración del anciano moribundo volviera a enturbiar mi mente, decidí acudir a un fumadero local, cercano a la pensión. Allí, tras acomodarme, fue donde sufrí el golpe mayor de mi vida. Soñé que me encontraba en un polvoriento desierto cuyo nombre desconocía. Al fijarme con más atención, pude apreciar cómo las arenas del desierto oscilaban cual marea, revelando escombros bajo ella y, oh, Dios mío, fragmentos humanos esparcidos por doquier. Entonces comprendí que me encontraba sobre las ruinas de Al Aaraf. Aquel anciano había destruido una parte del mundo onírico, lo cual no dejaba de ser un fenómeno curioso, ya que, siendo como es, un entorno abstracto que forma parte y compone la imaginación y la psique colectiva del hombre, me resultaba difícil imaginar cómo una respiración, aunque fuera aborrecible, podría dañar algo intangible.

La auténtica dimensión del horror llegó cuando viaje a otros parajes y contemplé la misma destrucción en muchos de ellos. Una temible posibilidad cruzó mi mente: ¿Y si fuera al revés? ¿Y si fuera el anciano una proyección real en nuestro mundo de un mal que asola la tierra de los sueños? Es decir, cabía la posibilidad de que el anciano fuera la sombra del grito destructor, su reflejo en el mundo real. Sólo sabía que si no hacía algo pronto, todos los sueños, todas las fantasías humanas, la tierra donde se forjan las ideas que luego, al despertar, aplicamos en nuestras vidas, todo aquello desaparecería.

Por todo lo que he narrado, tomé la decisión que tomé. Obviamente y, como se imaginará el lector, consistió en deshacerme del anciano lo antes posible, lo cual, aunque de fácil trámite, resultó fatal para mi persona, dando con mis huesos aquí, y fin de la historia.

Podéis tildarme de loco, de perturbado adicto al opio o de lo que se os ocurra, pero esta noche, cuando os acostéis, recordad que seguís pudiendo soñar gracias a mí. Imaginad el horror de no poder visitar hermosos parajes oníricos, ni de poder dar rienda suelta a vuestras fantasías más ocultas, ésas que no os confesáis ni a vosotros mismos, o el no poder contemplar jamás aquellos rostros que ya se fueron.

Dulces sueños.

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Edgar Allan Poe es el maestro del género de terror. Sus relatos cortos son tan excepcionales que no sólo los amantes del género suelen tenerlos como libros de cabecera, sino que hasta el menos aficionado ha oído hablar de ellos.

La vida de este escritor estadounidense es casi tan estremecedora como sus relatos. Su corta vida estuvo siempre marcada por la depresión, su tendencia a la melancolía y su afición al alcohol y a las drogas, que acabaron por destruirle.

Aunque no se pueda decir que fuese el creador de los relatos de miedo, si fue un maestro en su arte, modernizando la concepción gótica del cuento de terror y dándole la visión actual que tenemos hoy del género. También fue quien inició la novela policíaca; su relato 'El escarabajo de oro', es prueba de ello, así como ‘Los crímenes de la Calle Morgue’, donde la figura de Monsieur Dupin fue más tarde utilizada por Doyle para dar vida a Sherlock Homes.

Nació en Boston el 19 de enero de 1809. Sus padres, actores de teatro itinerantes, murieron siendo él niño, y fue criado por John Allan, un hombre de negocios de Richmond (Virginia). A los seis años viajó a Inglaterra donde ingresó en un internado privado. Después de regresar a EEUU en 1820 asistió a la universidad de Virginia durante un año, pero en 1827 su padre adoptivo, disgustado por la afición del joven a la bebida y al juego, se negó a pagar sus deudas y le obligó a trabajar como empleado.

Contrariando la voluntad de Allan, Poe abandonó su nuevo trabajo y viajó a Boston, donde publicó anónimamente su primer libro, ‘Tamerlán y otros poemas’ (1827). Poco después se alistó en el ejército, en el que permaneció dos años. En 1829 apareció su segundo libro de poemas, ‘Al Aaraf’, y se reconcilió con Allan, que le consiguió un cargo en la Academia militar, pero a los pocos meses fue despedido por negligencia; su padre adoptivo le repudió para siempre.

Al año siguiente de publicar su tercer libro, ‘Poemas’ (1831), se trasladó a Baltimore, donde vivió con su tía y una sobrina de once años, Virginia Clemm. En 1832, su cuento 'Manuscrito encontrado en una botella' ganó un concurso en el Baltimore Saturday. De 1835 a 1837 fue redactor de Southern Baltimore Messenger. En 1836 se casó con su sobrina. En 1847 falleció su mujer después de una larga enfermedad, y él mismo cayó enfermo; su desastrosa adicción a los opiaceos contribuyó a su temprana muerte en Baltimore, el 7 de octubre de 1849.

Fue hallado semiconsciente, tirado en la calle. Llevaba puestas ropas harapientas que ni siquiera eran suyas. Fue ingresado en el hospital y cuatro días más tarde falleció en medio de terribles delirios e incesantes imágenes de terror que acosaban su mente agotada.

Edgar Allan Poe vivió una vida tortuosa marcada por el dolor, dolor que nacía de su alma melancólica y depresiva y que intentó calmar mediante las drogas y el alcohol, logrando perderse para siempre en algún paraje escalofriante de los nacidos de su mente. Murió con tan solo 40 años y nos dejó páginas y páginas de horror, impregnadas de sus paisajes oníricos.

Para ser justos con el miedo que brota de cada página de los relatos de terror de Poe, deberíamos mencionarlos todos. Sin embargo por no extendernos en demasía, citaremos sólo unos cuantos: ‘El gato negro’, ‘Los crímenes de la Calle Morgue’, ‘El caso del señor Valdemar’ ‘La caída de la Casa Usher’, ‘Aventuras de Gordon Pynn’, ‘El corazón delator’, ‘William Wilson’, el poema ‘El cuervo’, ‘El pozo y el péndulo’, ‘Ligeia’, ‘El escarabajo de oro’, ‘Berenice’, y un largísimo etcétera de cuentos de terror y de aventuras, poemas, ensayos, relatos humorísticos y narraciones descriptivas.
Cayetano Gea Martín