viernes, septiembre 29, 2006

Otoño, sueño de ojos bárbaros



Enterrada entre las hojas del otoño,
Pasa mi juventud sin prisa pero sin pausa,
Al ritmo candente de los bárbaros ojos
Que cada día me contemplan desde el otro lado,
Ansiosos, declamatorios, excitados.

Cada hora tengo más miedo
A esta locura de sueño de sábanas
Que se entremezcla en mi sangre morena,
Carente de mácula,
De torpes criaturas
Navegando corriente arriba por mis venas.

Al instante, me incorporo, finalizo,
Cuelgo el traje y me arrimo al paraíso
En forma de bárbaros ojos, provocativos,
Que intentan penetrar en mi alma,
Calentarla, afianzarse en densa calma,
Hacer que mi espíritu se vacíe en preservativos.

¡Oh, plástico aséptico y triste!
Pululas lo incoloro de tu alma
Por la orografía de mi carne

Aquellos ojos bárbaros
Aquella colección de agradecida metralla,
De metáforas vanas en silencio de mártires,
De tomar plazas fuertes, bastiones, atalayas,
Dominadas siempre por ojos bárbaros
De pestañas enhiestas, dolorosas, supurantes.

Creo que me entregaré de nuevo
Al maleficio carnal de lo que
Se esconde tras esos ojos escudriñadores,
Creo que cederé
Con todo el encanto de mi voluntad,
Pecador no arrepentido,
Sátiro persiguiendo ninfas
Con el pene erecto que expulsa
Garfios de pan de azúcar.

Cazador de lunas nuevas, esclavo de los ojos bárbaros.
Cayetano Gea Martín

miércoles, septiembre 27, 2006

Pierradas VIII


Pierre en Finlandia

Siempre recordaré con cariño aquella cabaña que mis abuelos me legaron cerca de Rauma, a las orillas de un pequeño lago, de esos millones de lagos que salpican de azul el verde paisaje finlandés. Siempre, como digo, me acuerdo de forma grata de la pequeña casa, sobre todo aquel verano en el cual Monsieur Menard decidió pasar las vacaciones en mi nórdico retiro espiritual.

No teniendo suficiente con regalarme con su magnánima presencia en París durante los meses laborales, se presentó sin equipaje y con fatigado rostro ante la puerta de mi cabaña. No me quedó más remedio que hacer las veces de guía turístico. A pesar del grato mes de julio que pasé en compañía de mi ilustre y admirado maestro, no puedo si no entrar en un ligero ataque de ansiedad cada vez que recuerdo aquellas vacaciones.


El kotipelto invadido

“Se ha buscado usted un retiro de lo más ermitaño, mi buen amigo”, comentó Menard, golpeando con su bastón el hermoso y frágil entarimado de madera. “Por eso se denomina retiro, maestro”, repliqué, mientras mi rostro adquiría una tonalidad verde, lo cual siempre era síntoma de lo grato que me resultaba la presencia de Pierre.

Siempre estaré en deuda con él por el tiempo que pasó conmigo en la cabaña. ¿Cómo pagar las horas de sabiduría, las hermosas frases que brotaban incansables de los labios de Menard a todas horas, día y noche, mientras devoraba mi provisión de salmón y se bebía mis botellas de koskenkorva?


Man of Helsinki

“¡Qué ciudad tan curiosa!”, proclamó Pierre nada más pisar la céntrica Erikinkatu, “Todos los carteles están escritos en dos idiomas, a cada cual más raro”, sentenció con maestría el autor de El Quijote. “No me extraña que sean de mentalidad cuadriculada, ¡con esas lenguas extrañas llenas de kas y diéresis en lugares incorrectos! ¿Y el frío? ¿Qué decir de la rasca que sopla?”

Estas y otras lindezas, igualmente intelectuales, iba vertiendo Monsieur Menard según nos íbamos adentrando en el ordenado bullicio de la ciudad, ganándonos la antipatía de un forzudo finlandés que hablaba perfectamente el idioma galo, amén de otras anécdotas tan curiosas como peligrosas. Pero lo que marcó la jornada para la posteridad, fue su disertación filosófica.


La disertación

Sí, yo estaba presente cuando Pierre Menard legó a la humanidad unos de sus más profundos pensamientos. Yo estaba allí, cuando la prodigiosa mente de Pierre parió semejante sofisma, cual Zeus a Palas Atenea. Yo estaba allí cuando pronunció su famosa disertación, la que se acabó denominando por los críticos: “Disertación o sentencia empírica sobre la inferioridad del pensamiento nórdico en comparación directa con el francés”.


Disertación o sentencia empírica sobre la inferioridad del pensamiento nórdico en comparación directa con el francés

El pensamiento tradicional nórdico es claramente inferior al ilustrado y bien amueblado, si me permiten la expresión, pensamiento francés. Para comprobarlo, baste comparar la exuberante belleza femenina finlandesa con la paupérrima y ligeramente pilosa feminidad gala.

Quizás las mentes simples no encuentren una relación directa entre un hecho y otro. Para tales casos, permítanme promulgar una ley de mi propia cosecha, si se me permite tal expresión, que he venido a denominar “ley de la consecuencia nefasta de lo hermoso en el pensamiento colectivo o como es necesario ser feo o fea para alcanzar el satori”. Dice así:

“El desarrollo filosófico de un pueblo es inversamente proporcional a la belleza objetiva de su población femenina”.
Cayetano Gea Martín

lunes, septiembre 25, 2006

Escribo


Hoy dejo de hablarte: me tienes cada día un poco más cerca del precipicio, del barranco. Acabarás por tirarme, lo sé, lo huelo en tus ojos de niña perversa, en el aura de maldad que riela en tus pupilas negras.

Hoy te hablo, me oigo y lamento. Lamento tantas cosas, como estas palabras que surgen a raudales de mis dedos que teclean un ordenador infame en un mundo capitalista infame, al que odio e incinero desde mi mal remunerada hipocresía.

¿Doy la impresión de escribir cosas sin sentido? Es que lo son. No intentéis ver nada más que chorradas, porque no las hay. Soy un niño vertiendo cubos de pintura sobre un lienzo en blanco.

No escribo por ser feliz, ni escribo para sacar conclusiones precipitadas de la vida, ni para caer bien, ni para ligar.

Escribo porque si no reviento.

Escribo para volcar en papel digital toda la mierda que se me va prendiendo de la ropa y del pelo según me muevo.

Escribo como terapia, para expulsar de mi mente todo lo que pueda, para vomitar como recurso más fiable que una pesada noche de indigestión.

Escribo en oleadas insanas, en eyaculaciones fortuitas.
Escribo para no morir.
Cayetano Gea Martín

miércoles, septiembre 20, 2006

...y cómo no echarte de menos si el lado derecho de la cama está siempre vacío y cada vez que trato de estirar el brazo para tocar tu cara y decirte buenos días siento tan sólo un desierto de tela a mi lado, una ausencia fría e indiferente, y recuerdo que no estás allí, que debo levantarme solo, que ya no puedo despertarte con un beso en la mejilla, o sobre tus párpados, y decirte que te quiero, que debo compartir el desayuno con mi sombra, a la que aún le cuesta desperezarse a esas horas, que ya no puedo mirarte extasiado mientras preparas el café, ni reírme mientras escuchamos las noticias en la radio, ni decirte hasta luego, cariño, que pases un buen día, ni pensar en ti mientras estoy en el trabajo, aunque eso sigo haciéndolo, a cada instante, y la mano corre rauda hacia el teléfono para preguntarte qué tal andas, y si me echas tanto de menos como yo a ti, pero descubro que ya no estás en casa, y la mano vuelve al repetitivo trabajo, y vuelve el abatimiento y mis ganas de desaparecer, y después un poco de odio hacia ti por dejarme solo, por no querer compartir lo que nos quedaba aún, por irte tan pronto, por morirte y no esperarme, porque ahora vuelvo a casa y el tintineo de mis llaves antes de entrar no produce un movimiento apresurado en el interior, tus pies desnudos desplazándose presurosos hacia la puerta, ni puedo sentir ya tu beso de bienvenida, ni las preguntas habituales, qué tal el día, has trabajado mucho, y tú no me dirás, como siempre, un día menos de trabajo, y ya no cenaremos juntos ni yo podré mirarte a los ojos durante minutos completos que son días y eternidades porque tu ya estás en esa otra eternidad solitaria que los dos siempre quisimos eludir y ahora me veo enfrentado a tu eternidad, desde esta finitud que antes no queríamos abandonar y del que ahora deseo huir con todas mis fuerzas abandonar para no ser consciente a cada momento de tu ausencia, que no es vacío porque todavía me siento en el mismo sitio del sillón a ver la tele, como si todavía estuvieses a mi lado, y pongo el cepillo de dientes en la misma posición, dejando espacio al tuyo, que ya no está ahí, aunque el espacio vacío me recuerda que tendría que estar ahí, y sobre todo no oigo tus pies descalzos desplazarse sigilosos por el suelo, ni veo tu lunar, ya no puedo decirte que te quiero, sólo en estos monólogos de autocompasión que emprendo en la angustia de mi soledad, y cómo te quiero, cómo me gustaría que resucitaras, nosotros seríamos más felices aquí, uno junto al otro, con nuestra vida cotidiana y nuestros besos matinales y nuestros te quiero y nuestros desayunos y nuestras llamadas y tu lunar y mis llaves repicando, y cómo odio esta ausencia tuya que no puedo evitar y esta muerte en vida que es peor, mucho peor, que tu vida en la muerte.

Pedro Garrido Vega.

lunes, septiembre 18, 2006

El último


Desde que el ocaso llegó al mundo de los dioses profanos, nada había vuelto a ser lo mismo. La soledad, la inmensidad de la cueva se hacía palpable, así como las manchas negras del humo de las antorchas estampadas en el techo. Y ante ese espectáculo, el último dios antiguo, Väinämöinen, dios de la música, rumiaba su final extrayendo tristes acordes a su kantele.

Y el final consistía en dos opciones, a cada cual más triste y lamentable. Por un lado, podría quedarse en la cueva primigenia hasta que el último ser humano que creyese en él muriera. Por otro lado, podría enfrentarse con su destino, salir de la cueva y caminar con paso firme hacia la entropía. Morir como murió su prometida Aino, por voluntad propia.

Tales oscuros pensamientos nublaban su mente cuando una sombra de hombre bloqueó la luz ambarina que iluminaba la cueva. Cuando el visitante acabó de entrar en el recinto, Väinämöinen pudo ver que se trataba de un mortal de mediana edad, pelo rubio y ensoñadores ojos azules. Fueron lo que más le llamaron la atención, sus dos profundos ojos celestes que escudriñaban el rostro y la apariencia del dios con beatífica fascinación.

El hombre se adelantó. Plantó su rodilla izquierda en el suelo. Habló.

Me llamo Elias Lönnrot –proclamó –y soy el último hombre que cree en ti.


Elias Lönnrot fue el autor de la Kalevala, un poema épico compilado por él en el siglo XIX a partir de fuentes folclóricas finlandesas.
Cayetano Gea Martín

viernes, septiembre 15, 2006

El argumento definitivo, o cómo agarrarse a un clavo ardiendo.

Dijo Gidé alguna vez, o eso quiero creer, que es cierto, que en literatura ya está todo escrito y todo dicho, pero que nadie lo lee ni lo escucha y por eso hay que seguir repitiéndolo sin cesar. O algo así. Para mí es suficiente (por el momento).

PGV.

jueves, septiembre 14, 2006

Sin promesas



Sin promesas, sin promesas
Sin cantos que entonar
Sin miradas que alcanzar
Sin pan blanco sobre la mesa

Sin promesas, sin bien ni mal
Sin malabarismos vanos,
Sin darme del todo sus manos
Sin desplegar sus alas de cristal

Ella navega sin rumbo, con ciego vuelo
Y yo, Ícaro, alas de cera caliente
La sigo y contemplo, moribundo, penitente
A veces detrás, a veces, desde el suelo

Sin promesas, pero, ay, sus ojos avellana
Sus ojos desean más, pero me legan canas
Quizá su juventud, quizá su karma
Quizá su levedad del ser no hallada

Sin promesas, qué queda
Mi terquedad, mis penas
Mi amistad, mi doble o nada
¿Mi apuesta? Me juego el alma
Cayetano Gea Martín

martes, septiembre 12, 2006

Tervetuola!

Volviendo, al final, de nuevo, al camino desandado de vuestros ojos, ojos que me leen y que me conocen por el grueso de mis letras.
Volviendo a casa tras un retiro tan necesario como breve.
Volviendo, al principio, al final, al camino medio, a seguir.

En el alma, un poema finés, una caricia nórdica, una calle mojada, una atmósfera pura, un país tímidamente amable, un recuerdo presente y eterno, una identidad perfeccionada, un ansia satisfecha. Más vendrán.

Cayetano Gea Martín

viernes, septiembre 08, 2006

Acefalia.

Un señor sale de su casa sorprendido porque al levantarse por la mañana su cabeza ya no es una suerte de esfera ostensible sobre su torso. El asunto es harto más complicado si consideramos que este señor acéfalo es capaz de pensar y hasta de expresar sus pensamientos en voz alta. Decimos que es harto más complicado si tenemos en cuenta que, por lo que nos dicen esos señores tan listos (es cierto, unos más, otros menos) denominados científicos, el cerebro (por mucho que sea grande o pequeño) es necesario para pensar (mucho o poco, eso en este momento de la narración es irrelevante) y hasta para expresar los propios pensamientos en voz alta. El señor camina por la calle y discurriendo llega a la conclusión de que tal vez no sea un hombre acéfalo sino un hombre con la cabeza invisible, aunque, en cierto modo, ¿cómo podría diferenciarse una cosa de la otra? Él mismo se responde con el famosísimo cogito ergo sum, término este último que no sabemos si se refiere sólo al cerebro, sólo al cuerpo, o a las múltiples realidades que, afirman algunos (no es cuestión de excluir opiniones), conforman al ser humano. De hecho, y todo esto según Descartes, no vayan a tildarme de anacrónico cronista, si el señor carece de cabeza también, por consiguiente, carecerá de glándula pineal. Y no dormirá bien, se apresurará algún lector instruido en las facultades de esta glándula que hoy prefiere que la llamen epífisis (eso de estar siempre por encima, que a algunos les gusta mucho), pero mi digresión, claro está, va en otra dirección, que el lector no tan apresurado como el anterior seguramente otee en el horizonte de estas líneas y que es el siguiente: si el hombre carece de epífisis, carecerá de alma (nota que espero no resulte pedante: Descartes emplazó al alma humana precisamente en esta glándula de la que ahora nos ocupamos, o más bien de la ausencia de ella) y por tanto, no sabemos ya si este señor es un ser humano o sólo una prisión, como diría Platón, la sombra de algo mucho más importante que ya no podría ser. Pero sin embargo, ya que piensa y puede expresar sus pensamientos en voz alta, es posible que también posea alma ¿qué se lo impide, acaso somos nosotros quién para decirlo, para sustraer a este señor el derecho a poseer un alma como todo ser humano? El señor se convence de que tiene alma y no quiere ni oír hablar a quien le dice que si no tiene cabeza no tiene alma. Pero no nos preocupemos por él porque se siente bien, animado, podríamos incluso decir que feliz, si no fuese por esa ausencia que muchos ven como algo anómalo y que él sólo ve como un inconveniente pasajero al que pronto se acostumbrarán los que le rodean. Sin embargo ya hay quien ha puesto el grito en el cielo (o, mejor, que es más eficaz, en el infierno) y ha pedido a las altas instancias (las bajas, sin embargo, como ya hemos dejado claro, son más eficientes) que se retire a ese hombre de las calles pues los niños se asustan al ver un cuerpo sin cabeza y los perros no hacen más que ladrar a su paso. Aunque la situación, podríamos afirmarlo sin temor a caer en equívocos subjetivos, neutrales como somos en esta condición de meros cronistas, no es como los detractores de este señor han proclamando, ya que a este hombre le gusta pasear por la noche y se organiza una algarabía tremenda entre los gritos de admiración de los niños que casualmente (como si del acéfalo de Hamelin se tratase) esperan su paso por la calle pegados a los cristales de las ventanas de sus casas, y los ladridos interminables de los perros que, junto a sus respectivas casetas, esperan la llegada de la noche para saludar al hombre acéfalo, que ningún daño hace a nadie, que a todos, amigos y enemigos, saluda con una sonrisa, les desea que pasen un buen día y enarca las cejas en señal de cariñosa despedida.
Pedro Garrido Vega.

jueves, septiembre 07, 2006

Tragicomedia.


Es un señor muy serio, tan serio que nunca en su vida ha reído, ni siquiera cuando era tan sólo un bebé, ni siquiera cuando sus tíos le hicieron cosquillas, ni cuando fue con sus hermanos a ver a los payasos al circo. No sufría por ello porque la privación a veces no se sucede de la necesidad, especialmente si no existe tal privación porque nunca se ha poseído aquello de lo que se le puede a uno privar. No es lo mismo que decir que a un señor se le ha privado de su dinero cuando alguna vez lo tuvo, o que otro señor se levantó una mañana y al contemplarse en el espejo vio que ya no tenía cabeza. A este señor le es igual no haber reído porque no sabe lo que es. Digamos que es como aquel otro señor que nunca jamás probó las drogas mientras muchos a su alrededor las probaban- y reían también- mientras él se mantenía inapetente ante tales ofrecimientos. El señor muy serio que nunca ha reído y que, hasta ahora, ha sido un hombre solitario, ha conocido hace un mes a un señor con el que comparte ciertas preferencias y algún tiempo, lo que se llama un amigo, en suma. Los dos charlan animosamente en torno a una mesa de una cafetería cada tarde y el señor protagonista de nuestra histeria le confiesa con cierto pudor al otro, al que ahora también otorgaremos un papel predominante en estos hechos narrados, que él jamás ha podido reír, a lo que el segundo señor le contesta que él jamás ha podido llorar, por mucho que lo ha intentado (porque él sí siente cierta envidia al comprobar cómo los demás pueden enjugarse las lágrimas y ver desbocarse sus sentimientos entre llantos mientras él tiene que contentarse con un gesto entre lastimoso y deforme que sólo le conduce a una más honda desolación al ser consciente de que es incapaz de llorar cuando lo necesita, sabiendo que ese algo que necesita existe y que a él no le es dado disfrutarlo). El primer señor comienza a sentirse un poco como el segundo señor. Le intriga el porqué de la risa de los demás y de su necesidad de ella. Él cree no haberla necesitado nunca pero tal vez si la prueba una vez, si en alguna ocasión consigue reír, es posible que ya no pueda vivir sin ello y que toda su vida se convierta en una búsqueda continua de la risa. Así pues los dos señores intentan idear algún método que les permita a ambos conseguir sus respectivas aspiraciones: el segundo señor propone al primero leer libros de chistes, ver espectáculos cómicos en la televisión, beber incontroladamente y reunirse con él en algún lugar y charlar de todo y nada; el primero propone al segundo que piense en enfermedades, en familiares difuntos, en algún antiguo amor fracasado (por eso lo de antiguo, le responde el otro), que piense en esos bultos que hay debajo de las calles y que nadie sabe cómo eliminar. Cada uno sigue los consejos del otro, pero todo esfuerzo resulta infructuoso y, mientras uno se queda tan sólo en la sonrisa, sin conseguir que las carcajadas se asomen de una vez, el otro anda todo el día compungido y desolado, como un fantasma silencioso ahogado en su dolor, pero sin ser capaz de hacer aflorar una sola lágrima de sus tristes ojos. Y al cabo del tiempo se encuentras de nuevo en la cafetería y al verse, uno y otro, desolados como están, se alegran de verse y se sorprenden de lo insólito de su situación, de la comienzan a hablar, a discutir, y ambos comienzan sonreír sin parar, hasta que estallan en carcajadas, que ascienden en sonoridad y duración y que terminan en un llanto compartido, y ambos se miran y se abrazan, sabiendo que no les faltaba la risa ni el llanto sino el amigo con quien compartirlos.
Pedro Garrido Vega.

miércoles, septiembre 06, 2006

Incluso las matemáticas no son perfectas.


Un señor que contempla el cielo cada noche y que es un convencido panteísta se asombra, en cada una de las ocasiones en las que acude al observatorio que ha dispuesto en el piso superior de su casa, de las inmensidad del espacio exterior. No es este un asombro insólito en este señor y menos aún en el resto de seres conscientes del universo, pues todos los que gozan de tal condición se han sorprendido alguna vez de la incalculable (quizás ya no tanto) magnitud del conjunto de todo lo material existente. Lo insólito es que este señor, como carece de formación acerca de las dimensiones del universo y ni siquiera se plantea estudiarlas (demasiado tiempo, pocas incógnitas desveladas y un número mayor de cuestiones absolutamente novedosas), ha decidido establecer un sistema de coordenadas en el universo que atiende a criterios puramente psicológicos. Ha establecido como origen o punto central su propia persona como ente material, no sólo psicológico, para de una forma más sencilla, poder ubicarse en su particular sistema de coordenadas. Los objetos, por tanto, se desplazan en un sistema de cuatro coordenadas (las tres espaciales y la temporal) constituyendo este señor el referente de todo movimiento en el universo. El señor ha propuesto su sistema formalmente a algunas de sus amistades más estrechas, que pronto se sintieron atraídas por él y admitieron su validez, pero con ciertos matices, como el de que el punto de referencia lo constituyese siempre el observador. Para el señor que contempla cada noche las estrellas este no es un problema grave mientras en su propio mundo él constituya la referencia única y esencial del resto de movimientos del universo. Sería algo así como la conciencia cósmica que propiciaría el existir de las cosas y su causalidad. Bien mirada, la teoría no es del todo descabellada si se toma desde un punto de vista meramente alegórico, metafórico o, en cierto sentido no científico, por supuesto, en términos psicológicos. Es obvio que de cara a un entendimiento científico intersubjetivo y objetivable, este sistema no es el idóneo pues el sistema de coordenadas siempre dependería del observador y probablemente de parámetros más complejos, como la subjetividad, que conducirían a una segura deformación de los ejes de coordenadas. De este modo lo que para nuestro primer señor se encuentra en la coordenada (3,5,5,8) (asignando los tres primeros dígitos a las coordenadas de espacio clásicas y la última a la coordenada de tiempo) para otro señor, esa misma coordenada puede ser (6,4,4,1), en función de lo que esas coordenadas estén reflejando. Un ejemplo de lo que estamos intentando reflejar sería el de una señora al que ambos señores aman: debido a la inercia amorosa (denominada por algunos optimismo) que mueve al señor con el que iniciábamos esta crónica, las coordenadas de esta señora con respecto a él cuando toman una taza de café a la que él, melifluamente la invita, son de (0.3,0.3,0.3,0) o, lo que es lo mismo, se encuentra realmente cerca y en ese preciso instante; sin embargo, el segundo señor, caracterizado por una atávica angustia al enfrentarse con algún sujeto del sexo opuesto (lo que otros llamarían, sin duda, pesimismo), ocupando la misma posición que el primer señor con respecto a la señora que ambos aman, en la misma mesa de la misma cafetería (desde mis coordenadas de observadores imparcial oneutro), situaría a la mujer en las coordenadas (3,3,3, infinito). A veces las matemáticas son muy elocuentes, más aún que las palabras, que sólo dan rodeos en torno a lo que quieren expresar, cuando no existen palabras para ello y sí la abstracción que los números captan de una forma irremisible. La señora, obviamente, ama al segundo señor, para complicar aún más las cosas y los sistemas de referencia, pero es que nadie ha dicho que la física y las matemáticas sean sencillas.
Pedro Garrido Vega.

martes, septiembre 05, 2006

Es que lo queremos todo.

Este señor que camina por la calle un tanto distraído e indiferente a lo que ocurre a su alrededor no es consciente de que cuenta con el beneplácito de la diosa fortuna para conseguir casi prácticamente todo lo que se plantee en la vida. De hecho, existían ínfimas posibilidades (incalculables, diría yo) de que apareciesen un universo y un planeta propicio para que se desarrollara en él la vida y, más aún, seres autonconscientes. Existía una posibilidad entre ciento cincuenta millones de que él naciese (tomando en cuenta que sólo podría ser engendrado por sus padres). Existía una entre aproximadamente doscientas cincuenta posibilidades de que naciese en el país en el que hoy vive. Existía una entre ciento cincuenta posibilidades de que estudiase la carrera que estudió. Existía una entre cincuenta posibilidades de que fuese escogido para un fabuloso trabajo. Existía una entre seis posibilidades de que fuese destinado a una pequeña población al norte de esa ciudad. Allí, había una entre dos mil posibilidades de que conociese a la mujer de su vida. Y existía una entre dos posibilidades de que ella aceptase su invitación a cenar, invitación que fue realizada en el mismo instante en el que la diosa fortuna volvió su cabeza hacia otro lado y se desentendió de este señor, que ahora camina por la calle pensando, qué desgraciado soy, qué mala suerte la mía.
Pedro Garrido Vega.

lunes, septiembre 04, 2006

Una histeria que es un resumen.

Un señor muy laborioso y de excelente memoria, aunque no tanta como aquel famoso Funes pero sí con la suficiente como para recordar extensos fragmentos de novelas ejemplares y una gran variedad composiciones poéticas, se propone emprender una aventura literaria que tal vez ocupe el resto de su vida pero cuyos resultados podrían ser de extraordinaria valía para la humanidad. Su propósito no es otro que el de crear una obra-resumen de la historia de la literatura, que consistiría en aunar en un solo volumen el contenido esencial de un número aún no determinado de obras cumbre de la literatura universal. La idea es genial ya que ahorraría al lector escaso de tiempo la tediosa tarea de entregarse a la lectura de voluminosas obras en las que apenas veinte páginas son dignas de una concienzuda lectura mientras que el resto no pasan de ser un buen ejercicio de estilo pero con poco que aportar al lector (Borges, por ejemplo, se ufanaba de haber sido capaz de lograr escribir algunas páginas válidas a lo largo de su vida, lo cual es un acto de suprema inmodestia disfrazada de modestia). Para llevar a cabo esta misión es necesario que este señor tan laborioso lea con detenimiento un amplio número de novelas y de entre ellas escoja las que considere más relevantes, aunque en este punto comenzarían los problemas pues los gustos son como los colores, que a cada uno le gustan unos más que otros, y si él, es un suponer, escogiese a Dante, Shakespeare, Cervantes y Joyce, otros le echarían en cara el haberse olvidado de Dostoievsky, o de Homero , o de Kafka o de Proust, por eso cree que la mejor forma de llevar a cabo su empresa sería mediante una encuesta inicial propuesta a un número significativo de críticos y expertos en literatura, de modo que la democracia vendría a servir a la tarea de nuestro voluntarioso protagonista. Un segundo paso, no menos complejo que este primero, sería el de escoger un número determinado de obras, digamos, por ejemplo, cincuenta, número que tal vez a algunos resultaría excesivo y a otros, claramente ínfimo para hacerse una idea de la literatura universal. El tercer paso sería escoger los pasajes y aforismos más relevantes de las obras escogidas, algo en lo que seguramente también habría disensiones entre los lectores de la obra final. El cuarto paso sería enlazar esos fragmentos de modo que se construyese una obra compendio de todas las demás, donde pudiésemos deleitarnos con un diálogo a tres bandas entre el sagaz Ulises, el discursivo Alonso Quijano y el dubitativo Hamlet. Nuestro protagonista afirma que ese sería el modo de evitar muchas obras ineficaces que únicamente repiten lo escrito con anterioridad pero, la mayor parte de las veces, mucho peor. Por otro lado, sería un modo de perpetuar a esos autores y hacerlos converger en el tiempo, interactuar entre ellos y que se conozcan a través de sus personajes, pues eso es lo que nos queda de ellos y lo que de ellos debe sobrevivir. Por lo que sabe el autor de estas líneas, las encuestas ya han sido enviadas a dos mil críticos de ochenta países diferentes y el protagonista, ese laborioso señor, está esperando con ansiedad el resultado de las mismas, deseando ponerse a trabajar en su idea original empleando para ello las ideas originales de muchos otros.
Pedro Garrido Vega.