martes, julio 29, 2008

500

-I-
La visión del sucio techo fue el acicate que necesitó para levantarse, a pesar de las horrendas náuseas que habían decidido instalarse en su estómago de forma más o menos definitiva. Vagamente podía recordar la noche anterior, sólo que pasó un rato realmente distendido con sus amigos que había servido para aparcar temporalmente su preocupación.

Aquello volvió a golpear su mente en cuanto lo recordó de nuevo. Maldita sea, se lamentaba, maldita, maldita sea, qué cojones voy a hacer. Qué cojones voy a hacer, oh, Dios mío bendito, joder.

Eructó, se levantó bruscamente y dio con sus rodillas en el sucio suelo de linóleo, con el rostro perlado de sudor y los brazos temblorosos cargando vagamente con su peso. Se llevó una mano al vientre y comenzó a vomitar la cena.

Una cena copiosa, de mucha cerveza y pescado rebozado, más el café de después, los cigarrillos varios y dos copas de ron en el garito de siempre; los pequeños excesos controlados de cada fin de semana, su momento absurdo de placer en cómodos plazos autodestructivos.

Sintiéndose ligeramente mejor, decidió pegarse una ducha para poder aclarar su mente y con ella, esperaba, sus confusos pensamientos. No tenía la más remota idea sobre lo que iba a hacer de cara a su futuro inmediato.

Cómo iba a poder sobrellevar aquello, cómo iba a poder mirarse al espejo un día tras otro, hasta la terrible consecución de tan aciago destino.

Sin molestarse en vestirse o en secarse, se dirigió a la cocina con la intención de desayunar. Cogió un cartón de leche a medias y bebió directamente de él. El latigazo del sabor agrio de la leche en mal estado hizo que la escupiera inmediatamente en el fregadero atestado de cacharros sucios. A la leche siguió inmediatamente otro aluvión de vómito y lágrimas de rabia, dolor y frustración.

Mierda, mierda, doble mierda.

Permaneció un rato sobre la pila, contemplando con los ojos vacíos el desastre de su propia existencia.

Reponte, cojones.

Levantó la cabeza y abrió de nuevo la nevera. Esta vez, extrajo una lata de cerveza de marca barata.

Marca ACME.

Se dejó caer en el sofá de su pequeño salón. Se rascó la raja del culo mientras buscaba el mando a distancia. Zapeó hasta que encontró un canal donde retransmitían un partido de fútbol de Segunda División. La cerveza caía a plomo sobre su sufrido estómago, pero valió para despejar su embotada cabeza.

El remedio de los yonkis.

Sus ojos se distraían contemplando más la ventana que el partido. Un sol de justicia desparramaba su luz por todo el exterior. El verano estaba jodiendo la marrana a base de bien. El termómetro de la pared, regalo de su madre, marcaba los treinta. Eran las diez de la mañana.

Calor, para más desgracia, joder. Estoy hasta las narices. Esto es insostenible y sigo sin saber cómo cojones voy a poder sobrellevar esta situación. Si fuera más valiente, oh, si tuviera el valor de acabar con esto por métodos más expeditivos…

Poco a poco, fue cayendo en letargo. La cerveza cayó de sus manos y empapó la moqueta. La televisión siguió encendida para nadie.

La pesadilla cobra forma y siempre pienso que más me valdría ser algo distinto a lo que soy porque ser apenas el sueño de la razón me produce monstruos en el estómago como en las pelis de Alien oh mamá.

Despertó bruscamente de un sueño intranquilo y con el cuello dolorido cuatro horas más tarde. Tambaleándose se dirigió hacia el baño y orinó considerablemente. Tuvo que aferrarse con fuerza al toallero para no perder el equilibrio. Se sentía fatal, con el cuerpo revuelto tras tan larga siesta, y con la resaca entorpeciendo aún su ajado mecanismo.

Y luego están las náuseas, oh, Señor.

Salió del cuarto de baño y se sentó en el sofá. Al sentirse de nuevo en él, recordó vagamente que había soñado con su madre. ¿Cómo estaría la vieja?

Humillada por una bestia disfrazada de hombre, asustada temblando en el rincón más oscuro de su propia alma, agazapada como un cervatillo, hasta que decidió que se acabó y convirtió el cuello de la bestia en un improvisado lugar donde meter cinco enormes cuchillos de cocina. Después cárcel, poco tiempo. Al salir, tres regalos: libertad, sentimiento de culpabilidad y manía persecutoria de por vida.

Esperaba que bien, pobre mujer. De súbito, la idea de llamarla y contarle su situación cobró forma en su mente. Se preguntó, casi en voz alta ¿por qué no?

Porque ella jamás había movido un dedo por toda su numerosa descendencia, atrapada en una voluntaria red de machismo, como correspondía a toda mujer decente y de bien, regañando a sus hijos por protestar acerca de las palizas que el papá, en su sabiduría, dispensaba de forma tan generosa. Luego, un día, ella se encargó de poner fin a la situación, pero sus vástagos no olvidarían nunca, oh, no. La llamarán dos veces por semana y procurarán que no le falte de nada. Pero nada más. Será una madre a cuidar, no una amiga o confidente. Nadie puede cruzar un puente si éste no se ha construido jamás.

No, no podía contar con ella. Y tampoco podía contarle algo así. ¿Quién sabe, en su estado, cómo sería capaz de reaccionar? Mejor no arriesgarse. Estaba pensando en ello cuando el dolor apareció de nuevo, súbitamente, un dolor tan fuerte que prometía con partirle el espinazo en dos. Cayó al suelo y comenzó a retorcerse y a vomitar bilis.
Duele duele oh duele joder cómo duele joder.
Con gran esfuerzo comenzó a incorporarse, mientras el dolor, poco a poco, empezaba a remitir. Sudando la gota fría, consiguió sentarse de nuevo.
¿Por qué tiene que doler tanto? No basta conque mi vida, tal y como la conozco, vaya a terminar en breve si no que, además, tengo que reventar de dolor.
Permaneció ahí largo rato. Poco a poco, una calma, una paz interior, iba invadiendo su cuerpo. Se entregó a esa sensación.
Paz. Calma. Mamá.
Decidió llamar a su madre. Necesitaba poder contarle su situación a alguien que no fuera a emitir juicios de valor.
Algo de nervios, pero creo que es lo correcto, sí.
Descolgó el teléfono.
Sí, creo que sí. Uf.
Marcó.
Qué calor. Nervios.
Esperó.
Espero que esté.
Daba señal.
Nervios.
Primer tono.
Vamos.
Segundo tono.
Ejem.
Tercer tono.
Nervios.
¡CLAC!
- ¿Diga?
- ¿Mamá?
- ¿Sí?
- Mamá, soy yo.
- ¿Quién?
- Yo.
- ¡Oh, hola, cariño! ¡Qué sorpresa! Ayer precisamente estaba hablando de ti…
- Mamá…
- …a esa señora tan simpática de…
- Mamá, tengo que decirte algo.
- …la tienda nueva de abastos, ya sabes…
- Mamá, para, tengo que contarte una cosa.
- …esa pequeña tiendecita que…
- Mamá…
- …es tan mona y está tan ordenadita y…
- ¡Mamá! ¡Estoy embarazada!
Cayetano Gea Martín