martes, enero 31, 2006

Masa

Subió al coche cuando sintió una mano contra su espalda que le empujaba hacia el interior forrado de cuero, de ese cuero negro que se pega a la espalda en los meses de calor, y en Sevilla, esos meses eran muchos al cabo del año. La mano enguantada parecía formar un solo ser con la tapicería del vehículo cuando pasó de la espalda de Juan a apoyarse con suavidad pero con firmeza en el cuero del auto. La mano no venía sola, sino acompañada de casi cien kilogramos de matón con aspecto de ex-boxeador, el cual siguió empujando a Juan hasta empotrarlo contra la lujosa puerta trasera izquierda. Juan pudo sentir el frío cristal contra su viejo rostro, y a duras penas contemplar el exterior: una calle simple, anodina, hueca y cargada del hedor de la extracción social más humilde. Algunos curiosos se pararon con el descaro que da el territorio propio a ver el espectáculo que se desarrollaba dentro del Mercedes negro de cristales ahumados, lo cual no aminoraba el espíritu de intromisión de los parroquianos. Las cagao, amigo, le dijo el matón a Juan. Las cagao bien cagá y daquí no saldrás salvo con los pies por alante, compartió con él mientras extraía de un bolsillo de su lujoso esmoquin una navaja roñosa y la enfilaba hacia el cuello de él. Fuera, el público rugía de excitación. Man dicho que taga daño, y daño ti vi hacé. ¿Tas preparao? El no rotundo de Juan se perdió entre gorgoteos de sangre cuando el matón comenzó a abrirle la garganta a trompicones, debido al gastado filo de aquel instrumento emponzoñado. No supo cuánto tiempo estuvo así pero, oh me muero Dios me muero me muero y no sé por qué y me muero, estuvo pensando durante mucho tiempo, más del que hubiera deseado. Los parroquianos rugían de placer. Al final, el matón dio por concluido su trabajo, limpió la cuchilla con la camisa de seda de Juan, ahora encharcada de sangre, y salió del asiento de atrás para sentarse en el del conductor y largarse de ese agujero. Si hubiera alcanzado el asiento de piloto por dentro del coche en vez de salir de éste, ahora seguiría vivo, seguiría degollando traidores, insolventes, morosos. Su decisión le costo la vida, y no podemos decir que fuera una vida que el universo vaya a lamentar. AL salir, al salir del coche, la masa, la turba, la marabunta, el poder del grupo, la incontenible marea de injusticia que siempre aflora cuando el individuo se convierte parte de un colectivo, le inundó. Alguien que no estaba libre de culpa arrojó la primera piedra, y las demás volaron a su encuentro. Palos, piedras y gritos de asesino surgiendo de voces descarnadas de hombres, niños, ancianas. Patadas frías sobre su rostro que comienza a llenarse del calor de la sangre, de la riada de sangre sobre el suelo mal asfaltado. Su sorpresa da paso a la furia, y ésta al dolor, y del dolor hay poco camino hasta exigir piedad, piedad a través de sus cuerdas vocales pisoteadas, de sus ojos rotos, de su cráneo hundido, hundido, me hundo joder me hundo me muero. Triste destino de aquel que siembra tormentas. Pero lo terrible es que daba igual la culpabilidad: sólo importaba esa especie de fe ciega que se erige con terrorífico valor, el valor de los cobardes envueltos entre cobardes, con osadía de metralla, con el espíritu asesino del anonimato gremial.

Cayetano Gea Martín

sábado, enero 28, 2006

A propósito de...La conexión divina, de Francisco J.Rubia

No creo que haya dudas acerca del carácter universal de la experiencia religiosa. Se han descrito creencias religiosas en prácticamente todas las civilizaciones conocidas y en los pueblos más recónditos de África, América u Oceanía y suelen compartir rasgos comunes y experiencias similares, aunque con el matiz distintivo de la cultura en la que se desarrollan.
Este es el planteamiento de los seis primeros capítulos de este libro, que trata de explicar, desde el punto de vista de la neurobiología, la experiencia mística.
Esta obra parte del hecho, aún no totalmente aceptado por la sociedad, no sé por qué oscuras razones, de que todo lo que percibimos y sentimos es producto de nuestra actividad cerebral. El autor escribe: El éxtasis místico, como experiencia humana que es, ha de tener una base cerebral; y las estructuras que sirvan de base a esta experiencia, una vez activadas, sin duda la producirán. Con esto no decimos nada nuevo. Simplemente constatamos que así ocurre con todas las experiencias de que el hombre es capaz. Si no poseyera estructuras cerebrales capaces de dar lugar a la experiencia mística, ésta, simplemente, no podría producirse. La cuestión es, pues, saber dónde se encuentran y cómo activarlas. Este es el modo de superar el dualismo cartesiano y apartar ese concepto etéreo de alma, que tantos quebraderos de cabeza causa y que no es otra cosa producto de nuestra actividad cerebral. El autor explica que para que existiese el alma, que es de naturaleza no corpórea, debería interactuar con el cuerpo, algo que sí es material, de algún modo, y aún nadie ha dado una explicación de cómo esto podría llevarse a cabo. Lo de siempre: cuando se propone algo hay que sustentarlo con evidencias, si no, es un ejercicio de imaginación libre pero nunca ciencia.
Si partimos, por tanto, de esta premisa previa que supone la unidad mente-cerebro podremos plantearnos qué estructuras son las que dan lugar a las experiencias místicas. Antes de ello, y lo que es la mayor parte del libro, es un repaso por las experiencias místicas más variadas: desde los primeros chamanes, pasando por las civilizaciones griega y romana y las místicas occidentales y orientales. Estos capítulos son de vital importancia para el libro: con una ventaja y un inconveniente que, en realidad, son el mismo: estos capítulos son muy prolijos en ejemplos. Esto hace que a veces la lectura sea algo tediosa, que es su inconveniente, pero por otro lado presenta la ventaja de que nos hace ver que las experiencias místicas se han dado en todas las culturas posibles y que estas experiencias comparten una serie de caracteres comunes, como son la forma de alcanzar estos estados (mediante diversas técnicas como la relajación, el aislamiento del mundo, la penitencia, también las danzas, las drogas psicomiméticas, el alcohol, etc) y dan lugar a una serie de experiencias que al ser relatadas por diversas personas de diversas culturas comparten unos caracteres claramente similares. El texto es abundante en testimonios de personajes que han vivido este tipo de experiencias (en las que se describe una conciencia del Uno, una pérdida de la conciencia de los opuestos, alucinaciones auditivas, visiones cegadoras, etc). El autor sí hace sin embargo, una observación: la cultura juega un papel muy importante en estas experiencias: así, a ningún cristiano durante una experiencia mística se le ha aparecido Buda o Alá y a ningún budista se le ha aparecido , por ejemplo, la Virgen María.
El sexto capítulo describe, a modo de corolario, el conjunto de sensaciones que conforman la experiencia mística. En el séptimo, que es la conclusión, se buscan las bases neurobiológicas de la experiencia mística, es decir, qué áreas cerebrales podrían estar implicadas en este tipo de experiencias. Francisco Rubia atribuye un gran papel al sistema límbico. Según él el hombre vive dos realidades diferentes. Una, la lógico-analítica, que es hoy día la imperante y que mantiene silenciada a la segunda, que sería la emocional, la que representa el sistema límbico. En este sistema límbico se encuentran estructuras como la amígdala, que dota de color emocional a las percepciones, que es lo que permite que nosotros creamos que algo es real (eso explicaría la sensación de realidad que los místicos tienen de sus experiencias), el hipocampo, que entre otras cosas, fija la posición del hombre en el espacio-tiempo (los místicos suelen perder la conciencia del espacio tiempo durante sus experiencias) y otras zonas del lóbulo temporal (que él relaciona sobre todo con el hemisferio izquierdo y que estarían encargadas de la autoconciencia, de yo (que es una percepción que se pierde durante el éxtasis). Todo esto y mucho más lo explica con evidencias experienntales, sobre todo de estimulación eléctrica o magnética en determinadas áreas cerebrales que han ayudado a entender mejor todo este tipo de experiencias. Por ejemplo: la estimulación en determinadas regiones del lóbulo parietal da lugar a la sensación de una presencia extraña, la estimulación de determinados núcleos de la amígdala da lugar a sensaciones placenteras y, en otras a sensaciones terroríficas (ambas son descritas por quienen han entrado en éxtasis), o la estimulación de regiones del lóbulo temporal da lugar a la sensación de encontrarse fuera del cuerpo, algo que les ocurre a menudo a epilépticos que presentan el núcleo de activación en esa zona. Rubia también atribuye un papel importante al hipotálamo, el sistema nervioso autónomo y la corteza prefrontal en todo este esquema.
El autor no ve problema en que se diluciden las áreas cerebrales implicadas en la experiencia mística: La existencia de estas estructuras responsables de la experiencia mística no dice nada a favor o en contra de la creencia en seres sobrenaturales. Para el creyente, por ejemplo, es importante saber que existen en su cerebro estructuras que hacen posible estas experiencias. Puede atribuir estas estructuras a la previsión divina que hace posible la comunicación con la divinidad. Sin ellas, como hemos dicho, difícilmente podríamos tener la sensación religiosa ni tampoco sería posible esa comunicación. Para el no creyente, estas estructuras serían las responsables de la creencia en seres sobrenaturales, que no serían otra cosa que proyecciones al mundo exterior de nuestro cerebro. La activación de estas estructuras cerebrales, sea en condiciones normales o patológicas, por ejemplo durante ataques epilépticos, explicaría el fenómeno religioso, así como su universalidad en todas las culturas.
Su visión propugna la coexistencia de ambas realidades en el hombre y apoya la estimulación de ambas realidades, que son necesarias para el perfecto desarrollo del individuo. Una tendría más que ver con nuestra realidad cotidiana, con la ciencia y lo que nos rodea y otra más con lo fantástico, el arte y también esas otras intuiciones e imaginación que a veces hacen avanzar a esa otra realidad científica y lógico-analítica de la que habla el autor.

En relación con este tema, sobre todo con las experiencias que creemos reales y son sólo producto de nuestro cerebro recomiendo leer el último apunte en Las Pirámides del Cerebro: http://www.piramidescerebro.blogspot.com/ y la lectura de algún libro de Oliver Sacks: son de fácil lectura y tremendamente didácticos.

Pedro Garrido Vega

A propósito de...El mandarín, de Eça de Queiroz

La historia es con frecuencia olvidadiza y, con ello, injusta. La falla de esta aserción se encuentra en que quien escribe la historia es el hombre: tal vez sea mejor afirmar que el hombre es olvidadizo y, con ello, injusto. No se puede calificar de otro modo el hecho de que escritores como Eça de Queiroz, Jorge Amado o Fernando Pessoa, los tres escritores en lengua portuguesa, los tres excelentes escritores, hayan sido tan dejados de lado en la historia de la literatura universal y ahora se rinda pleitesía a Saramago, gran escritor, por cierto, sin echar la vista atrás y preguntarse qué otros autores han sido importantes en ese pequeño pero importante país.
La obra que hoy describo (me parece demasiado vanidoso escribir critico) es un conjunto de cuentos que lleva por título el del primero de éstos: El mandarín. Lo conocí, cómo no, a través de Borges, y Cayetano está ansioso de tenerlo ya entre sus manos, pues en realidad es un regalo para él.
La escritura de Eça de Queiroz se encuentra más próxima a la del siglo XIX que a la del siglo XX. Tanto el estilo como los temas tratados tienen más que ver con aquella época que con esta y, tal vez por ese motivo sean más actuales que los de hoy día. Porque, como ya dije, para que una obra sea universal debe tratar temas universales. En El mandarín, Eça de Queiroz lo hace ya desde el primer cuento que es, por otro lado, y en mi modesta opinión, el mejor de los cuentos de la obra. De forma sintética, este primer cuento trata acerca de la tentación del Diablo y del arrepentimiento de quien se deja seducir por él: un secretario, mientras lee un libro, se topa con la siguiente cuestión: “Tú, que me lees y eres un mortal, ¿harás sonar la campanilla?”. Esa campanilla hará que el hombre más rico del mundo, un mandarín viejo y gotoso que vive en China, muera y su fortuna pase a manos del secretario. El Diablo, de cuerpo presente, intenta convencer al secretario: “Matar, hijo mío, significa casi siempre establecer un equilibrio en las necesidades del universo. Implica eliminar aquí lo que sobra, para ir más allá a cubrir una falta”. La aceptación del secretario le lleva a una vida completamente nueva en la que hace algún descubrimiento inesperado:”¿De qué me servían al fin tantos millones sino para brindarme, día tras día, la confirmación desoladora de la vileza del hombre?”. El resto del cuento, corresponde a ustedes descubrirlo mediante es apertura de ventanas, puertas y cráneos que es la lectura.
Otros cuentos presentes en esta obra son La catástrofe, una visión de la pérdida del espíritu nacional y una arenga para recuperarlo, Memorias de una horca, que como el título indica narra la vida de una horca y su arrepentimiento por los crímenes involuntariamente cometidos, con un final predecible pero no por ello menos extraordinario, El tesoro, que narra el hallazgo de un cofre cargado de monedas de oro por parte de tres hermanos que desconfían los unos de los otros y que harán lo indecible por hacerse con el cofre y no compartir nada con los otros, y El difunto, un cuento con la clásica atmósfera de las historias de terror, con cuerpos que resucitan, amores imposibles y maridos asesinos.
No sé si, como escribía Circe en un comentario, este libro es imprescindible o, al menos, muy recomendable. A Cayetano, conociendo sus gustos y su forma de escribir, seguramente le resulte imprescindible, apreciación en la que algo tendrá que ver también la recomendación entusiasta que de esta obra realizase su ilustre gurú ciego.

Pedro Garrido Vega.

Confesión, Acto Segundo, Primera Parte

(El escenario representa la misma sala de interrogatorios del acto primero. La única diferencia radica en el aspecto físico de Carlos Otero. Éste se encuentra con el rostro abultado, cubierto de golpes y la ropa manchada de sangre)

ALBERTO. (Muy agradable) Buenos días, Señor Otero. No hace usted muy buena cara esta mañana, que digamos. ¿Qué tal la noche? ¿Le ha servido para descansar y aclararse un poco las ideas? ¡Esperemos que sí! ¿Me permite que le apee del usted? (Carlos no hace ningún gesto) Muchas gracias. Bueno… ¿Y hoy qué? ¿Te encuentras más comunicativo?

CARLOS. (Completamente abotargado) Algo más, supongo.

ALBERTO. No, no lo supongas, créetelo. Es así, te lo garantizo. Fermín tiene muy buena mano para estos asuntos, ¿no crees?

CARLOS. (Medio desmayado a causa del dolor) Sí. Es todo un profesional en lo que hace.

ALBERTO. Claro que sí. Todos lo somos, ¿no? Cada uno en lo nuestro. Yo, por ejemplo, soy un experto consiguiendo sacar de la gente lo que necesito, ¿sabes? Mis métodos, aunque posiblemente censurables desde cierto punto de vista meramente moral, son efectivos casi al cien por cien, aunque el tiempo que tarden en funcionar depende de la persona en cuestión. El récord, por si te interesa, se encuentra en diez días.

CARLOS. (Mareado y asustado) No será necesario llegar a ese punto.

ALBERTO. Bien, bien. ¡Maravilloso! Fin de la charla cortés. (Desaparece su tono conciliador para dar paso a una pose y una expresión más seria, casi inquisidora) Dime, Carlos: ¿Quién más está metido en el ajo?

CARLOS. ¿Cómo?

ALBERTO. Digo que quién más está implicado en el asesinato de tu esposa, aparte de ti mismo.

CARLOS. Su familia.

ALBERTO. (Sorprendido) ¿Cómo?

CARLOS. Su familia. En concreto, sus padres y, especialmente, su hermano mayor.

ALBERTO. ¿Su familia está implicada en su asesinato?

CARLOS. Sí, desde luego.

ALBERTO. ¿De qué forma? Es decir, ¿te ayudaron a acabar con su vida? ¿Participaron activamente en el homicidio?

CARLOS. Sí. Pero si re refieres a si estaban conmigo cuando la maté, te diré que no. Me hallaba a solas con ella.

ALBERTO. (Con furia reprimida) Sabes que eso no es verdad. Sabes que yo sé que hacía falta, al menos, una persona más para que ella muriera del modo en que murió.

CARLOS. Te repito que estaba a solas con ella.

ALBERTO. Bueno, dejemos eso para más adelante, aunque no mucho más. Quizás te haga falta otra mano de pintura sobre tu cara por obra y gracia de Fermín. Ahora, explícame lo de su familia, por favor…
Cayetano Gea Martín

miércoles, enero 25, 2006

Soy



Soy el desierto que surge ante ti cuando tienes sed.

Soy la carcajada en el funeral de tus padres.

Soy el clavel que engalana al asesino múltiple.

Soy el deseo acumulado de los puritanos que nunca desean.

Soy la mano en el bolsillo ajeno de las obras benéficas.

Soy el viento de terror que te atraviesa en los días felices.

Soy tu negra impotencia.

Soy el incendio en el ártico.

Soy el rey de tu república.

Soy el déspota de tu democracia.

Soy el espíritu de tu carne.

Soy el pecado de tu alma.


Cayetano Gea Martín

A propósito de...Tres tristes tigres, de Guillermo Cabrera Infante

Dejemos a un lado ideas políticas y de índole personal sobre el autor y centrémonos en lo que interesa, la literatura de Cabrera Infante, que quizá deba más a lo racional (no de forma tan exagerada, claro, como Raymond Roussel) que a lo pasional. Olvidémonos de su altanería y su esnobismo. Fijémonos en su literatura. Y más allá. Olvidémonos de que está muerto y contemplémoslo vivo, en sus obras, que es otra forma de vida más plácida y agradecida.
Tres tristes tigres es ante todo, experimentación y juego. Procede de esa época, los dorados años 60, en la que se escribieron muchas de las mejores novelas en lengua castellana del siglo pasado. Aunque este libro está escrito en cubano, y Cabrera Infante lo advierte en una nota al inicio del mismo.
Los primeros capítulos son de una maestría absoluta: Cabrera Infante domina todos los registros lingüísticos del cubano con una maestría pasmosa, algo así como si un escritor español fuese capaz de introducir a un gaditano, un asturiano y un catalán en una conversación, con todos los matices que caracterizan sus lenguas castellanas respectivas. Por si esto no fuese poco- avanzo varios capítulos y eludo de forma consciente algunos de suprema importancia-su registro del cubano llega hasta los escritores cubanos más importantes, y en una pequeña subregión de la novela aparece el asesinato de Trotsky en Cuba narrado por los más importantes escritores cubanos (Carpentier, Lezama Lima y otros). Estos capítulos juegan un doble papel: el de juego y el de homenaje, algo similar a lo que de vez en cuando ha practicado Cayetano en esta página con Cortázar, con Poe o, sobre todo, con Eduardo Mendoza (aunque esto último es inevitable, ¿qué tendrá ese estilo para ser tan fácilmente asimilable?).
En cuanto al argumento de la obra, claro, lo adivinaréis ya, no existe de una forma definida y clara. Si me obligasen a punta de pistola a definir en pocas palabras el argumento de esta novela, me decantaría por describirla como una fotografía, distorsionada hacia la lírica y el erotismo, de la noche cubana. Los subcapítulos titulados Ella cantaba boleros se intercalan en el texto y allí aparecen personajes inolvidables, especialmente el de la Estrella una cantante de mastodónticas dimensiones que se niega a cantar acompañada de músicos: “Era una mulata enorme, goda gorda, de brazos como muslos y de muslos que parecían dos troncos sosteniendo el tanque del agua que era su cuerpo”. Lo mejor, en mi opinión, el estilo de estos capítulos, ese estilo dinámico, en el que prácticamente no existen los puntos y aparte y las conversaciones se extienden y se enredan y nos enredan y que tratan, desde las mejores cremas para cuidar el rostro de una mujer hasta la importancia de los conceptos metafísicos de tiempo y espacio. Saramago ha aprendido mucho de este estilo que tanto cultivaron los hispanoamericanos en aquellos años (aunque algunos, como Sábato, lo repudiaron. Merece la pena ver la imitación que hace de este estilo, a modo de crítica, en Abbadón el exterminador).
Y llego al núcleo de la obra, el capítulo en el que se describe a Bustrófedon, un tipo obsesionado con el lenguaje y que juega con él sin parar. La fantasía lingüística de Cabrera Infante se desata en este capítulo y juega y juega y juega. Merece la pena la novela (o lo que quiera que esta creación sea, siempre hay que denominarla de algún modo) aunque sea tan sólo por ese capítulo de extraordinaria lucidez, tal vez más cercano a las concepciones poéticas (hablo en el plano creativo, claro) que a las prosísticas. Se encuentran palíndromos, aliteraciones sin fin deformando una y otra vez las palabras y los nombres propios, caligramas y cualquier tipo de recurso que se nos pueda ocurrir. Prácticamente desde el comienzo del capítulo empieza e juego: “Él era Bustrófedon para todos y todo para Bustrófedon era él. No sé de dónde carajo sacó la palabrita- o la palabrota. Lo único que sé es que yo me llamaba muchas veces Bustrófoton, o Bostrófotomatón o Busnéforoniepce, depende, dependiendo y Silvestre era Bustrofénix o Bustrolfeliz o Bustrofitzgerald...”
Un único problema. Encontrar el libro es difícil y, cuando se hace, descorazonador: cuesta 24 euros, pero la inversión merece la pena. Esta obra, como sólo algunas otras, cobra valor con el tiempo.
Pedrófedon BustróGarrido Vega.

lunes, enero 23, 2006

A propósito de...Ubú rey, de Alfred Jarry.

Si supusiésemos una ciencia que fija sus objetivos en la excepción excepcional, en aquella excepción que confirma la excepción (y no en la regla que confirma la excepción) podría irnos mejor en muchos aspectos, e incluso, a veces, también nos iría mejor en ciencia o, al menos, ayudaría al avance de ésta. Y, qué decir de la fantasía o la imaginación, que se verían habitualmente desbordadas por una pléyade de sucesos inéditos. Estas son, de forma resumida, las tesis que sostenía Alfred Jarry, el creador, a principios de siglo pasado, de la curiosa Patafísica y sin la cual, autores como Ionesco, Perec, Vian, Queneau o Calvino no hubiesen alcanzado esas cotas de creación que les hicieron grandes. Todos ellos formaron parte del Colegio de estudios patafísicos creado en 1950 y que continúa su labor en la actualidad.
Jarry no era escritor dramático, pero la obra que aquí presento es, sin embargo, su obra más apreciada, aunque se menciona siempre la intertextualidad que caracteriza toda su literatura.
Ubú Rey es, ante todo una crítica del autoritarismo y las tiranías, desde la perspectiva siempre muy personal de Jarry, al que no todos apreciaban (Gidé o Borges decían de él que era tan sólo un bufón). La obra narra la ascensión al trono de Polonia de Ubú tras matar al rey y su progenie, tras lo cual matará a los jueces y los recaudadores de impuestos y a los campesinos. Nota importante: esta obra fue escrita por Jarry cuando tenía quince años basándose en una obra previa de unos compañeros de clase titulada Los polacos y que no era más que una burla a su profesor de física. Ubú habla de la física, la phinanza y la mierdra (sí, sí, con esa erre ahí), que él interpreta como la misma realidad. Jarry lo explica así: “Ubú habla con frecuencia de tres cosas, siempre paralelas en su mente: de la física que es la naturaleza compara con el arte, el mínimo de comprensión frente al máximo de cerebralidad, la realidad de la aquiescencia universal frente a la elucubración de lo inteligente, Don Juan frente a Platón, la existencia frente al pensamiento, la medicina frente a la crisopeya, la milicia frente al combate singular; paralelamente, de la phinanza, o sea de los honores en comparación con la satisfacción de sí por uno mismo, lo que es tantocomo decir los universales engendradores de la literatura basada en el prejuicio de la cantidad, en comparación con la manera de ver de los clarividentes; y, paralelamente, de la Mierdra".
La obra es muy breve (su representación puede durar unos 45 minutos). El escenario cambia continuamente pero no del modo tradicional que incluso hoy se sigue utilizando. Para situar las escenas Jarry incorporó a una persona que al principio de cada una de ellas mostraba un cartel donde figuraba cómo debía ser el escenario. Para representar al ejército de Polonia al completo únicamente era necesario un actor, el caballo que aparece en la obra era de cartón y Ubú llevaba una careta: teatro del absurdo, en suma. Tal vez, por eso, sea mejor ver la representación de la obra que leerla. De hecho, ha sido una obra que no ha dejado nunca de representarse debido, por un lado, a la facilidad a la hora de representarla y, por otro, al especial interés de los directores de teatro por que no se pierda esta obra que tanto supuso para autores posteriores como Beckett o Ionesco. Tanto es así, que en número de representaciones, esta obra no tiene nada que envidiar a Hamlet, Macbeth, la Celestina o Don Juan.
Una obra que, como todo lo absurso, cuenta con admiradores y detractores, siempre fieles a su posición.

Pedro Garrido Vega



domingo, enero 22, 2006

Confesión, Acto Primero, Tercera Parte

ALBERTO. Entonces, fue ella la que dio el primer paso, ¿no?

CARLOS. Sí, exacto. El primero, y, para ser del todo sincero, los siguientes. Yo me sentía incapaz de nada que no fuera contemplarla embelesado, extasiado. ¡Oh, cómo dolía tan sólo mirarla! ¡Cómo sufría de amor con un sencillo parpadeo suyo!

ALBERTO. Pues el día que follaras con ella por vez primera te debió de dar un infarto, ¿no?

CARLOS. (Se levanta y, fuera de sí, comienza a increpar a Alberto. El agente de policía que custodia la puerta camina hacia él) ¡No le consiento que hable así de ella! ¡No se lo consiento! ¡No se lo consiento! ¡Cerdo! ¡Puto policía de…!

(Alberto se incorpora y le propina un puñetazo en la nariz a Carlos con todas sus fuerzas, antes de que éste pueda terminar frase. Carlos se tambalea hacia atrás debido a la inercia del golpe y permanece dolido y aturdido. Al cabo de un minuto, Alberto le hace un gesto con la mano al policía para que vuelva a su puesto y comienza a hablar de nuevo)

ALBERTO. ¿Estás mejor ya? ¿Sí? Bien, cojonudo. Dicho esto, me gustaría recordarte dónde te encuentras, si es que la ostia no te lo ha recordado ya. Esto es una comisaría, amigo mío. Y a no ser que quieras pasar hoy la noche con todos los yonkis sidosos que tenemos en las celdas, te aconsejaría que no lo olvidaras, ¿estamos?

CARLOS. Sí… Pero no me gusta lo que ha dicho.

ALBERTO. (Furioso) ¡Puedo decir lo que me venga en gana, ¿estamos?! ¡Acabas de confesar que la mataste! ¡Que la mataste! ¿Y aún así tienes la poca vergüenza de hablar de respeto, gilipollas?

CARLOS. La maté por…

ALBERTO. Sí, sí, ya te he oído. ¿Y sabes qué? Llevamos sentados aquí media hora y no he obtenido nada. ¡Nada! Y a mí no me pagan por horas, ¿sabes? Si crees que puedo perder mi tiempo escuchando cómo un niñato empollón de tres al cuarto que se cree que está en posesión de la vida y del destino de los demás me cuenta una serie de milongas que me importan cuatro huevos ¡estás muy equivocado!

CARLOS. Pero…

ALBERTO. ¡Que te calles! (Le lanza otra golpe, esta vez, en el mentón) ¡Que te calles, he dicho! ¡Los tipejos como tú siempre habláis pero nunca escucháis! ¡Estoy harto! ¡Se acabó! Quiero que me digas nombres de implicados. Quiero saber si participó alguien más. Y no me digas que nadie más está metido en el fregado porque sé que no es verdad. Quiero saber el móvil, ¿de acuerdo? Pero deja de contarme tu puta vida de pe a pa o te prometo que tendrás una noche movidita, ¿estamos?

CARLOS. (Medio grogui por el segundo puñetazo) Sí…

ALBERTO. Bien. Muy bien. Cojonudo. Y ahora dime: ¿quién más está implicado? (Carlos guarda silencio y mira con odio a Alberto) ¿No dices nada? ¡Te he preguntado que quién más está implicado! (Carlos permanece en silencio) ¿Sigue sin querer hablar? Bien, bien. (Alberto se dirige al policía de la puerta) ¡Fermín! Mételo en la suite presidencial y encárgate tú personalmente de ablandarlo un poco esta noche.

(Fermín coge de los sobacos a Carlos y lo saca cual fardo de la sala. Cierra la puerta a su espalda).

ALBERTO. (Mirando hacia la puerta, desafiante y con el rostro teñido por el desprecio) Nos vemos mañana, Señor Otero.
Cayetano Gea Martín

jueves, enero 19, 2006

Tell me all your black lies


Tell me all your black lies before the end
Déjame escucharlas hasta que surja el sol
My soul is a fragile moonlight song
Incapaz de alcanzarte, eterna mujer

There’s nothing just about your rules
Tan solo ese triste rumor hueco tras de ti
Like dark water in the centre of the sea
Profundo cabello húmedo teñido de azul

Like the smell of the fresh grass
Que se extiende más allá de tu iris
In the chaotic labyrinth of your spirit
Hasta llegar a la nada que he de amar

I don’t know you more than yourself
Pero suelo ser capaz de ver la falsedad
Forgotten, ignorance is thy land
De aquellos incapaces de apreciar, de entender:
Beauty in a scissor
Con la que sacas hilos
Of my lonely heart
Que late al amar,
Sadly lies within,
Todavía por ti
Cayetano Gea Martín

lunes, enero 16, 2006

A propósito de...2666, de Roberto Bolaño

Las obras maestras son escurridizas, quizá sea por eso que son obras maestras, porque tienen algo que se nos escapa, que no comprendemos del todo pero que sabemos que es algo fantástico, que remueven no sólo lo racional que hay en nosotros, sino también esas catacumbas de lo irracional que suelen permanecer silenciosas, adormecidas..
2666 tiene algo de ese carácter de las obras maestras. Posee la atmósfera necesaria para el lector que permite que todo fluya sin prisa, pero sin detenerse nunca. No tiene el carácter de un best-seller. El best-seller engancha, la obra maestra impulsa. Eso hace 2666: impulsarnos. ¿Hacia dónde? Ni más ni menos que hacia el infinito.
El volumen físico de la obra ya de por sí tiende al infinito (1119 páginas, divididas en cinco partes), pero es su interior el que lo busca con ansiedad desde el comienzo hasta el mismo final.
Esta obra de Roberto Bolaño, como lo fue también Los detectives salvajes, parte de una concepción distinta de la que suele emplearse en la creación de la mayoría del resto de obras literarias. Así como Borges partía de la anécdota, del hecho puntual, para allegarse a lo universal (que es ni más ni menos que el carácter que hace que una obra adopte esa misma cualidad), Bolaño retuerce este modo de narrar y es capaz de crear una estructura que se divide hasta el infinito, una suerte de fractal que jamás se agota porque prosigue en nuestra mente deshaciéndose y deshaciéndose sin cesar. Y todo este fractal descansa en una estructura general, universal, que es la que abarca el título del libro (una fecha con un significado un tanto incierto).
Siempre he sido incapaz de describir algunos libros. El que más dificultades me ha planteado ha sido siempre Rayuela, cuya trama no es lo importante del libro o, al menos, no es o más importante del libro. Describir Rayuela hablando sólo de la Maga y de Horacio Oliveira y de Talita, sería quedarse en lo superficial, en lo nimio, como describir un cuadro de Kandinsky como un conjunto de figuras geométricas de varios colores. Con 2666 nos encontramos en la misma situación. Para entender 2666 hay que leer 2666, adentrarse en el mundo de Bolaño, que es desesperado, pesimista y, tal vez, agorero.
La literatura es, para Bolaño, vida, como lo fue para tantos otros, pero él lo plasma en su obra y aquí radica la diferencia con el resto de autores, aquello que hace del chileno un tipo diferente.
La novela se divide en cinco partes que Bolaño, por puro pragmatismo (sabía de la pronta llegada de su primera noche tranquila y deseaba legar a sus hijos y esposa unas condiciones económicas favorables) pensó en lanzar al mercado de forma independiente, como novelas conexas pero separadas. Su deseo inicial, sin embargo, siempre fue el de que todas formasen parte del mismo volumen. A su muerte, sus herederos y su editor decidieron sacar a la venta el volumen completo.Las cinco partes son: la de los críticos (cuatro profesores de literatura, tres hombres y una mujer, que buscan a Beno von Archimboldi, un autor alemán del que nadie conoce apenas nada pero que puede recibir el premio Nobel, argumento similar en cierto modo a la búsqueda de Cesárea Tinarejo en Los detectives salvajes); la parte de Amalfitano (la vida de un profesor catalán de filosofía que se marcha a México con su hija a una ciudad, Santa Teresa, supuestamente Ciudad Juárez, donde se están cometiendo múltiples asesinatos de mujeres que a menudo quedan sin resolver); la parte de Fate (las vivencias de un periodista deportivo durante varios días en Santa Teresa); la parte de los asesinatos (una letanía de asesinatos, con nombre y apellidos, durante trescientas páginas, cargadas de fichas policiales y autopsias); y, la parte de Archimboldi (la vida de Hans Reiter, el porqué de su cambio de nombre, sus experiencias en la Segunda Guerra Mundial y sus relaciones con su editor, el señor Bubis, y su esposa).
La historia es fundamental en esta obra. Escribe Bolaño: la historia, que es una puta sencilla, no tiene momentos determinantes sino que es una proliferación de instantes, de brevedades que compiten entre sí en monstruosidad. El sentido del año 2666 ya era preconizado en otra obra, Amuleto:...y luego empezamos a caminar por la avenida Guerrero, ellos un poco más despacio que antes, yo un poco más deprisa que antes, la Guerrero, a esa hora, se parece sobre todas las cosas a un cementerio, pero no a un cementerio de 1974, ni a un cementerio de 1968, ni a un cementerio de 1975, sino a un cementerio de 2666, un cementerio olvidado debajo de un párpado muerto o nonato, las acuosidades desapasionadas de un ojo que por querer olvidar algo ha terminado por olvidarlo todo.
Los puntos de fuga de 2666 son infinitos. Podrían construirse infinitas novelas a partir de esta otra que ya lo es por sí misma. 2666 es una obra inconclusa y, sin embargo, el lector no alcanza esa percepción al finalizar su lectura. Es más bien la sensación de apertura, que Bolaño aplica sin cesar en esta obra y en Los detectives salvajes. Y, aunque resulte paradójico, queda la idea final de que toda la obra es una inmensa construcción incorporada en el interior de una vasta esfera que, de tan vasta, es infinita.

Pedro Garrido Vega (que vuelve a la carga)

Confesión, Acto Primero, Segunda Parte


CARLOS. Todo comenzó cuando nos conocimos en la universidad. Ella provenía de una familia adinerada: la típica familia burguesa que consideraba a la mujer como un ser inferior, proclive a amamantar hijos más que a acudir al aula magna. Imagínate, pues, el escándalo de ésta cuando se enteraron de que su benjamina quería cursar filosofía en la universidad pública, en vez de Marketing por la privada, o qué sé yo.

ALBERTO. (Con cara de sospecha y enfado) Para un poco el carro, amigo. Te he pedido que te retraigas a los hechos, no que me cuentes tu vida.

CARLOS. Lo sé, pero creo que es relevante para que comprendas el por qué de su muerte. La necesidad de matarla para que fuera libre. La única forma para que fuera libre… (Su mirada se pierde, ensoñador)

ALBERTO. Vale, vale. Continúa. Y deja de disculparte, me provoca arcadas.

CARLOS. No me disculpo. Sé que no tengo perdón. Y sé que debo pagar por lo que hice, ¡oh, vaya si lo sé bien! No busco expiación, créeme. Solamente exponer los hechos.

ALBERTO. (Exasperado) ¡Que vale! Continúa, hazme el favor.

CARLOS. Bueno, pues nos conocimos en la universidad. Lo que recuerdo con más viveza fue la primera vez que la vi, dueña y señora de una belleza de leona, morena, arrebatadora, rotunda. Desde aquel día supe que ella era mi destino y mi condenación, y posiblemente la suya. Era demasiado hermosa, ¿comprendes? Su belleza hería los ojos, el alma, la creación.

ALBERTO. Ajá, bien. Sigue.

CARLOS. Íbamos juntos a las asignaturas troncales, y me las apañé para sentarme cerca de ella, a pesar de que su presencia resultaba dolorosa, ofensiva. Me hacía sentir que todo lo que yo había conocido hasta entonces eran nimiedades, apenas la corteza de la realidad, de la verdad. Ella era todo, lo abarcaba todo, todas las lenguas, todas las teorías y conceptos de las humanidad. Todos los sinónimos de la palabra hermosura.

ALBERTO. (Con socarronería) Y siendo ella tan hermosa y tú tan vulgar, ¿cómo surgió el amor entre los dos?

CARLOS. Porque ella quiso. Porque ella me eligió. Yo no hubiera reunido el valor para abordarla ni en un millón de años, créeme.

ALBERTO. (Continúa mirando a Carlos con gran ironía e incluso, desprecio) No sé por qué, pero te creo.

CARLOS. Al principio, no supe bien qué fue lo que ella vio en mí. No lo comprendía. ¿Cómo aquella diosa dignaba posar una sola y fugaz mirada en mí? Yo era el típico post-adolescente que se las daba de intelectual, de lector, de cultivado, y que, por ende, sufría hasta lo indecible en el terreno del amor. Virgen y frustrado, adoptaba ante los demás cierto y afectado aire de superioridad, para luego en la intimidad masturbarme con fiereza entre lágrimas de frustración.

ALBERTO. El típico pajillero con el Ulises de Joyce bajo el brazo, vamos.

CARLOS. Exacto. Por eso era incapaz de nada, y menos con ella. Pero fue ella la que vino a mí. Al principio, como te digo, no comprendí qué fue lo que la indujo a ello. Más tarde lo entendí todo con meridiana lucidez…
Cayetano Gea Martín

viernes, enero 13, 2006

Amiga

Amiga mía transoceánica de lengua común
(Aunque distinta y exótica al ser hablada)
Amiga de argentadas perlas trenzadas
Entre las ondas marinas de tu pelo azul

Amiga que caminas entre extraños
(Aunque familiares sean a veces ya sus rostros)
Amiga de lejanos pasos y profundos ojos
Que emanan la sabiduría de los años

Amiga, aquí no suenan por la calle silbidos
(Aunque algunos sí lo hagamos así)
Amiga, sabe que el mar no existe aquí
Ni mueren de añoranza los niños perdidos

Amiga de puro corazón indio
(Aunque sangre porteña cante cual tango)
Amiga, que dejaste el mate amargo
Para sufrir el sueño del agrio vino

Amiga cuya tierra amo gracias a los libros
(Aunque no siempre sean buenos los aires)
Amiga, que cambiaste a Borges por Cervantes
Para combatir contra gigantes y molinos

Amiga, no te rindas jamás ante la roja hoguera
(Aunque los necios la prendan de conjuras)
Amiga, álzate de nuevo, lucha y perdura
Con la sonrisa de tus hijos como única bandera
Cayetano Gea Martín

lunes, enero 09, 2006

Confesión, Acto Primero


Interior de una comisaría cualquiera de Madrid. La escena representa la sala de confesiones de ésta. Mobiliario austero: Una mesa y dos sillas de aluminio. En el fondo de la pared, dos enormes espejos de metacrilato sugieren la idea de que los ocupantes están siendo observados desde fuera. Una puerta de acero es todo lo que hay a la izquierda del escenario. La pared de la derecha se encuentra desnuda. Las paredes poseen un tono gris metalizado, acorde con el resto de la sala. La iluminación es blanca, monocromática, y surge de dos potentes tubos de neón paralelos ubicados justo en el centro de la escena. Su luz tiene que iluminar por completo la mesa y los dos personajes que se encuentran sentados alrededor de ella, uno en frente del otro. Cercano al lado izquierdo, a la puerta, se halla CARLOS OTERO, el detenido, con las manos esposadas visibles; y en el lado opuesto, se encuentra el detective ALBERTO MOLINOS, con un vaso de agua y un dossier de unas diez hojas delante de él. El conjunto se cierra con un agente de policía custodiando la puerta y que no debe parar en ningún momento de mirar al sospechoso.
ALBERTO debe mostrar cierta relajación en su cuerpo cuando comience a increpar a CARLOS, el cual, por el contrario, mostrará un ligero abatimiento y crispación nerviosa.


ALBERTO. La amabas, ¿no es cierto?

CARLOS. Más que a la luna, más que al sol y más que a todas esas chorradas comparativas romanticotas de siempre. La amaba, ¿comprendes? Más que a mi vida.

ALBERTO. Ésa es otra comparativa romanticota.

CARLOS. Pero cierta. ¿Alguna vez has amado así? ¿Tanto que serías capaz de dar tu vida? Pero de darla de verdad, no de boquilla. Capaz de suicidarte por ella…

ALBERTO. Sí, conozco la situación. Uno es capaz incluso de matar, ¿cierto?

CARLOS. Sí. Incluso de matar.

ALBERTO. Entonces, ¿reconoces tu crimen? ¿Confiesas tu culpa?

CARLOS. Eso son dos preguntas. La respuesta a la primera es sí y a la segunda no.

ALBERTO. Vayamos por partes, si no te importa.

CARLOS. (Lanza un hondo y sonoro suspiro) Lo que quiero decir es que sí, reconozco haber matado, como ya le dije a tu compañero. Era, pues, innecesario haberte llamado a ti para que me acogiera a tu piedad y confesara, oh, poli bueno. Pero no confieso mi culpa. Créeme, no tuve culpa ninguna. La maté, sí, pero soy inocente.

ALBERTO. ¿No te parece una paradoja? ¿Una contradicción?

CARLOS. En absoluto. Pero, además, ¿a ti qué te importa? Ya tenéis mi confesión, ¿no? Ya se la di al poli malo, como te dije. ¿Qué más quieres?

ALBERTO. (Con calma y paciencia, como si se dirigiera a alguien muy simple) Creo que no lo has contado todo, amigo. Mi misión es conseguir de ti todo lo que sabes: cómo fue, cuál fue el móvil, quiénes estaban implicados, etc. Ah, y amenazarte con llamar al poli malo si te niegas a cooperar. O incluso comentarte de pasada lo que les hacen a los asesinos de mujeres en la cárcel si éstos no cantan.

CARLOS. (Con evidente rigidez en el rostro) Comprendo.

ALBERTO. Entonces, estamos listos. Dada que la primera pregunta ya ha sido respondida, vayamos a la segunda. Ah, y mi importa una mierda cómo te consideres, o sea que no necesito tu justificación para nada, ¿vale?

CARLOS. Sí.

ALBERTO. La segunda pregunta es: ¿Por qué la mataste? ¿Qué fue lo que te llevó a hacerlo? ¿Cuál es tu historia? (Saca de su bolsillo derecho del pantalón una pitillera con un paquete arrugado y casi vacío de cigarrillos y lo deposita sobre la mesa) Tengo todo el tiempo del mundo, así que, comienza a cantar, pajarito, o si no vendrá mi compañero y etcétera, ¿ok?

CARLOS. Entendido.

ALBERTO. ¿Vas a hablar, pues?

CARLOS. Sí.

ALBERTO. Maravilloso. Estoy esperando…
Cayetano Gea Martín

viernes, enero 06, 2006

Las hojas que cubren tu rostro


Las hojas que cubren tu rostro,
Y que te impiden ver más allá
De tus paranoicos párpados-cerrojo,
Son tu maldición y tu ajuar:
Tu excusa perfecta y tu justificación.

El billete que tapa tu mente cual unción,
Y que no deja espacio para errores
Más allá de ese injerto verde y capitalista,
Posee el color de tus horrores:
El gordo estómago del hambre tercermundista.

El cigarro que muerde tu cruel boca clasista,
Y que te vuelve incapaz de dejarnos respirar,
Salvo para pagar tus platos rotos llenos de ortigas
Tiene la textura de nuestra piel contra el mar:
Tu voz y nuestro silencio de hormigas.

El cuchillo que poso en tu gordo cuello con fatiga
Y que sujeto con la vengativa firmeza
Que me otorgan tus violaciones y perjuicios
Es el fatídico instrumento del colectivo sin cabeza
De los niños ahogados entre tu margen de beneficios


Hemos visto hacia dónde nos conducen ellos:
Hacia los campos, hacia las guerras, hacia el matadero.
Esta noche será el fin del antiguo orden.
Esta noche, debéis elegir qué queréis.
Elegid con cuidado.

Alan Moore – V de Vendetta
Cayetano Gea Martín

martes, enero 03, 2006

Magerit




La calle Alcalá se abre cual flor y sólo para mí. Mis pasos, largos, me van llevando y yo dejo que me lleven sin rumbo fijo, a la deriva en esta ciudad sin mar, la cual vuelve a reclamar mi alma, como siempre, como a cada instante que se digna a posar sus ojos eternos sobre mí, oh eterna urbe de piedra con remaches de acero, de castaños y sauces que se inclinan ante tus calles, mientras desando hacia Los Jerónimos por la cuesta homónima y descubro que ir hacia el Prado es como ir hacia abajo siempre, siempre, al rato que observo las casetas de libros que antes moraban la Cuesta Moyano y que ahora medran en la calle trinominal, por lo que Moyano ahora resulta burdamente vacía, simple, un mero pasillo entre árboles a la izquierda y edificios a la derecha, que muere precipitadamente cuando el Retiro sale a su encuentro como un amante, como un ángel caído con estatua propia que nos indica el camino hacia el estanque pululante de vida externa: marionetas, mimos, videntes y demás monederos falsos que nos señalan el fastuoso monumento que corona la laguna y que esconde detrás una senda que nos lleva hacia las ostentosas calles que cortan o siguen a lo largo de Goya la hermosa, cuyos rebordes gotean lujo, como un Madrid distinto del resto, tan lejano en el espíritu como cercano en la distancia, con Velázquez como la cúspide de la gloria borbónica, del barroquismo tiznado de verdes abetos de Italia, mientras bajo y me adentro en la zona de los serafines con corbata y bolso de piel que gobiernan La Castellana con castiza esperanza de redención, de redención que se encamina a pasos agigantados hasta Colón, donde la biblioteca mira con la desconfianza que le da la historia hacia Génova y a su rutilante final, Alonso Martínez, donde el universo que es la ciudad se desglosa y se fragmenta, haciendo difícil la elección de hacia dónde ir, aunque siempre termino encaminando los pasos hacia abajo, hacia las calles teñidas de arco iris y de licores ruinosos, hasta el descanso espacial que provoca Gran Vía, que me lleva como siempre abajo, abajo, abajo, hasta que Callao me convence para que cruce los sendos muestrarios de capitalismo con dirección a Sol, a ese rincón popular y populista plagado de carteristas y de ancianos y gentes de lejanas tierras prontos a poner en alquiler su esfínter, pero siempre castizo y hermoso, a la par que peligroso, mientras lo cruzo sin fijarme mucho en lo que se cuece en su interior, hasta que un mar de callejuelas, la esencia de Madrid, me deposita en la Plaza Mayor, y su enorme silencio porticado me despega las pestañas y me hace reconocer a mi pesar que la ciudad donde he nacido es hermosa como pocas sobre la faz de la tierra, mientras paso a través de bailaores, vendedores de barquillos, caricaturistas y la plana mayor del turismo ibérico rindiéndole tributo a mi hogar, y así lo hago yo, desandando los pasos que hombres y mujeres cien veces más sabios borraron siglos antes, y queriendo me sigo perdiendo entre callejuelas, sin hallar mi levedad del ser a pesar de ver el cielo azul brillando sobre los tejados del Madrid de los Austrias, a pesar de contemplar cómo muere el día en rojo sobre las Vistillas, a pesar de la belleza nocturna del Palacio Real y de Sabatini.

No me encuentro, no me encuentro
No me hallo entre calles de mármol
No me conozco y me frustro
Voy muriendo de mala enfermedad
De la peor de todas, la del alma
Perdido, entre nieblas, camino
Entre el bello palacio y la insípida catedral
Contemplo las ruinas de Magerit
Expuestas al público como un trofeo
Contemplo las ruinas y
Salto la verja fría y
Me tiendo entre las ruinas
Las ruinas de Magerit
Y lloro, lloro
Lloro por mi propia ruina
Tan pareja, tan
Hermosa como Magerit,
¡Oh, Magerit!
¡Mis lágrimas mojan tu arcaica piedra!
Y comprendo que te amaré siempre
Con el desespero del amor
Del amor inconcluso hacia algo ya muerto

Cayetano Gea Martín