martes, mayo 17, 2005

Los paraísos perdidos, 1 de 2

Aquella mañana la mochila donde llevaba la comida que me nutriría a media mañana y la carpeta con los apuntes de inglés (malditos phrasal verbs, que se los lleven todos los demonios) me golpeaba las costillas con mayor frecuencia de la deseada. Las oscilaciones a las que me sometía el reluciente vagón de la línea diez del Metro de Madrid (¡vuela!) fomentaban esta singularidad con respecto ayer a la misma hora.

El resto de mis sensaciones eran las mismas, así como la situación de colapso humano que me hacía pensar en estrechas arterias/vías suburbanas que necesitarían urgentemente disminuir su nivel de colesterol/personas. Lo cierto es que las masas humanas, esas masas de las que nunca nos creemos formar parte, atraen y poseen mi imaginación como pocas cosas en este absurdo universo. La masa se comporta como su número la define acertadamente, es decir, en singular, como un ente pluricelular dotado de conciencia propia.

En esa especie de mitocondrias aborregadas que nos convertimos por las mañanas, en esa masa en la que se permite a cada uno de sus componentes dedicarse a una cosa distinta,

a saber: hablar, leer, escuchar música o mirar a los demás

a sabiendas de que a la hora de la verdad (es decir, a la hora de moverse), se van a comportar todos al unísono, en ese grupo, en fin, se encontraba ella aquella mañana.

No diré aquí, aunque lo piense, que refulgía por encima del resto como una diosa entre mortales, o que un aura de colores iridiscentes la distinguían de las mujeres y hombres grises de su alrededor, u otra cursilada semejante. No lo diré, aunque lo haya dicho para negarlo. Pero lo cierto es que mi mirada se desvió del libro que intentaba leer envuelto en aquel mar de cuerpos hacia ella. Cierto es también que para conseguir distraerme de mi ejemplar de la Eneida hubiera bastado la más mínima distracción, pero no quisiera quitarle importancia a aquella hermosa muchacha.

Lo primero que me llamó la atención fue que estuviera tan radiante tan temprano, cuando los biorritmos del resto de la gente están barriendo el suelo. Ella aparecía fresca cual lechuga en aquel mar de legañas y de gente con pocas ganas de vivir.

Lo segundo en lo que me fijé fue en su sonrisa, en una linda sonrisa que llenaba de brillo los ojos, y de los ojos, el resto del cuerpo. Cuerpo nada despreciable, por otra parte, o así dejaba traslucir su veraniego atuendo en la rápida y furtiva ojeada que efectué con disimulo.

Era ella, en fin, guapa, radiante y sonriente. Pensé que debía ser una persona que realmente mereciera la pena. Me imaginé colgado de su brazo, o llamándola para decirle qué tal te va hoy en el trabajo, cariño. ¿Yo? Mucho lío, como siempre. Esta noche te veo a la hora de la cena, Un beso, mi niña. ¿Qué hombre no sería feliz con una mujer así? Sin conocerla de nada, me daban ganas de quererla, de abrazarla, de protegerla, de dar todo por ella, y por qué no reconocerlo, de hacer el amor con ella.

La vida, esa carretera tan monótona que de repente se desparrama en curvas, está siendo más bien insulsa conmigo, para qué negarlo. Hasta los mayores placeres se convierten en monotonía con excesiva frecuencia. Aquel monótono día de mi monótona vida creí estar ante un atisbo de otro destino posible. Como tímido que soy (y los que me conocen lo saben), nunca he entendido del todo las reglas básicas del flirteo a las que se aplican el resto de la humanidad como a materia estudidada, por lo que no sabía bien cómo reaccionar ante la visión esplendorosa que quemaba todo a su alrededor, consumiendo vida, tiempo y carne.

Lo cierto es que el otrora lento hoy rápido metro llegaba a mi parada ya. No quería bajarme, en serio. Quería acercarme, hablar con ella, decirle hola, aunque fuera. Decirle que creía que realmente nos caeríamos bien, que seguro que tenía mil cosas en común conmigo, que se atreviera a descubrirlas, que yo podría hacerla feliz si ella quisiera, que volcaría todas mis fuerzas en hacerla sonreír. Este maldito mundo adulto al que todavía no sé si pertenezco anímicamente no me permite lo que deseo. El pudor congénito, las normas, el miedo social a la comunicación, siempre temerosos de los locos, de los desaprensivos, ese miedo que utilizan para tenernos sumisos y bien marcados, todos eso, en fin, me impidió acercarme a ella. No pasa nada, me dije, vuelve a tu vida de libros, de relatos cortos, de trabajos precarios y de carencias afectivas con la cabeza bien alta. Era para romper a llorar o suicidarse. Supongo que como el resto de la humanidad, elegiré el suicidio pasivo de ver morir los días vacíos, con la sensación cada vez más tenue de que alguien me ha tomado el pelo descaradamente.
Cayetano Gea Martín

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