viernes, noviembre 30, 2007

El señor bajito y viejo


Hoy he dejado salir de su prisión de carne y hueso a ese señor bajito, a modo de duendecillo ibérico, que anida en mi pecho. Es un viejo insoportable, de muy mal carácter y pronto destructivo (¿o era destructor?). Le tiene asco y odio a todo lo que huela a juventud, a frescura. Es huraño, rencoroso y se parece a mí. O a una versión alternativa, como si me hubiera zambullido en un cómic y hubiera extraído desde el fondo de su cuatricomía al típico clon gemelo malvado del futuro de una dimensión paralela del superhéroe de turno. Salvo que él no es clavado a mí, si no, como ya he dicho, pequeño y viejo, como un Mini-Yo arrugado y feo.

El por qué de mi decisión de sacarle a la calle ha respondido a la necesidad de librarme de él por un tiempo, ya que no para siempre. En esto también se parece a los villanos de los tebeos, cuyas derrotas son temporales y al final acaban volviendo siempre. Tampoco es posible convivir con él, lo que sería lógico, y siento que si le dejo hacer o deshacer a su antojo, absorberá todo lo que tengo y lo que soy. O lo que puedo llegar a ser si él me lo permite.

Así que he bajado junto a él los escalones de mi hogar y he dejado que se explaye a gusto fuera de mí. Es como sacar al perro a cagar, aunque yo procuro que él no lo haga a la vista de nadie. Me he sentado con él en el frío césped de invierno, a templar su carne arrugada al ritmo de un sol que no existe. Y cuando el ha considerado que los hados son propicios, ha decidido comenzar a hablar. Su voz ha surgido ronca y quebrada, ridículamente aguda. La frase es siempre la misma, siempre certera y rotunda en su perfecta monotonía armónica: “¿Por qué me has abandonado?” Y como siempre, no he tenido respuesta.

Cayetano Gea Martín


Todos llevamos un viejo encima.
Joan Manuel Serrat


jueves, noviembre 29, 2007

8.El comercio.

No es cierto que el señor que viste un impoluto traje de Versace sea tan sólo consciente del deseo de muerte del tiempo, que no es deseo, como ya hemos dejado claro, aunque no deja de ser un acto homicida que el tiempo, con un simple frenazo en seco podría evitar. El gran Hom(br)icida arrastra a su alrededor a una bandada gigantesca de buitres que revolotean buscando cuerpos inertes con los que comerciar. Por eso cada vez que el hombre de los Martinelli de piel pasa junto a la funeraria que se encuentra de camino al trabajo (abierta las 24 horas del día, porque los vivos solemos tener la fea costumbre de no avisar cuándo nos vamos a convertir en muertos, salvo honrosas excepciones que deberían entrar en el paraíso por la puerta grande) se detiene unos instantes y una idea dicotómica se instala en su mente: ¿querrá realmente el dueño de la funeraria que yo muera? ¿o será tan sólo un deseo abstracto e indiferente? Y si estoy en lo cierto con esta segunda suposición, ¿qué es moralmente más reprobable, desear la muerte de un solo sujeto, desearle una muerte agónica, sincera y despiadada, o desear una muerte universal, absoluta, insensible y despersonalizada, dirigida a todos y a nadie en particular? Cada vez que se detiene junto a la funeraria echa un vistazo al interior y se repite la misma pregunta sin solución. Jamás se ha planteado la posibilidad de que el dueño de la funeraria no quiera que muera nadie, ¿cómo viviría entonces? Sin clientes no habría negocio, sin negocio no habría dinero, sin dinero no habría comida y sin comida no habría vida, por lo que otros finalmente se ocuparían de su cuerpo. Por suerte para el dueño de la funeraria la muerte es inevitable. Aunque todo depende de si el dueño de la funeraria se mira a sí mismo como dueño de la funeraria o como futuro cliente de la misma. Porque ¿será el dueño de la funeraria cliente de su propia empresa algún día o preferirá que se ocupen otros de él? El panadero habitualmente consume el pan que él mismo fabrica, del mismo modo que el carpintero suele diseñar las estanterías de su propia casa. Por tanto, ¿preparará el dueño de la funeraria su propia muerte? Ataúd de roble, dos coronas y lápida con epitafio conciso: Perdone señora que no me levante o Aquí yace XXX XXXXX quien a lo largo de su vida llegó, vio y fue siempre vencido tanto por los enemigos como por las naves enemigas o el inconmensurable Aquí yace XXX XXXXX, para él nada fue difícil, excepto el amor, ¡por eso amó tanto a las mujeres fáciles! ¿hará uso del cuarteto de cuerda?¿querrá que le envuelvan en bandera alguna?¿o tal vez le incinerarán? Una pequeña urna y vaciar las cenizas en las islas Mauricio donde se escapó con su mujer cuando aún un beso era un suceso conspicuo, un acto de atención activa y no el gesto banal y rutinario en el que se ha convertido. La mente del señor del traje Versace bulle de ideas y preguntas, muchas sin respuesta.
Cuando pasa junto a la funeraria mira hacia el interior. Hay un revuelo anormal. El hombre mira hacia el otro lado de la calle. Hay una ambulancia y un coche de policía. Mira de nuevo hacia el interior. El dueño de la funeraria yace sobre el suelo, inerte. Los servicios de urgencias salen despacio. No hay nada que hacer.
-Anda, que morirse en una funeraria.
-Al menos era su funeraria, la cosa queda en casa. Y los costes le van a salir gratis.
-Qué va. El hombre no quería un entierro organizado por su funeraria. Me ha dicho la mujer que él era donante de órganos y que lo que sobre, que lo estudie la ciencia.

miércoles, noviembre 28, 2007

Si alguna vez

Si alguna vez me diera por alzar las manos
Vería que las nubes no tiñen de blanco los tejados
Si no del color triste de la piel de los ancianos
Del polvo marrón que contiene manuscritos ajados

Si alguna vez codiciara otros caminos y azares
Encontraría muros, alambradas y fronteras
En vez de sendas abiertas y horizontes polares
Que se extinguen en el humo de negras quimeras

Si alguna vez, maldita sea, creyera en un Dios
En energía cósmica, o en la ciencia pagana
Si durante medio segundo, o un latido, o dos

Si alguna vez alcanzara el cielo o el Nirvana
O lo que cojones hallen los hombres sabios
Quizá sería feliz, y tan ignorante como el resto
Cayetano Gea Martín

viernes, noviembre 23, 2007

Un Babel de veinticinco

A petición de un buen amigo, me he animado a hacer esta especie de “Top 25” personal y literario. Lo cierto es que lo empecé muy rápido y al final tuve que estrujarme el coco ante una lista que, de haberme dejado llevar, hubiera llegado a cien volúmenes y pico. El orden no significa preferencia alguna, es a bote pronto, salvo el primero, por supuesto ;)

Espero comentarios al respecto, que conste…


Miguel de Cervantes – Don Quijote de la Mancha

Dino Buzzati – El desierto de los tártaros

Mario Vargas Llosa – La tía Julia y el escribidor

Fiódor Dostoyevski – Crimen y castigo

Francisco Quevedo – Antología poética

Susana Clarke - Jonathan Strange and Mr Norrell

William Blake – Songs of Experience

Herman Hesse – El lobo estepario

Federico García Lorca – Antología poética

Paul Auster – The book of illusions

Mario Benedetti – Pedro y el capitán

Stephen King – The Dark Tower

Jorge Luis Borges – Ficciones

Elias Lönnrot – Kalevala

Eduardo Mendoza – El misterio de la cripta embrujada

Oscar Wilde – Complete Works

Adolfo Bioy Casares – La invención de Morel

John Kennedy Toole – A Confederacy of Dunces

Homero – La Odisea

Johann Goethe – Fausto

Gastón Leroux – The Phantom of the Opera

Alessandro Baricco – Seda

Dan Simmons - Hyperion

Edgar Allan Poe – Tales

Julio Cortázar – Rayuela


Cayetano Gea Martín

miércoles, noviembre 21, 2007

Marraskuu (Noviembre)

Veo caer la lluvia,
La veo golpear las cabezas rellenas de paraguas.
No como la mía,
A salvo del frío y de la tempestad,
De este maremoto de metrópoli sin sirenas;
Si acaso alguna que otra musa perdida
En mi cerebro apagado, mortecino,
Laxo y pesado, como la maicena;
Como esa sustancia blanca,
Algo tirando hacia el amarillo,
Keltainen, que se dice en finés,
Esa lengua extraña que amo y odio.
Mientras noviembre se vuelve un pastiche
De tiempos pretéritos y galaxias remotas.
Y las persianas se niegan a subir,
Tímidas y recelosas de la humedad,
Como todos:
Como todos bajo este infierno feliz
De días iguales y lobos esteparios
Que perdieron las opciones,
Aquellas que brinda la rebelión burguesa,
Bajo la intensa lluvia que sabe a hielo,
Al hielo sucio y marrón
(Ruskea)
De las primeras gotas que arrastran
Las cagadas de los pájaros,
Las colillas aplastadas,
La muerte en un puñado de polvo,
Y nuestras vidas

Cayetano Gea Martín

martes, noviembre 20, 2007

7.El tiempo.

El hombre con traje de Versace y unos excelentes Martinelli de piel tan sólo es consciente de una amenaza para su vida que no es amenaza, pero es irrevocable. El tiempo es quien supone esa amenaza, pero no de un modo activo, con ese deseo y elevación de plegarias al cielo (o al infierno, o a ambos), sino un devenir que subyace a todo lo vivo y lo supera. El tiempo es el mayor homicida de la historia, que se lo pregunten si no a los habitantes del siglo XV, o del XVI. No podrán responder porque a todos los superó el tiempo, esa maza marmórea que nos aplasta como a gusanos ínfimos.
Este hombre del traje de Versace intenta estratagemas para evadirse del continuo discurrir del tiempo y de su vida. La principal ha sido la de tornarse solipsista y esperar que ni siquiera el tiempo le afecte, que discurra para el resto, pero no para él, que se comportará como un sistema físico cerrado y dedicará un corte de mangas a la termodinámica y a esos físicos prepotentes que hablan de sistemas abiertos y procesos no reversibles. Pero es consciente de que esta estratagema es tan sólo una ilusión, que el Homicida avanza con paso implacable. Inmarcesible.
Se le ve andar cabizbajo, camino al bar, moviéndose en las cuatro dimensiones (la cuarta entra en juego gracias a la memoria), meditando....

me doblegará el tiempo y entonces no seré ya sino recuerdo, polvo, no sólo en el ataúd, sino en la pátina ligera que cubra los objetos domésticos que apenas haya usado, seré entonces los restos de mí esparcidos en páginas garrapateadas y en libros apenas surcados por un lápiz. Seré muchas cosas, pero sobre todo no seré, seré nada, nada diré, diré silencio, un silencio que no será angustioso, sino el silencio final, el sueño más profundo, el paso decisivo, la ventana abierta a lo eterno. No pensaré en ti entonces. Entretanto, tampoco te amaré, ni evocaré uno solo de nuestros fortuitos encuentros o de esos otros, deliberados, anhelados, reprimidos también, postergados. ¿De qué habrá valido la pena todo?¿Para qué amarte?¿Dónde quedarán las caricias y los besos y los te amo en la mesa de un café olvidado al que nunca volvimos? No soy más que un dromomaníaco ignaro de lo verdaderamente esencial. ¿Hay acaso algún motivo que no me incite a perderme en la desidia, a saberme carne mortal, perecedera, finita? Sólo, a veces, en raptos de una elipsis de mi vesania, el presente es capaz de ahogar esta desasosegante idea de traición a todo que supone la muerte. Es sólo entonces cuando me arrojo al verismo y la vida me vuelve a plantear los interrogantes malditos, los malditos interrogantes, ¿imaginarte o tocarte? Te imagino y te creo, te retoco, te recreo, te olvido, te reencuentro y altero tus facciones en un instante, como en un diorama, tantas veces como lo piden mis irresponsables preguntas. Pero, por otro lado yo, como máquina natural, sujeto a imperativos fisiológicos atávicos, generador de eructos y borborigmos y otros sonoros artificios corporales, ¿cómo no despreciar esa parte no leal a mí, que desarrolla su propia existencia ajena a la mía, pero que me obliga, como cadenas infames, a desear tocarte antes que imaginarte, a desear la vida en la vida y no en la muerte, a pesar de ver la vida como lampo, insignificante presencia en un fluir continuo donde no significo nada?

El hombre que viste traje de Versace sabe que el tiempo es invencible salvo catástrofe universal aunque aun así le llevaría a él por delante. Nacemos para morir, piensa, pero mientras...y se acerca a esa mujer rubia, de ojos verdes, que le mira insistentemente al otro lado de la barra, junto a la que logrará detener el tiempo durante unos instantes (los que duran una mirada, un silencio cómodo, un orgasmo), o será tan sólo una ilusión que el Homicida le permite para hacer más llevadero su transcurrir hacia el fin.
P.G.V.

miércoles, noviembre 14, 2007

Hoy


Hoy debería decirte tantas cosas, pero sin embargo dudo.

Dudo en decirte que ya no sufro por ti, por tu culpa.
Culpa, la culpa me enganchó como una droga, el sentimiento de haber sido injusta.
Injusta, la vida fue muy injusta conmigo, que me ancló a tu pecho desangelado, a la concordia triste de tus pasos.
Pasos, pasos por la vereda del tiempo que malgasté, sobreviviendo a tu lado, mi dulce condena al principio, entropía sin piedad al final.

Final. Siento que llega el final de mis sentimientos para contigo. Pasé del dolor al odio y creo que, por fin, a la indiferencia absoluta, ¿sabes?

¿Sabes acaso algo de mí? ¿Alguna vez te preocupó lo más mínimo mis tormentas, mis fueros, mi alma?

Alma, eso debe ser lo único que queda de ti ahora. Siempre fuiste todo alma. Pero alma tuya, egoísta, cínica, calculadora, vanidosa, de una inteligencia simplista, ramplona, con el no siempre en los labios.

Labios, labios azules como último recuerdo tuyo, como telón de fondo, como bis mortal.

Mortal fue el salto hacia atrás, el desengaño y mi respuesta definitiva.

Definitiva son mis resoluciones, las cuales siempre pinto de color dulce, sinestésica soy hasta la tumba.

Tumba fría, tumba amada que contemplo hoy desde mis viejos pero agradecidos párpados. Tu tumba. Por fin.

Por fin me libré de ti. Y nadie sospecha nada. Por fin has desaparecido hoy.


Cayetano Gea Martín

martes, noviembre 13, 2007

6.La venganza.

Un señor se separó de una señora de una forma un tanto desaforada. Las palabras pronunciadas por el hombre en tal trance, y que no conviene repetir aquí para no despertar remembranzas que puedan permanecer en la memoria de algún lector desengañado recientemente, se refirieron a la visible mediocridad de la relación que compartían, aparte de ciertos calificativos, evitados con escrupuloso esmero por el señor durante meses, dirigidos al aspecto físico de la señora, que los acogió con honda sorpresa y odio creciente hacia el señor. Este, tras la prolongada sarta de duras palabras, se retiró a un piso alejado del que compartía con la señora, pensando en recuperar el tiempo perdido y comenzar de nuevo. El primer día que salió de allí creyó ver a la señora en el metro. Fue tan sólo un instante pero lo creyó de veras. Después se convenció de que no era ella (dos lunares situados en su mejilla izquierda lo corroboraron). El día siguiente, al volver a casa, creyó verla de nuevo, en un coche que pasó junto a él. Creyó ver su cabellera rubia y los pendientes de aro dorados que siempre llevaba, pero unas gafas oscuras sobre su rostro le convencieron de que todo era una ilusión. A partir de entonces la vio en el supermercado, en un partido de fútbol, en la biblioteca, en un bar que solía frecuentar, en un parque repleto de niños y perros, en un bosque a cincuenta kilómetros de la ciudad, y en todos aquellos lugares que frecuentase con cierta asiduidad. Nunca era ella pero se le parecía. Siempre había algún detalle, el color de ojos, algunas mechas en su cabellera rubia, unos pendientes diferentes, una ropa poco usual, que no correspondía con lo que de ella recordaba. Siempre la veía de un modo fugaz, pero ese instante era suficiente para crear en él un desasosiego que no lograba calmar. Se sucedieron días y meses y con ellos, los encuentros fugaces entre ambos. El señor contó su problema a algunos de sus amigos, y la mayoría de ellos le respondió que cuando algunas mujeres les abandonaron y ellos estaban aún enamorados de ellas creían verlas en todas partes, bajando del autobús, de la mano de otro hombre, sentadas en un banco, charlando con una amiga, para darse cuenta al instante de que no eran ellas sino alguien que se les parecía mucho. Pensó el señor que tal vez no seamos tan diferentes como pensamos y que en realidad nos reducimos a cinco a seis tipos que se repiten sin cesar, con leves modificaciones. Pero lo que atormentaba al señor era pensar que tal vez amase a la mujer, que tal vez su ruptura fue precipitada. Debió meditarla algo más. Siguió viendo a la mujer en cualquier lugar y reprochándose a sí mismo, cada vez con más ahínco, el no haber sabido descubrir esos sentimientos antes. En estas penosas circunstancias el señor decidió hablar con la mujer y pedirle una nueva oportunidad.
La mujer le recibió con gesto serio. El señor le dijo que no podía olvidarla y que su vida era un tomento (y aquí puso especial cuidado) desde que decidió romper con ella. Que la veía en cualquier rincón de la ciudad, que no había pasado un solo día sin que no la viese en algún sitio. Que la amaba. La mujer soltó una risotada y le dijo que ella ya no le amaba, que se fuera por favor, que no quería saber nada de él, que si no podía olvidarla era su problema y que la dejase en paz, que ella ya había rehecho su vida. El señor salió cabizbajo, confundido y lamentando lo que, pensaba, ya no debe lamentarse, es decir, lo que ya se hizo. La mujer se dirigió a su dormitorio y se colocó con esmero una peluca morena y unos pendientes de aro plateados mientras ruega a alguien o tal vez a nadie, que se muera, que se muera.
Nota: relato antiguo con modificaciones.
P.G.V.

jueves, noviembre 08, 2007

Reseñas literarias: Catalinarias - Cicerón


Hace mucho (y Pedro estará de acuerdo conmigo) que no publicamos el comentario de algún libro. Hoy he decidido que quizá es tiempo de volver a esa buena costumbre que perdimos por culpa de la desidia que nos produce (por lo menos en mí) el escribir una crítica literaria. El libro que comento hoy me ha hecho volver al lío.

Desde hace unos cuatro años, Alianza Editorial viene sacando una colección excepcional sobre clásicos griegos y romanos. De forma compulsiva, me compré de una sentada siete, incluido el volumen que nos ocupa, Catilinarias.

Cicerón, cónsul de Roma (63 a.C.) tuvo que hacer frente a un intento de golpe de estado por parte del senador Catilina. Es una época convulsa, los últimos coletazos de la república, poco antes de que César rematara el sistema antiguo del imperio romano. Catilina intentó por tres veces ser cónsul, pero topó siempre con la carismática figura de Cicerón, el paradigma del político con oratoria convincente.

Marco Tulio Cicerón (106-43), natural de Arpino y de familia humilde, fue cónsul de Roma durante un periodo de cinco años. Durante este tiempo, se hizo inmensamente popular por su don de palabras, lo que le hizo salir indemne de numerosos procesos y conflictos en el senado, siendo el más famoso el alzamiento de Catilina.

Lucio Sergio Catilina, de familia acomodada y de Roma, intentó una y otra vez alzarse con el poder, lo que conseguiría Julio César apenas unos años después. Tras un fallido intento de asesinato, Cicerón fue cuando, en medio de una sesión plenaria, atacó frontalmente a Catilina, lo que se conoce como la primera catilinaria, la que comienza con la famosa frase “Quo usque tandem abutere, Catilina, patientia nostra?” (“¿Hasta cuándo vas a estar abusando, Catilina, de nuestra paciencia?”), palabras durísimas jamás pronunciadas antes en el senado. En las tres restantes catilinarias, el asedio de Cicerón continúa imperturbablemente, según avanza la trama política.

El libro posee un lenguaje ameno, visual y preciosista. Lamentablemente, al ser un texto revisado por el propio Cicerón tres años después de los acontecimientos, no se puede saber a ciencia cierta qué de veracidad hay en ellos. Así, Catilina aparece como un ser despreciable, el parangón de la maldad y la corrupción; mientras que el propio autor se dibuja como alguien virtuoso, culto y de bondad extrema.

Lo más destacado de Cicerón es que, gracias a él, el latín adquirió una profundidad léxica que no poseía hasta entonces, culturizando el idioma y haciendo que no solamente valiera para hablar, si no para cualquier tipo de pensamiento, por abstracto que fuera, equiparándose al griego. Ese ha sido el gran legado de Cicerón: convertir el latín en lo que es (o era), e indirectamente pues, a nuestro propio idioma.
Cayetano Gea Martín

miércoles, noviembre 07, 2007

Kainus



No es menor el deseo, nunca disminuye, es una mentira piadosa, como el caos de los verbos y de los genitivos, la cadencia eterna del desconsuelo que se filtra por tu salmiakki, el rumor de verde bosque de esta agua eternas, en las cuales siempre acabo buceando, y hundiéndome en ellas, con la satisfacción del deber incumplido; mientras me voy sumergiendo cada vez más profundamente, en el cenagal rotundo de este silencio finlandés.






Cayetano Gea Martín

lunes, noviembre 05, 2007

Semanario

Los lunes con cara de nido vacío de noviembre,
Y los martes frescos como eyaculaciones matinales de agosto,
Conforman una marejada de resacas viejas pero hermosas
Un suerte de candor de miércoles verde
Un ascenso de tus aguas perdidas hasta el centro de tu alma
En el crescendo triste de los viernes solitarios de koskenkorva
Cuando el timón, en forma de colgador de puerta,
De anticristo con pantalones cortos jugando al pádel,
Navega con la confianza que da la inferioridad por tu domingo
Domine, domine, domun, dominus, domini, domine canis
Sudando el sábado que arrastra eses y des como si no le costara esfuerzo
Y siempre estás ahí, tan mansa y tan comedida de comedias
En medio, en medio de todo y en medio del medio
Como el jueves

Cayetano Gea Martín

viernes, noviembre 02, 2007

5.Deseo desde el Averno.

Apelando a una actitud agnóstica, y teniendo en cuenta que hemos dado cabida a un posible deseo de muerte proferido por el mismo Dios, sería injusto no consignar en estas mismas páginas y, con especial intención, en páginas enfrentadas a las anteriormente citadas, el deseo de muerte que proferirá el Diablo contra este señor que viste traje de Versace y unos extraordinarios Martinelli de piel recién estrenados. Para emprender esta disgresión es preciso, por tanto, salvar los obstáculos de la razón y el empirismo y dejarse llevar por una fe, acaso literaria, acaso sentimental, acaso religiosa, si es que las tres no son la misma, que nos permita entendernos en un mismo espacio de pensamiento. Quedarán a un lado pues las motivaciones de Dios para crear al Diablo o la probable (no olvidemos que estas no son más que especulaciones) identificación del Uno con el Otro.
Tratar de inmiscuirse en los motivos del Diablo para con Dios y sus criaturas acaso sea excesiva pretensión, si queremos dar por terminada alguna vez esta novela. Se ha propuesto la envidia como motor principal de la inquina del Diablo, pero las fuentes son de dudosa validez. Más bien obviemos los motivos y atengámonos a los hechos, que de seguro nos proveerán de una más lúcida exposición.
El Diablo se atiene a su definición clásica de señor del Mal por excelencia, con esa m mayúscula que desbarata toda posibilidad de identificar tal predisposición del Diablo con cualquier chiquillería o desatino cometido en un instante de enojo. Él representa la esencia de todo lo negativo, moralmente hablando (¿podrían los números negativos optar a tal dignidad?). Esa es su principal ocupación, implícita en su cargo, y a ella se encomienda con tesón sin igual, por lo que Dios ha decidido mantenerle en el cargo durante algunos siglos más.
El Diablo no puede matar. Esa es la única regla que Dios le ha impuesto. El golpe de gracia corresponde únicamente a Dios. Pero él Diablo puede tramar tantas ideas como su imaginación le permita para conducir a los mortales hacia su muerte. Hay estrategias que a lo largo de la historia no han fallado, como inyectar el virus del ateísmo, las creencias en falsos dioses, las revoluciones políticas, las guerras de todo tipo o la simple caída accidental. En otros casos ha refinado las técnicas y se ha ayudado de las nuevas tecnologías que han aparecido de la mano del hombre, y así han surgido los accidentes automovilísticos, las electrocuciones, los barbitúricos, la caída de edificios colosales, y tantos otros...
El Diablo se afana en su trabajo como cualquier otro lo haría en el suyo. No cobra sueldo alguno por ello pero ese no es problema alguno para un ser que no tiene necesidades fisiológicas y cuyo pensamiento, motivaciones y sentimientos son independientes de un sistema nervioso. Su único pago por su ardua labor se realiza en almas que volverán a habitar cuerpos en el Infierno, para deleite de sátiros, masoquistas y otras gentes de extrañas preferencias.
El Diablo desea que todo hombre muera porque sabe que casi con certeza todos irán con él. Muy pocos son los afortunados que quedan a la Diestra del Otro, entre jarras de hidromiel y huríes danzarinas. Desde su omnipotencia contempla a aquel hombre del que nos hemos venido ocupando. Sin duda estará con él algún día pero, precisa algún tiempo más de vida para afianzar las perversiones que pueda cometer el sujeto y asegurarse así, sin duda, un boleto directo a las cueva 203 del infierno, planta 5. Por tanto, el deseo de muerte del Diablo, es un sí pero no, un quiero y no puedo, un aquí te espero, pero espera tú un tiempo, que nos veremos las caras y ya sabrás de mí, pero no temas, que yo no tengo culpa de nada, que el que me creó fue otro, al que deberías pedir cuentas alguna vez.
P.G.V.